Siempre que me pongo delante del ordenador una duda que me surge es si condiciona mi género mi valía a la hora de darme un sueldo por lo que escribo. Ser mujer, vamos. En contra de lo que podría parecer una pregunta tan añeja como ésta, ex tempore, no es arbitraria en absoluto ya que afecta a la mitad de la población mundial, y en concreto aquí en casa y muy a pesar nuestro la cuestión está otra vez tan a la orden del día como en el apolillado siglo XIX.

Andar con un sin fin de datos comparativos hombre/mujer que arrojen luz para ilustrarlo no es necesario, la luz ya nos ciega a quienes andamos con los ojos abiertos, sino que lo preocupante de verdad es que pase en el siglo XXI —que siga pasando, mejor dicho. Solo diré que he leído en fuentes fidedignas que de media en España las mujeres cobramos un 12% menos que los hombres. Vayamos pues por partes.

Al comienzo de los tiempos quedó claro lo superior en destreza física y estrategia que era el hombre con respecto a la mujer, cuando nosotras habríamos de morirnos de hambre si ellos no hubieran salido a cazar bisontes y gacelas después de horas atisbando pacientemente hasta pillarlos por sorpresa y hacer una escabechina. Por esta exhibición de fuerza bruta paleolítica por mí pudieran haberles dado su primera medalla olímpica, se la merecían. Nosotras, mientras, barríamos la cueva, despiojábamos a los niños y salíamos a coger bayas y nueces sin ir más allá de unos cientos de metros a la redonda, el perímetro que ceñía nuestro pequeño reino. Se entiende que tampoco pedíamos más por entonces, o en el caso de que hubiéramos sido osadas para hacer reivindicaciones habrían sido, imagino, a base de gruñidos y riñas, en los albores del lenguaje, en tiempos del homo sapiens arcaico (hace 100.00 años), y no han quedado pruebas tangibles de ese supuesto feminismo precoz.

desigualdad

Luego está nuestro rol de madres, que ellos ni a día de hoy pueden quitarnos por mucho que la ciencia avance, y lo hace a una velocidad endiablada, aunque ni cerca está de conseguir que un hombre, tal y como está diseñado su cuerpo, pueda albergar un embrión humano que llegue a feto y luego a bebé rollizo y saludable de tres kilos trescientos gramos. Hacen su parte de la siembra aportando la semilla cuales pájaros polinizadores, y ya después se olvidan de lo que han hecho, igual que nosotras si somos de las que no nos queremos bastante. Y por cierto (y haciendo un aparte sobre el tema principal), siempre me han llamado la atención las parejas —o versos sueltos que acaban de conocerse— que copulan sin protección, sin plan de vida en la cabeza ni una prudencia mínima, y se sorprenden de ir a tener un hijo. Pero vamos a ver, señoras, señores, seres pensantes todos, ¿saben ustedes cómo se hacen los niños? La raza humana tiene unas cosas absurdas (véase la definición de absurdo de la RAE para confirmarlo sin que quepa duda) que la convierte por eso en una especie incomprensible, imprudente, incontrolable, y esto del control es con diferencia lo más peligroso en la escala de peligrosidades que llevan a hombres y mujeres a comportarse como seres no-pensantes. Compartían Hobbes y Locke la premisa de Plauto de que «el hombre es un lobo para el hombre», y vigente sigue y seguirá con la libre interpretación que se le aplique mientras haya vida humana en la Tierra.

Pero yendo al tuétano de lo que he empezado diciendo, remunerar a un/a trabajador/a de manera que su trabajo sea un medio de vida suficientemente estable como para garantizarle el mantenimiento a largo plazo (sino indefinidamente) de una vida digna tendría que ser algo superado, algo establecido por ley y que se cumple escrupulosamente, unas líneas en la Constitución que pongan en su sitio las cosas —y entiéndase por vida digna un vivir en el que estén cubiertas las necesidades básicas recogidas y clasificadas en la Pirámide de Maslow, donde la seguridad de empleo y de recursos están en segundo lugar solo por encima de la necesidad de respirar, comer, descansar, tener sexo…. Sin embargo volvemos a hablar de ello como si fuera un asunto que ha surgido de repente y que hay que ver de resolverlo, para muchos sin prisa ninguna y dando largas para ver si cuela. ¿En qué momento se le ha ocurrido a alguien que dos personas que desempeñan la misma labor, sean lo que sean: abogados, empleados de limpieza, sexadores de pollos, enfermeros, modelos de pasarela, profesores, cortadores de jamón, políticos, repartidores de butano, funcionarios de prisiones, chefs con Estrella Michelín,… lo que sean… en qué momento, decía, se puede pensar que a igual trabajo e igual jornada la remuneración tiene que darse en función de que sea un hombre o una mujer quien lo realice? ¿No han servido de nada las reivindicaciones salariales y de igualdad por las que lucharon las mujeres (y también algunos hombres justos) durante siglos? ¿Hay que volver a las barricadas?

Dejando a un lado cualquier convicción política —no hay que mezclar asuntos— y haciendo solo caso a los conocimientos, a la implementación de esos conocimientos, al rendimiento, a la gestión, a la organización, a las relaciones con los demás, a la toma de decisiones, a la capacidad de síntesis, a la capacidad de sacrificio, a la productividad en la empresa, etc, etc… no creo que pueda haber alguien sensato que afirme que la diferencia salarial a favor de los hombres está justificada porque ellos trabajan mejor, o por decirlo de otro modo, que nosotras no lo hacemos igual de bien. No es ésta una cuestión de esa simpleza tan vaga. No hay más que mirar alrededor para aprender de países (socialmente más avanzados) que han superado hace tiempo y con un éxito abrumador esta diferencia ridícula, tan ridícula e injusta y retrógrada y sonrojante que nos coloca de algún modo y en este sentido particular (y no es para celebrarlo) a la par que otros países (socialmente muy atrasados) en los que el concepto «ovarios» es un distintivo peyorativo y el de «testículos» dota a quien los tiene de un don sobrenatural, países donde «derechos humanos» son dos palabras sin contenido, países en los que «igualdad» es un término que entra con cuña de lija en los programas educativos o incluso se desecha directamente por el desagüe, y en los que las mujeres, por el hecho de serlo, ven menguada su consideración, su estima, su valía, sus derechos fundamentales —como si la naturaleza femenina fuera un tercer género prescindible en la especie humana y no el que precisamente complementa al masculino, partiendo de que un hombre sin una mujer que lo para jamás habría nacido. O como hacen algunos empresarios, muchos, (y empresarias, renegando así de su condición femenina) con el uso de la paridad, que para quedar bien ante la sociedad y ante la administración tiran de números equitativos en su lista de empleados. No es de ese modo como hay que hacerlo, no, no se trata de números. Tenemos que aprender a ver en cada uno lo que vale sin fijarnos en el género. Hay que saber ver. No tiran más dos tetas que dos carretas ni hay que tener huevos para hacer según qué cosas.

A ver si se nos nota humanos de una vez, en el sentido más inteligente de la palabra.

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