En La penúltima verdad, novela de Philip Dick, los ciudadanos viven en búnkeres subterráneos donde trabajan fabricando armas y maquinaria para continuar la guerra que llevan a cabo los robots en la superficie, los únicos capaces de sobrevivir en una atmósfera radioactiva y repleta de bacterias mortales para el ser humano. En estas circunstancias, un tipo llamado Talbot Yancy, un robot con aspecto humano, es el encargado de informar a los ciudadanos de lo que ocurre afuera. Pero todo es una gran mentira, una ficción bélica recreada por profesionales en estudios de grabación y sobre el propio terreno para mantener engañados a los humanos. La guerra terminó hace diez años. Lo que ven cada día en las pantallas de sus búnkeres no es más que un simulacro para mantenerlos bajo tierra, trabajando, produciendo, alimentando la mentira sin saberlo, mientras que una serie de líderes políticos y militares viven en la superficie en mansiones separadas unas de otras por miles de hectáreas de bosques y superficies verdes, con los robots como sirvientes.

Así me sentí el domingo, y cada vez que hay elecciones, al ver cómo los partidos políticos iban saliendo a la palestra catódica para dar su opinión sobre los resultados de las Elecciones Catalanas. Tuve la impresión de estar viendo cómo distintos Yancys, unos más robóticos que otros, me iban contando su verdad al otro lado de la pantalla. Es como si no importase la realidad, sólo su interpretación. Como si todos viviésemos bajo tierra y los partidos tuvieran que explicarnos cómo va todo allá arriba. Parecían estar convencidos, algunos inclusos hasta llegar al trance, de que su descripción será la que quede: si ellos dicen que la tierra es cuadrada antes de que nadie diga lo contrario, la gente pensará que la tierra es cuadrada.

Cada discurso parecía responder a realidades diferentes. En mi realidad, Junts pel sí había sacado una abrumadora mayoría de votos respecto a los demás partidos (más del doble respecto al segundo), pero no se traducía en una mayoría absoluta de escaños en el parlamento, con lo que habría que esperar a las negociaciones para la investidura del candidato como presidente de la Generalitat. Eso en lo que respecta a la lectura oficial, la que responde a las elecciones autonómicas. Pero como éstas habían tomado un carácter oficioso de plebiscito respecto a la opinión de los catalanes sobre la independencia, era necesaria también una lectura desde ese ángulo de la realidad, en lugar de, simplemente, negar esa realidad. Bajo este punto de vista, tenía dudas sobre cómo interpretar los resultados. Por una razón principal: en las papeletas no había un sí o un no, con lo que era imposible conocer la totalidad de quienes se decantan por una u otra opción, si bien uno podía hacerse una idea aproximada en función del partido al que habían votado. De esta forma, con los resultados y con esa aproximación como herramientas, me parecía que, redondeando, la mitad de la sociedad catalana estaba a favor de la independencia y la otra mitad no. Una percepción que, sospecho, ya se tenía antes de las elecciones. Ahora tocaba ver cómo esa percepción confirmada en las urnas era interpretada por los distintos sujetos implicados. Esta era la ingenua realidad que yo veía.

Pero el desierto de lo electoral, parafraseando al Morfeo de Matrix, admite múltiples interpretaciones. Los resultados de unas elecciones, en contra de lo que pudiera parecer en buena lógica, son inescrutables. Al parecer, había más realidades: unas que sonreían a ritmo de flashes y cánticos, otras más comedidas, pero todas diferentes a la que yo percibía. Estaba la realidad de Junts pel sí, una realidad exultante en la que el independentismo había ganado en votos, en escaños y hasta en el Candy Crash. Estaba la realidad del PP, una realidad gubernamental en la que el independentismo había perdido en votos a pesar de haber ganado en escaños, lo que suponía una derrota si hablábamos en términos plebiscitarios. Estaba la realidad de Ciudadanos, una realidad cantarina en la que se gritaba presidenta a su candidata y se pedía la dimisión del candidato que había obtenido 37 escaños más (dejemos a un lado la petición de nuevas elecciones). Estaba la realidad de las CUP, una realidad revolucionaria en la que, como consecuencia de los mismos resultados, el pueblo catalán estaba legitimado para la desobediencia civil respecto a ciertas leyes españolas, aunque no para la declaración unilateral de independencia debido a la derrota en el número de votos. Estaba la realidad del PSOE-PSC, una realidad resignada en la que es un triunfo ser tercera fuerza parlamentaria. Y estaba la realidad de Catalunya sí que es pot, una realidad en la que árboles independentistas no dejar ver bosque neoliberal.

Al final apagué la televisión dudando de si el loco era yo o lo eran los demás, ansioso por saber cómo sería la realidad a la mañana siguiente, quiénes serían los cuerdos. Me llevé una decepción. La realidad volvía a ser la misma para todos y coincidía con la mía. Había que levantarse a trabajar, quienes podían hacerlo. Entre ellos no estaban más de cuatro millones de españoles, más de medio millón de catalanes. Y seguía sin saberse si el independentismo había ganado, había perdido o había empatado. La guerra, eso sí, continuaba en la superficie. Y los señores seguían en sus mansiones. A salvo de la radioactividad. Viviendo su propia realidad.

@pablorburon

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