Poliorcética: Dícese del arte de atacar y defender las plazas fuertes. (DRAE)

Los primeros seres humanos fueron cazadores itinerantes durante miles de generaciones. Seguían a la caza en sus migraciones, y la caza les proveía de casi todo lo que necesitaban. A todos nos resultará familiar, gracias al cine, el modo de vida de los nativos norteamericanos y su vinculación con los bisontes.

No obstante, también eran recolectores de fruta y grano silvestres. Hay evidencias de que mucho antes de la aparición de la agricultura éramos capaces de moler y conservar los granos de cereal.

Resulta fascinante imaginar a uno de nuestros antepasados haciendo observaciones tales como que el grano germinaba o que las raíces volvían a brotar en contacto con la tierra, o que las plantas crecían con más vigor si eran plantadas en determinados tipos de terreno o sobre los restos de una hoguera.

La agricultura y la ganadería se expandieron y se perfeccionaron a gran velocidad, y nos hicieron la vida mucho más fácil. Los humanos se asentaron y surgieron las civilizaciones y las fronteras. Ya no era necesario que todos los miembros de una tribu dedicaran su tiempo a cazar. El arte o la filosofía nacieron gracias de la agricultura.

Las murallas son tan antiguas como las civilizaciones. Probablemente más. A todos nos resultarán familiares los muros de piedra que todavía se usan hoy en día para proteger los sembrados del apetito de los animales, domésticos o silvestres, o las empalizadas circulares de ramas que construyen los nativos amazónicos.

En las primeras ciudades se almacenaban excedentes de grano, y también ganado y objetos valiosos, en una época en que muchos pueblos seguían siendo itinerantes y vivían aún de saquear. Las murallas fueron la placenta que protegió la gestación de la civilización, tal y como la conocemos hoy en día.

Las murallas de Troya son las más antiguas que aparecen en la historia de la literatura, y probablemente las más célebres. Y el caballo de madera que los troyanos pretendieron capturar como trofeo fue la primera advertencia de lo frágiles que son las fortificaciones cuando se enfrentan al ingenio.

Los antiguos helenos fueron los primeros maestros de la poliorcética, y los romanos heredaron y perfeccionaron su legado. Las legiones romanas que se adentraban en territorio hostil construían, al final de la marcha diaria, un campamento fortificado. Solían hacerlo en una ubicación que tuviera suministro de agua y un ligero desnivel, para evitar que se encharcara si llovía durante la noche. Excavaban un foso cuya sección tenía forma de «V» alrededor del campamento. La tierra extraída del foso la usaban para construir un terraplén, que finalmente reforzaban con una empalizada que se levantaba con estacas atadas unas a otras. Estacas, por cierto, que los legionarios cargaban junto con el resto de su equipaje y su armamento.

Por cada minuto que un legionario de la época de Julio César empleó en guerrear, dedicó cientos de horas a cavar y a fortificar. También dedicó mucho tiempo a asediar, desmontar o destruir fortificaciones enemigas.

Las legiones de Julio César, por cierto, llevaron a cabo algunos de los más impresionantes logros de la poliorcética. Vercingétorix, el caudillo que logró aliar a todas las tribus galas en contra de los romanos, terminó por asumir que no podía vencerles en el campo de batalla. Los galos eran más robustos y numerosos, y no estaban peor armados. Aún y así, la organización y el adiestramiento colectivo de las legiones les otorgaban una superioridad insultante en el campo de batalla. Algún día hablaremos de ello.

Vercingétorix optó por la antigua táctica de la tierra quemada. Destruyó todos los cultivos y las reservas de grano que no podía llevar consigo y se recluyó con sus fuerzas y sus suministros en la fortificación de Alesia. Después se sentó a esperar a que los romanos murieran de hambre o a que se retiraran. Alesia era un fuerte construido en la cima de una meseta que la mayoría de los generales de la época hubieran considerado inexpugnable.

César no sólo no se retiró; ordenó levantar un anillo de fortificaciones de dieciocho kilómetros de longitud alrededor de la elevación, para evitar que las fuerzas de Vercingétorix pudieran salir de allí. Y cuando estuvo terminado, los legionarios construyeron un segundo anillo de veintiún kilómetros alrededor del primero, para evitar que los refuerzos galos, cuya llegada era inminente, pudieran socorrer a su líder. Y se quedaron en medio.

Los romanos, apenas sin suministros, libraron una doble batalla, ya que los asediados y los galos que llegaron a socorrerlos atacaron simultáneamente. No obstante, las fortificaciones romanas decidieron aquella batalla y el destino de Las Galias, y Verciongetorix acabó estrangulado públicamente en Roma. Por cierto, no hay que idealizar a los galos. Su sociedad era elitista y cruel. La mayoría de los galos estaban sometidos a los mandatos de unos pocos clanes que ostentaban el poder de forma implacable. La paz romana fue un alivio para la mayoría.

Los romanos sabían de la importancia de la guerra psicológica. Durante las guerras contra los judíos, un numeroso grupo de insurgentes se acantonó en la fortaleza de Masada. Construida en la cumbre de una montaña inexpugnable en medio de un desierto terrible, y con un suministro de agua imposible de obstruir. Los romanos hubieran podido obviar aquel gesto de rebeldía y restarle importancia, pero dedicaron varios meses a construir una rampa lo suficientemente ancha como para hacer llegar las piezas de asedio hasta la muralla, en la cumbre.

Finalmente, los defensores de Masada se suicidaron antes de ser sometidos, y la Roma implacable que había conquistado medio mundo conocido volvió a dejar claro su mensaje.

En vida del emperador Trajano, Roma alcanzó su cenit. Ni antes ni después el imperio tuvo tantas provincias. Su sucesor, Adriano, sentó el precedente que probablemente cambió el rumbo del Imperio. Desistió de someter a los salvajes pictos (que residían en lo que es la actual Escocia) y ordenó levantar el muro de Adriano, una línea de fortificaciones que cruzaba la actual Inglaterra de costa a costa. Adriano estaba cansado de batallar, y sus sucesores pagaron aquella muestra de debilidad. El poder de Roma quedó en entredicho, y las rebeliones se sucedieron a prtir de entonces.  Roma se convirtió en un lobo anciano al que sus enemigos acechaban, ávidos de vengar antiguas y dolorosas afrentas.

Las legiones fueron transformándose en tropas fronterizas que custodiaban una inmensa línea fortificada de miles de kilómetros, delimitada cuidadosamente por ríos y desiertos y reforzada con empalizadas y murallas de piedra. Jóvenes y temerosos centinelas que montaban guardia en robustas torres de vigilancia substituyeron al terrible poder de intimidación de las antiguas legiones, y naciones hambrientas de gloria y venganza se prepararon para asaltar a un imperio abandonado por sus dioses, que además ya había perdido el orgullo a causa de una crisis económica irrecuperable. Roma se resistió a su propio final como un anciano enfermo y de alma infame, temeroso de la muerte, y optó por invertir sus últimos fondos en sobornar a naciones de bárbaros para que la protegieran de otras naciones más bárbaras aún. El rey de los hérulos, Odoacro, que había sido hasta entonces un aliado de los romanos, depuso en el año 476 d.C. a Rómulo, el último emperador, y se proclamó rey de Roma.

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