La vieja transición, la de la voz chamánica de Victoria Prego, bombeaba vida gracias a un pueblo apasionado por la sensación de estar viviendo un tiempo histórico que se notaba en los lacrimales, en las sonrisas y en la intensidad del sabor de los alimentos. Hasta en la cebolla y el escalope había un gusto terminante, obrero, mitológico. Me contó un profesor del instituto, que es poeta calmo y machadiano, que en aquel tiempo cualquier ‘versiculero’ que desplegaba un par de cuartillas y recitaba la palabra “libertad” levantaba un revuelo de aplausos y faldas.  Muchos discurseaban sobre el significado de esa cosa llamada libertad y muchos asentían con emoción ante esas exposiciones, pero realmente (o eso me da ahora por pensar) no eran las ideas las que hervían las conciencias y las abrían como mejillones, sino el clima emocional, la fibra del ambiente, la posibilidad de trascender.

Aparte de los expertos o los fascinados por la ciencia política, que no constituyen el grueso de público democrático ni de electores, ¿quién detalló lo que representaba la libertad? ¿Quién, en mitad del cosquilleo cerebral del enamoramiento, coteja si su situación se corresponde con el ideal previo? Pocos, muy pocos. Lo que ocurre aquí es que uno adorna con laureles de su propia cosecha hasta la piel muerta del codo de su amante. No, no acepto la cursilería de comparar la política con el amor de tapas rosas. Intento explicar que la estructura de la democracia en un sistema representativo y liberal hace que la pasión política de la mayoría siga unos cauces semejantes a la química del amor.

Diana López Varela, en su artículo Cariño, has caducado (Jot Down), divagaba alrededor de Amor líquido de Zigmunt Bauman y describía el pánico que produce la estabilidad amorosa en un mundo consumista e individualista. Por un momento, reparaba en cómo la oxitocina y la adrenalina encharcan el cerebro del enamorado hasta infligirle una especie de trastorno obsesivo compulsivo. Obviamente, eso se atenúa, llega la vasopresina, y uno ya puede vivir y trabajar.

Apunto esto porque en una sociedad como la de hoy, cada vez más distante del concepto comunidad, la mayoría de ciudadanos huye de la política y es muy tacaña al distribuir sus afectos y sus entregas. Por supuesto, la única forma de llegar a ellos es la seducción, que, de una forma u otra, es un acto de erotismo. Para activar la excitación del elector, para ponerle chachondo el intelecto, lógicamente, hay que regalarle cosas y palabras, se necesita la ocultación, el fantasmeo sutil y unas dosis de espectáculo que generen la ilusión de la vivencia irrepetible. Sin embargo, llegará el tiempo en que el ciudadano conquistado segregue su vasopresina y empiece a detectar algunos granos en la espalda o pelos rizados donde no toca o excentricidades del carácter que antes se atribuían al desparpajo y a la mordacidad, y al final arrojan una sombra de histrionismo.

Los ciclos del enamoramiento político se agotan cada vez más rápido. En la Transición duró más o menos hasta que el referéndum de la OTAN fusiló la rosa del socialismo democrático. Ahora, atravesamos la resaca de un idilio que ha durado mucho menos. Es normal, hoy más que ayer predomina la mentalidad de la satisfacción instantánea y el cambio perpetuo de los deseos. Ya no brotan tantos debates políticos en las mesas de los bares como hace un año ni hay tanta gente que se desquicia o se ilumina al hablar de una transformación real del país.

Estamos condenados a que la democracia se sustente con un voto fofo y desengañado: es lo que insinúan estos tiempos. ¿Puede llamarse soberanía a algo que se ejerce desde la irracionalidad o la desgana?

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