Cádiz es una cuna de sal. Se levanta en medio de su bahía como un mástil viejo, de caoba americana raída por el sol y los años. En el Palacio del Pumarejo, en el corazón de la Macarena, la columnata del patio central está hecha de esa madera traída del Nuevo Mundo. Entró por Cádiz en el XVIII, cuando la ciudad era el puerto del mundo. Cádiz fue emporio mercantil de Occidente durante dos etapas de la Historia del hombre; Fenicia la tenía por niña bonita de su corona mediterránea, a pesar de ser atlántica, y Roma la hizo munícipe del imperio otorgándole el fuero cívico con que engarzaba sus joyas en la corona de su Estado infinito. Luego la Monarquía Hispánica hizo de Cádiz el ágora de intercambio internacional, la plaza franca. De aquello le quedan las hechuras senatoriales, el recuerdo de una Constitución, palacios abandonados y cientos de torres vigías pespunteando su firmamento urbano. Pero su majestuosidad está desgastada. Las balaustradas carcomidas, los balcones de hierro roído, podredumbre de una Cádiz momificada. Un siglo de mediocre decadencia ha mellado el linaje de una ciudad que fue caput atlantii. Ya no hay vapores mensuales que lleven a Nueva York. Ingleses, italianos, belgas, holandeses, alemanes y franceses sólo vienen a Cádiz por turismo, y desde las torres de su catedral blanca no se ve arribar ningún barco cargado de especias, ni oro, ni tampoco plata, ni de ninguna otra cosa.

El umbral de Europa ahora sólo es una agradable transición hasta África. Pero la luz es la misma. Se la diste a Delacroix, bien lo sabe el Louvre. Los días blandos, cuando el sol refulge tanto que parece reflejado por mil escudos de hoplitas atenienses, Cádiz es blanca como la nieve y el océano parece llegar hasta el salón de las casas de la gente. Lo peor es la complacencia con la que los gaditanos han aceptado ser siervos de su propia senectud colectiva. El mar es vino cuando atardece y a él vierten su inanidad estructural, empobrecimiento generacional de una comunidad vitalmente acabada. Donde antaño se fundaban periódicos por docenas, hogaño se multiplican las peñas de carnaval. Antes tertulias políticas y cafés donde se discutían leyes humanas hasta que sangrasen las piedras: ahora, coplillas, popurríes y pasos de Semana Santa. Cádiz es puro fin de raza. De la obra del hombre a la pestilencia, también del hombre. Confórmase Cádiz con ser una befa popular, adarme del gracejo, capitán del folclore, corral étnico-festivo, vodevil cultural. Si te viera Napoleón, no lanzaría hoy su Marina Imperial sobre ti, ni tampoco la Royal Navy mantedría abierta tu rada, nervio por donde los víveres entraban y España continuaba respirando, el cuerpo descansando sobre su América, la garra puesta en ti, ilustre y cadavérico burgo gaditano. ¿Para qué?

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