Cuando las feministas francesas, allá por el Dieciocho, corearon junto a sus hermanos “Liberté, égalité, fraternité”, como quien no quiere la cosa, lograron que la Ilustración alumbrara un hijo no deseado, el movimiento feminista. Las mujeres se dieron rápida cuenta: sus compañeros se habían olvidado de ellas, mucho más centrados en la igualdad de clases que en la de sexos. El caso omiso en las conquistas de las revoluciones liberales derivó en que aquellas revolucionarias decidieran ir por libre y centrarse, de inicio, en el sufragio: tenemos que poder ir a votar.

Las hijas y nietas de estas mujeres recogieron el testigo y empezaron a luchar aún por más cositas: el derecho a la educación o a un trabajo digno, el fin de la discriminación o la salida al mundo público, del que se las apartaba por el simple hecho de llevar falda. Se les habían acabado las ganas de fregar y de pasar la mopa.

Así fue como surgió el feminismo, algo mucho más allá de un importante movimiento político. Llegado para quedarse y con ganas de encender los ánimos; no por nada aún hoy en día sigue siendo una cuestión que, en una sobremesa, deja con cara de ajo a más de uno. El movimiento feminista no es, aunque el patriarcal Diccionario Ilustrado de la Lengua lo pretenda, un “conjunto de ideologías que pretende la igualdad de sexos entre hombres y mujeres”, ya que esto implicaría conceder al hombre el rol de modelo y pretender que, aunque somos diferentes, seamos iguales. Lo que realmente pretendemos las mujeres que salimos a la calle, megáfono en mano y con la barriga pintarrajeada con un “mi cuerpo es mío” (por ejemplo) es que se tome conciencia de la opresión, la discriminación y la coartación que las mujeres hemos recibido y recibimos desde tiempos inmemoriales por parte de los varones. Y que, al ser conscientes de ello, empecemos a tomar medidas para remediarlo.

La verdadera meta del feminismo es construir un mundo donde las mujeres vivan como quieran vivir y actúen como quieran actuar sin tener una vida marcada y condicionada por caprichosos condicionantes cromosómicos. Se da la circunstancia de que algunas personas consideran la lucha feminista como algo innecesario y perteneciente al pasado, pero me temo que aún nos queda mucho camino por recorrer. Los avances son incuestionables –en esta España nuestra, sin ir más lejos–, a pesar de que seguimos encontrándonos, en este y otros muchos aspectos, a la cola de Europa. La dictadura hizo tanto daño, en particular, también, a la causa feminista que tanto había avanzado durante la Segunda República, donde hubo representación parlamentaria femenina (dándose la curiosa circunstancia de que las mujeres podían ser elegidas pero no ser electoras) con aquella Clara Campoamor que, prácticamente sola y con sus santos ovarios, consiguió en 1931 el voto para las mujeres.

Al parecer, la “gracia de Dios” que dispuso a Franco como Caudillo de España se olvidó de nosotras y de nuestras necesidades –admitámoslo, Dios no es que se preocupe demasiado por sus hijas. Tras cuarenta largos años, presidir la primera sesión del Congreso (al no haber Gobierno formado aún) le correspondía al parlamentario de mayor edad, que resultó ser Dolores Ibárruri, la Pasionaria, histórica dirigente del Partido Comunista y considerada hasta entonces el mismísimo Lucifer encarnado, ya que no sólo era roja sino, además, mujer. Muchos matarían por ver la cara de Fraga en aquel momento.

Después, la cosa ha ido tomando forma y mucho se ha avanzado con leyes que garantizan derechos a las mujeres. Algo, no malo, hizo Zapatero, un pequeño avance por la igualdad: el primer gobierno con paridad de la democracia y la creación de leyes orgánicas contra la violencia de género y para la igualdad de los sexos. En cambio, parece que Rajoy y su tropa de ministros estén empeñados en meterse de nuevo en nuestros úteros (¡con lo que costó sacar a la Iglesia de allí!) Además, las políticas llevadas a cabo por el PP, que no han generado empleo, evidencian, mediante castigo estadístico, que la tasa de paro femenino supera a la de los hombres en 13 de las 17 comunidades.

Pero todavía queda mucho que hacer. Las mujeres seguimos cobrando menos que los hombres por el mismo trabajo, al tiempo que seguimos siendo discriminadas sexualmente; discriminación potenciada desde los medios de comunicación que se empeñan en mostrar a la mujer como objeto y donde una cara bonita suele contar más que los méritos académicos o profesionales. Sigue siendo complicado conciliar la vida profesional y la familiar, donde en muchos hogares sigue siendo la mujer la que se dedica al ámbito doméstico y al cuidado de los hijos, independientemente de si desarrolla una profesión –fuera de casa- o no. Sin olvidar la lacra de la violencia sobre las mujeres, que desde el año 2007, en España, se ha cobrado 548 vidas; demostrando así cuán enraizado está el machismo en nuestra sociedad. “O mía o de nadie”.

Se hace igualmente imprescindible como parte de nuestra lucha desterrar el mito de que las feministas somos unas insatisfechas sexuales, feas o marimachos. Me pregunto de dónde viene todo ese recelo hacia un movimiento que solo ha conseguido mejoras en pro de las mujeres. Ser feminista no es contrario a ser femenina y llevar minifalda; es más, lo segundo puede ser interpretado como un grito de libertad en lugar de un llamamiento a la lascivia. Lo importante no es el llevarla o no llevarla, si no el tener la posibilidad de elegir la opción que consideremos más adecuada sin tener que aguantar miradas o comentarios obscenos ni tener que dar explicaciones a nadie. Al mismo tiempo, depilarse las piernas no es caer en el patriarcado, sino una opción muy válida que, sin embargo, tampoco debería de ser una obligación absoluta. ¿Ven? Resulta complicado.

La causa feminista necesita apoyos, ahora más que nunca, mientras dinamitan el Estado de Bienestar en Occidente (en tantas otras latitudes, queda muchísimo más por hacer) y unos cuantos derechos básicos de paso, desmantelando todos lo que se había logrado. Mujeres del mundo, y todos aquellos hombres –¡bienvenidos sean!– que pretendan acompañarnos, debemos unirnos y luchar por lo que es nuestro, por el respeto y la tolerancia y también por nuestros derechos, en memoria de nuestras madres y abuelas.

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