La brujería tardomedieval y de la Edad Moderna tuvo una serie de repercusiones sociales muy importantes. Se estableció una locura alrededor de este tema y los intentos de la Inquisición por mostrar que durante los Sabbat, por poner un ejemplo, se tenía contacto con unas fuerzas malignas contrarias a sus creencias llevó a muchos juicios y procesos en los que se intentó, de una forma u otra, demostrar que determinadas personas, especialmente mujeres, eran poseídas y realizaban actos heréticos, lascivos e impuros. Es entonces, a partir de estas fechas, cuando los filtros, ungüentos, pócimas para el vuelo nocturno, la transformación o la visión de espíritus malignos adquieren mayor relevancia. Teniendo su punto álgido con la aparición del Malleus Maleficarum (Martillo de Brujas) a finales del siglo XV y que supuso el punto álgido de la esquizofrenia colectiva en cuanto a persecución de brujería se refiere.

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Hay investigadores que, durante los siglos XVI y XVII, plantean un origen farmacológico para estos hechos, son muy pocos los procesos europeos por brujería donde conste a ciencia cierta la utilización de estos elementos, lo que supone un plus de dificultad a la hora de poder investigar en el campo de la arqueobotánica. Un ejemplo que encontramos sobre la utilización de plantas psicoactivas es en Zugarramurdi (1610) donde se descubrieron veintidós ollas y una serie de polvos y cocciones elaborados a partir de plantas, grasa, cenizas, sapos y toda una serie de elementos relacionados con el pensamiento social brujeril. Se decía que la mezcla de estos elementos servía para desplazarse por el aire y acudir a estas reuniones con el Maligno, bien a lomos de una escoba, bien a lomos de un animal, especialmente lobos.

Es necesario preguntarse los orígenes de este fenómeno, al mismo tiempo que hay que preguntarse si se trataba en realidad de una nueva práctica o era una cultura que había sobrevivido durante siglos en el ámbito rural, alejado por completo de las ciudades. ¿Existió alguna continuidad en los conocimientos del empleo y uso de determinadas plantas con propiedades psicoactivas, bien conocidas en la Antigüedad, tras la caída del Imperio Romano? Todo parece indicar que efectivamente toda esta histeria colectiva tiene su origen en el paganismo. En el siglo X aparece el Canon Episcopi donde se recoge claramente: “No puede admitirse que ciertas mujeres perversas, pervertidas y seducidas por las ilusiones y espejismos de Satán, crean y digan que se van de noche con la diosa Diana, o con Herodiana, y junto con una gran masa de mujeres, montando ciertos animales, recorriendo amplios espacios de la tierra en el silencio de la noche y obedeciendo a Diana como señora suya”. En este mismo tratado, se compara a la diosa Diana con el mismo Satanás.

El autor italiano Oronzo Giordano en su obra La religiosidad popular en la Alta Edad Media ya nos comenta la pervivencia de los ritos desde la antigüedad. Para este autor, la difusión y expansión geográfica de una religión positiva no corresponden necesariamente a su penetración y a su asimilación en las conciencias de los individuos, ni son proporcionales a las perspectivas y a los contenidos dogmáticos. Sabemos que hay culto a la naturaleza y sabemos que hay una pervivencia de ritos domésticos de difícil erradicación en torno a las plantas y a las hierbas medicinales, por lo tanto no es descartable que haya ocurrido lo mismo con los ungüentos, los venenos o el conocimiento de los efectos tóxicos de determinadas especies vegetales que veremos en la siguiente parte de este monográfico. Así, por lo que refiere a su uso, debieron de ser lo suficientemente conocidos estos ritos como para que la Iglesia interviniese en su persecución. En el siglo XII encontramos el Decreto de Graciano donde se le da también muchísima importancia al tema de la brujería o holda, tal y como Bucardo, un obispo del siglo X llamaba a las mujeres que poseían poderes naturales relacionados, en gran parte, con la medicina.

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Encontramos a mediados del siglo XVI a una figura clave a la hora de entender máscientíficamente el uso de psicoactivos y venenos dejando de lado la mitología y el oscurantismo. Se trata de Andrés de Laguna, médico al servicio del Papa Julio III, que publicó una obra llamada Pedazio Dioscórides Anarzabeo donde nos habla de ungüentos y venenos que podrían haber utilizado las brujas. Es su obra más científica. En esta obra encontramos el ejemplo de un ungüento. Laguna nos habla sobre un ungüento verde de un olor tan fuerte y pesado que mostraba signos de estar compuesto de Cicuta, Solano, Beleño y Mandrágora. Con este ungüento, el médico untó a la mujer del verdugo de la ciudad de Metz. Al parecer, la señora entró en éxtasis y cayó en un profundo sueño que duró, según el Laguna, 35 horas. Cuando se despertó, abroncó al médico diciéndole que estaba gozando de grandes placeres de la vida.

Andrés de Laguna propuso entonces que todo aquello que dicen hacer o realizar las brujas se debe a las unturas y bálsamos que se aplican, que les provocan todo tipo de sueños y fantasías en sus mentes, creyendo, firmemente, que suceden en realidad. La importancia del texto de este autor radica en ser, posiblemente, el primero que identifica claramente algunos de los componentes del citado ungüento, que, como ya hemos señalado, bien podría corresponderse con los elaborados en la Antigüedad. El miedo a la Inquisición hizo que muchos autores que se dedicaron a este tema, como J. Cardano o C. Agripa, temiendo represalias no quisieran seguir indagando en las plantas alucinógenas relacionadas con la brujería.

Por otro lado, Frank Donovan en su Historia de la brujería nos comenta que, a través del estudio de las fuentes ha podido deducir que entre las brujas había indudablemente mujeres inteligentes que, por codicia o maldad, utilizaban su saber para fines malvados, aunque la historia ha atribuido estas prácticas a todas las brujas. Sin ir más lejos, la palabra latina venefica significa envenenadora, y hay ejemplos donde encontramos brujas contratadas para hacer el mal. Las brujas conocían igualmente las propiedades de la belladona, el beleño y demás narcóticos o drogas letales, a parte de las plantas ya citadas como la mandrágora, la cicuta, o el extracto de adormidera.

Para finalizar este recorrido por las fuentes que hablan sobre las plantas usadas para fines psicoactivos o venenosos nos trasladamos a la obra de Margaret A. Murray El culto de la brujería en la Europa Occidental. En esta obra Murray nos muestra a través de un recogido de fuentes, los ingredientes del famoso ungüento volador.

1) Perejil, agua de acónito, hojas de álamo y hollín.

2) Agua de berraza, cálamo aromático, cincoenrama, sangre de murciélago, dulcamara venenosa y aceite.

3) Grasa de niño, jugo de agua de berraza, acónito, cincoenrama, dulcamara venenosa y hollín.

grasa de niño

Estas recetas demuestran que la sociedad de las brujas tenía un muy eficaz conocimiento del arte de envenenar: el acónito y la dulcamara (belladona) son dos de las tres plantas silvestres más venenosas que crecen en Europa. La tercera es la cicuta, y es muy probable que sea el “perejil” del que habla la receta del ungüento, ya que se parecen mucho. Los otros ingredientes no ejercen una acción tóxica definida, a menos que la receta no se refiera al agua de berraza, sino al agua venenosa de la cicuta. El acónito fue uno de los venenos más conocidos de la Antigüedad. En Roma, durante el Imperio, los envenenadores profesionales lo utilizaron con tanta frecuencia que se promulgó una ley según la cual su cultivo era delito capital. La belladona también era usada en tiempos clásicos, gracias a las crónicas antiguas, sabemos que 14 granos producen la muerte. No se podría decir si una de estas drogas produce la impresión, pero todo parece indicar que el acónito produce una arritmia cardiaca que en una persona adormecida provoca la conocida sensación de caída en el vacío, y es muy posible que la combinación de una droga productora de delirio, como la belladona, con otra que altera el ritmo cardíaco (acónito), dé como resultado la idea de vuelo.

Podemos afirmar que el uso de ungüentos o unturas relacionados con prácticas “mágicas y brujeriles”, y a pesar de la falta de datos aparente durante la etapa medieval, debió tener una continuidad en el conocimiento, uso y empleo manifiesto relacionado con determinadas especies vegetales de propiedades tóxicas. Esto vendría además corroborado por el apego a las tradiciones y creencias populares en torno a las mismas, desde fechas que se inician con seguridad en torno al siglo IV a.C., como es el caso de la mandrágora. Ello explicaría, por otra parte, la rápida difusión que parece alcanzar a comienzos de la Edad Moderna y fechas posteriores este tipo de plantas, especialmente, entre los botánicos de la Alta Edad Moderna, como el caso de Andrés de Laguna.

Se reafirmaría así el carácter popular de determinadas drogas naturales y corroboraría el pensamiento de algunos autores clásicos que nos han legado el empleo de este tipo de productos y cómo afectan a la mente. Siglos más tarde, sus creencias en torno a algunos relatos mitológicos o fantásticos se verían reflejados igualmente en las experiencias causadas o producidas por estas mismas plantas en etapas diferentes, especialmente en la época moderna, donde algunos científicos le encontrarían una explicación racional. El aparente “olvido” de la Edad Media estaría más en relación con la citada falta de información que con el abandono de estas prácticas por parte del pueblo.

En la siguiente entrega comentaremos cómo se ha estudiado la brujería en el ámbito de la arqueología. Mientras tanto, no comáis hierbajos silvestres y, por si acaso, cerrad las ventanas esta noche.

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Foto de portada: Aquelarre de Goya

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