El pasado día 30 de abril, a pocas horas de celebrar el Día de los Trabajadores, me enteré de que a una buena amiga la despedían de su trabajo sin mayor explicación que la de estar “desmotivada”, como si quedarse en la calle no fuera suficiente “motivación”. Fue la propia ETT –y no la empresa– la que le llamó para comunicarle que su cliente prescindía de sus servicios desde ya, al no haber superado el periodo de prueba… tres años después. Así, sin más. Ya se subcontrata hasta la patada. Avalo su historia porque fuimos compañeros y soy consciente del infierno en el que ha trabajado hasta el punto de que marcharme sin nada fue la mejor de mis opciones cuando abandoné aquel empleo. Lo de menos es que tu empresa prefiera incomprensiblemente pagar muchísimo más por ti a la ETT que dártelo en mano, sino el cambio –a todos los niveles– que supone pasar de ser uno más de la plantilla –como estaba ella al principio– a ser externalizada como un objeto, realizando las mismas funciones pero con tu salario reducido. Ella finalmente recogió sus trastos en una caja para marcharse con la cara desencajada y con la sensación de haberse sacrificado por esa empresa para nada.

Para más inri, esta compañía –una farmacéutica de vacunas– saca pecho cínicamente por estar certificada como Great Place to Work (GPTW. Excelente Lugar de Trabajo, en español), galardón que otorga una consultora internacional del mismo nombre para decir a los cuatro vientos lo fantástica que es tu empresa… previa inscripción y paso por caja, claro. La manera en cómo contrastan la información que recogen es todo un misterio porque no se entiende cómo pudieron pasar por alto los horarios interminables, los continuos despidos subjetivos, el enchufismo más descarado, las exigencias desorbitadas, el descontento general, la disponibilidad absoluta, las recolocaciones sorpresivas, las amenazas veladas, los privilegios dispares entre empleados de la misma categoría y, en general, un clima de sospecha continua que flotaba siempre en el ambiente de esa oficina como si aquello fuera la KGB en los buenos tiempos de la Guerra Fría. Todos sabíamos que tal medalla no era más que una vacua estrategia de marketing –como hacen otras multinacionales– para mejorar la imagen corporativa. De hecho, se nos presionó entonces con la importancia de conseguir la mejor puntuación a través de las encuestas. Siendo pocos empleados y usando los ordenadores de la compañía, no hizo falta ninguna indirecta más para entender lo que había que responder. Así pues, este tipo de certificaciones seguirán siendo una patraña mientras no se mejoren las garantías que concede el anonimato al contestar este tipo de preguntas. Pero, ¿a quién le interesa que sus trabajadores le digan a todo el mundo que su empresa es una puta mierda?

Este ejemplo es una de las muchas características que definen el cambio que ha experimentado nuestro mercado laboral en los últimos años. Es una realidad palmaria que durante todo este lustro de crisis, muchas empresas se han aprovechado de la situación para tomar por rehenes a sus trabajadores abusando de la amenaza del despido. Así, paralelamente, usando como excusas nuestras deudas, facturas, hipotecas, créditos, hijos o edades (tener más de 50 años se convirtió en un problema para seguir trabajando nos han convencido de la conveniencia de ser más solícitos. Sazonemos esta situación con la temporalización de los contratos, medida fomentada por el Gobierno Felipe González hace más de 20 años y, sobre todo, por la barra libre de la última reforma laboral de Mariano Rajoy y, et voilà!, obtenemos un buen suflé de trabajadores de usar y tirar. Ahora el despido y su recambio es tan sencillo como coger un yogur de la nevera, por lo que da igual el empleo que cree Rajoy: la gente seguirá siendo pobre aunque cobre.

Además, es toda una constatación de que las pésimas prácticas laborales de las empresas llevadas a cabo coyunturalmente por la crisis vinieron para quedarse. Especialmente, el uso del miedo como herramienta para incrementar la productividad, convirtiendo a los compañeros en competidores de tu mismo puesto. Cuanto menos cualificado es el oficio, más común es. Les importa un comino que esta técnica solo funcione a corto plazo, porque mientras los trabajadores se maten entre ellos, se reduce el riesgo de crear un compañerismo solidario que derive en una organización sindical. Además, se expulsa al más débil, que no sobrevive a las envidias, las mentiras, los rumores, las puñaladas y el mal rollito que se abren paso como un tornado en el puesto de trabajo.

El miedo como recurso de sumisión es una estrategia tan antigua como la lana. Pero está siendo en los últimos años cuando en el mundo laboral se está desvelando –nuevamente– como un fenómeno sin parangón, ya sea porque no tiene coste alguno para la empresa o porque es invisible, limpio, silencioso y no deja huellas. El pánico a perder tan fácilmente el empleo es el que está condenando a los trabajadores a perpetuar su precariedad, simplemente porque ya no cuentan con la compensación de los derechos, estabilidad y seguridad laboral de antaño. No hay más que ver cómo hoy muchos, a expensas de sus contratadores, han renunciado a ejercer derechos tan básicos como disfrutar libremente de sus vacaciones, faltar al trabajo por enfermedad, quedarse embarazada, intentar conciliar trabajo y hogar, o percibir las horas extras realizadas, entre otros agravios. Me atrevo a pensar incluso en el extremo de la terrible frustración de aquellas personas que aún sufriendo acoso sexual o laboral no denuncian por miedo a perder su sustento. Hemos llegado a tal punto de esquizofrenia laboral que una mera crítica constructiva, intentar disfrutar de nuestro tiempo libre con amigos y familia, o llegar tarde por culpa del transporte público se ha vuelto una osadía del trabajador que teme no estar cumpliendo con las expectativas exigidas por la empresa. Pero, ¿dónde debería estar el límite del compromiso sin fin?,¿Quién lo fija?

Hace un par de meses, un consultor de Recursos Humanos de Adecco vino a dar una charla sobre «empleabilidad y adaptabilidad al cambio» ante un aforo formado por jóvenes desempleados. Sin desmelenarse explicó que “se había vivido por encima de nuestras posibilidades” y que había que adaptarse a lo que viniera. “Y, ¿cuál es el límite para decir que sí a todo?”, le preguntaron. “El límite lo pones tú”. Muy cierto, como también es cierto que trasladar la responsabilidad al trabajador para fijar sus condiciones laborales es de una injusticia inaceptable. Esto corresponde garantizarlo al Gobierno, pero ha preferido ponerse de perfil mirando al Ibex-35. Que alguien acepte cobrar 700 euros al mes por una jornada completa solo viene a señalar quién sujeta la sartén y quién está dentro de ella. Tomar el camino de aceptar ese mísero sueldo no significa precisamente un empoderamiento del trabajador.

No quisiera terminar esta columna sobre la situación laboral de hoy en día sin hablar del nepotismo, una costumbre patria que puede ocurrir hasta en algo tan chusco como seleccionar becarios en organismos públicos. Un posible caso sería la curiosa suerte del vicesecretario general de las Nuevas Generaciones del Partido Popular navarro a quien recientemente le han nombrado becario en una famosa institución para la promoción internacional de la lengua castellana. Todo muy presunto, claro está, pero huele muy mal que habiendo obtenido la octava posición (sobre diez) para la fase de entrevistas –de acuerdo con los baremos por los méritos expuestos en el CV-, finalmente se impusiera por delante de los otros nueve finalistas. Todos, por cierto, con excelentes CV (LinkedIn dixit). De 0 a 100, como el McLaren de Fernando Alonso. Igual este joven político es un crack –¿por qué no?–, pero es interesante también conocer la coincidencia de que su futuro jefe fue diputado nacional… también del PP. El mundo es un pañuelo aunque algunos seamos siempre los mocos. Además, se sabe que este alto cargo de la institución no asistió a las entrevistas –al menos, no estuvo en la mayoría–, pero sin embargo fue él quien personalmente eligió al nuevo becario. Dedazo o no, sería deseable que aclarasen públicamente qué otras extraordinarias cualidades se pudieron constatar en el chaval que no estuvieran ya contempladas en su CV para dar tal salto. Como políticos que son, los dos, deberían explicarlo. Sería además una excelente oportunidad de transparencia la publicación de las calificaciones finales y sus motivaciones, porque reforzaría la confianza de los candidatos en este tipo de procesos que se presentan para ver recompensado el mérito, la capacidad y el esfuerzo.

En fin. Es complicado celebrar el Día del Trabajador en un país como España: cuando se tiene empleo, hay poco que celebrar, y cuando se pierde, mucho menos. Ánimo.

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