A finales de los años setenta empezó a florecer en España un subgénero televisivo de características muy definidas. Se trataba de adaptaciones para la pequeña pantalla de obras literarias (siempre españolas) de carácter más o menos referencial. El formato era el de una miniserie, es decir, una sola temporada de entre tres y trece capítulos (de aproximadamente una hora) que se emitían un día fijo de la semana en horario de máxima audiencia.
Se podría considerar que la producción que sentó las bases del formato, por decirlo así, fue La saga de los Rius, que fue emitida en 1976 por el primer canal de TVE y que fundamentó las características esenciales de las miniseries que se rodaron posteriormente, aunque es de justicia aclarar que la influencia de producciones similares rodadas anteriormente en otros países europeos marcaron claramente el estilo a seguir.
En primer lugar, los guiones se escribían directamente a partir de la novela y su desarrollo solía ser deliberadamente fiel al argumento original. Los presupuestos eran altísimos (fundamentalmente se trataba de dinero público, ya que las series se producían y se emitían a través de la televisión pública, la única que había) y el formato era casi cinematográfico; se rodaban muchas escenas en exteriores, participaba un gran número de extras y se construían, cuando era necesario, complejos decorados. También se cuidaban mucho el vestuario y la ambientación histórica.
La administración pública era generosa a la hora de proveer los fondos, ya que la intención última era otorgar a las producciones españolas un prestigio del que por aquel entonces carecían por completo y que sí tenían, por ejemplo, las italianas, las francesas o las alemanas, gestionadas también por sus respectivas televisiones públicas. Un caso aparte, por supuesto, serían las producciones británicas, que poseían ya una sólida tradición y que eran, con mucha diferencia, las más prestigiosas de Europa y las únicas que podían rivalizar (por lo general) con las estadounidenses. En España se trataba, por decirlo así, de recuperar terreno e intentar ponerse a la altura cuanto antes. Y aunque amortizar la inversión económica no era un objetivo esencial hay que tener en cuenta que existía un mercado emergente y muy interesante. Las series, si eran exitosas, podían venderse a las televisiones públicas de otros países. Una serie producida en 1971 por la RAI italiana sobre la vida de Leonardo da Vinci llegó a exportarse a más de cincuenta países, lo que abrió los ojos a mucha gente sobre el futuro comercial de la ficción televisiva en Europa. Los norteamericanos, que nos llevaban veinte años de ventaja en el uso masivo del televisor, habían convertido la exportación de ficción televisiva en un lucrativo negocio.
Hay que tener en cuenta que en aquella época ya empezaba a ser inusual que en un hogar español no hubiera, al menos, un televisor. Y la gente veía mucha, mucha televisión. De hecho, podría afirmarse que era ya el pasatiempo doméstico favorito de los españoles, lo cual es mucho decir. La aparición de la televisión en color, por supuesto, contribuyó de forma notable al fenómeno. Y sólo se podía sintonizar la televisión pública, por lo que la audiencia estaba garantizada. Tras La saga de los Rius se emiten otras producciones como Cañas y barro (1978), La barraca (1979), Fortunata y Jacinta (1980), Los gozos y las sombras (1982) o El mayorazgo de Labraz (1983), todas con bastante éxito.
El afán por dotar de prestigio a las producciones españolas basadas en nuestro notable legado literario, por cierto, también llegó al cine. Películas tan remarcables como La colmena (1982) o Los santos inocentes (1984), por citar dos de ellas, son ejemplos ilustradores.
No obstante, hubo una serie de producciones que ancajarían en los mismos parámetros, pero cuya intención no era la de recuperar y exaltar obras literarias españolas, sino personajes relevantes de nuestro pasado histórico. Los ejemplos más notables podrían ser Cervantes (1981) , Ramón y Cajal (1982) o Santa Teresa de Jesús (1984).
El primer capítulo de Cervantes se emitió en abril de 1981. La serie consta de nueve capítulos cuyos guiones fueron supervisados por Camilo José Cela. La dirigió Alfonso Ungría, un director que en aquella época era toda una promesa, y contó con un presupuesto de 140 millones de pesetas, un auténtico dineral en aquellos tiempos. Se rodó a lo largo de tres años en multitud de localizaciones históricas y participaron miles de extras. El reparto estaba compuesto por actores de mucho renombre en aquella época (otra de las características del género, por cierto).
Un Don Miguel de Cervantes anciano, enfermo, olvidado por el público y muy amargado, rememoraba su vida a petición de un joven admirador. Y desde esa perspectiva desapasionada describía, también, la España de su siglo.
La serie estaba protagonizada por Julián Mateos, un actor poco conocido por el público pero de físico poderoso y con mucha experiencia teatral, que había participado además en algún que otro Spaguetti Western. Mateos, por cierto, se retiró de la interpretación y en 1983 creó una productora cinematográfica junto a su esposa, la también actriz Maribel Martín (muy conocida por su papel protagonista en Fortunata y Jacinta). La productora, Gamesh Films, intervino en títulos tan notables como Los santos inocentes (1984, dirigida por Mario Camús) o El viaje a ninguna parte (1986) de Fernando Fernán Gómez.
Los títulos de crédito, por cierto, eran preciosos.