Nada peor para un portero que no almacenar paradas en la retina de los aficionados. Si no eres un guardameta «que gana partidos», las iras de la hinchada pueden ponerte en el ojo del huracán cuando te vengan mal dadas. ¿O no es el arquero un temerario que le planta cara al gol, el destino último del juego más popular del planeta? Pero los malos ratos vendrán para el que ejerce de torre bajo el travesaño. Por supuesto que vendrán. Cuando esa pelota cabrona se escurra entre las manos. Cuando el balón haga un extraño al rebotar sobre un chichón del césped y esquive tu cuerpo. Cuando, en una noche de frío y lluvia, resbales en la salida de un córner. Cuando, en definitiva, las musas del balompié te saquen la lengua. Por eso, un buen cancerbero debe ser precavido y tener en la mochila una buena colección de atajadas que mostrar después de un partido aciago para escudarse ante los tomates que le lloverán desde las portadas de los periódicos. Desgraciadamente para él (y para un par de generaciones de sufridores aficionados de la selección española), la mochila de Andoni Zubizarreta (Vitoria, 1961) no iba bien repleta de intervenciones para el recuerdo. Todo lo contrario que Iker Casillas, su reverso en la profesión de evitar tantos del rival.

¿Era Zubizarreta un mal portero? Las estadísticas hablan por sí solas y lo desmienten. Zubi sigue siendo el futbolista que más partidos ha jugado en la Liga española: 622. Durante sus 17 temporadas en Primera nunca se lesionó de gravedad, solo le expulsaron dos veces y nunca perdió la confianza de los entrenadores que pasaron por el Athletic Club, FC Barcelona y Valencia mientras el vasco estuvo en las plantillas de los tres clubes. Los 625 balones que tuvo que recoger de las redes de su portería son, sin duda, el mejor aval de Zubizarreta. Aunque siempre jugó en equipos punteros, de los que disputaban el título, es muy complicado que un arquero consiga cerrar su carrera con una media de un tanto recibido por encuentro. El grandullón de Andoni –187 centímetros bien criados que culminaban en una alborotada cabellera que poco a poco fue perdiendo la batalla contra la alopecia– lo conseguía y los Clemente, Aragonés, Cruyff o Miguel Muñoz lo consideraron un indiscutible en sus alineaciones. En el ‘1’, siempre el de Aretxabaleta. Fue precisamente Muñoz quien le dio la alternativa en la selección española un 23 de enero de 1985. El verano anterior, Zubi ya había sido suplente de Arconada y subcampeón de la Eurocopa de Francia y fue precisamente una lesión del donostiarra la que le abrió la puerta de una titularidad y una capitanía irrefutables que no abandonaría hasta su retirada. 126 encuentros (y solo 99 goles encajados) que le convirtieron de largo en el español con más internacionalidades hasta que le superó Iker Casillas, que ya suma 160 partidos con la Roja. El registro de Zubizarreta fue de tal magnitud que, a día de hoy, es junto a Raúl el único español con más de 100 partidos como internacional que no pertenece a la exitosa generación de los títulos. El único, de hecho, que no ha jugado un partido profesional en el Siglo XXI.

Y, sin embargo, para buena parte de la afición estos números no fueron suficientes para descolgarle la fama de inseguro que se le atribuyó al portero vasco. Un motor diésel no puede gripar y el de Zubizarreta lo hizo en momentos muy inoportunos. Concretamente, su carrera podría resumirse vilmente en tres cantadas –la última de ellas, por su desacertada gestión con abrupta salida incluida como director deportivo del Barça– y media. El 4-0 encajado contra el Milan en la final de la Copa de Europa de 1994, la infausta noche de Nantes contra Nigeria en el Mundial’98, los fichajes de Douglas, Vermaelen o Alex Song y, como apéndice, la expulsión que sufrió un 17 de noviembre de 1993 en el Pizjuán ante Dinamarca, cuando derribó a Michael Laudrup después de regalarle el balón al fantasista danés –y en aquel momento compañero de vestuario en el Camp Nou– y puso la clasificación española para USA’94 en las manos de Cañizares y la cabeza de Fernando Hierro. Afortunadamente para Andoni, pese a su error, la suerte de su equipo fue buena y se salió adelante. En Las otras ocasiones no hubo tanta suerte.

ZUBIZARRETA/ESPECIAL "CORREO ESPA„OL"

El testamento balompédico de Zubizarreta deja algo más que pantalones ajustados, camisetas verde oscuro, botas negras como el azabache, campos embarrados, gradas de cemento y vallas que rememoran una época en la que Larios y Rives eran las ginebras del momento y un televisor Panasonic el gadget que más enjundia podía dar a un hogar ibérico. En YouTube, una compilación de vídeos recoge los mejores momentos de un meta que se imponía con facilidad en los balones aéreos, ordenaba a los zagueros que le daban la espalda con solvencia y no solía cometer errores. Pero el clip en el que Lawal le marcó el gol que ponía un 2-2 en el primer partido de España en el Mundial de Francia emerge amenazante entre los vídeos recomendados por la red social. Esa jugada debería proyectarse en cualquier cantera del mundo para que los jóvenes aspirantes a portero aprendieran que no se debe descuidar jamás el primer palo. Una pelota sin peligro se la metió en propia de un manotazo Zubi, mal colocado, para llevar a la selección al borde de un precipicio por el que se despeñó la etapa de Javier Clemente como seleccionador.

Al mismo técnico que le hizo debutar en Primera con el Athletic cuando tenía solamente 19 años y que luego le confirmó como titular con España ponía Zubizarreta en el disparadero; irónicamente después de haberlo salvado en multitud de ocasiones. Porque aunque los desmemoriados lo hayan olvidado y a las nuevas generaciones de amantes de la bola les suena a marciano, en aquella España noventera, a Clemente le gustaba jugar con defensas de cuatro y cinco efectivos… ¡con Nadal y Hierro fabricando el juego en la zona ancha! En aquella cacofonía futbolística de choque, garra y chispazos aislados del Caminero, Kiko, Alfonso o Raúl de turno lo sorprendente es que a España le solían chutar con frecuencia. Y, normalmente, Zubizarreta estaba allí. Como cuando, todavía con Muñoz en el banquillo, la Quinta del Buitre y alguno más naufragaron en Múnich contra Alemania en la Eurocopa’88 (aquel encuentro en el que Camacho se despidió de su querido equipo nacional y Matthäus asistió de tacón para que el bigote de Rudi Völler batiera al protagonista de esta historia) o cuando, ya con Clemente de comandante, secó los disparos de Gascoine, ShearerSheringham en los cuartos de la Euro’96, partido disputado en la campiña inglesa de Leeds.

Aquel encuentro en el que nuevamente Clemente alineó a cuatro defensas más Nadal y Hierro ilustra a la perfección el infortunio de Zubi en la selección. Partido perfecto, cero a cero en el marcador y para casa –en cuartos, como no– tras una tanda de penaltis donde no fue capaz de detener lanzamiento alguno. Como contra Bélgica en México’86 o como cuando se tragó una falta asesina de Stojkovic en Italia’90, el Mundial en el que Martín Vázquez podría haberse postulado a candidato al Balón de Oro si el bloque de Luis Suárez hubiese roto su maldición atávica y pudiese haber avanzado hasta las rondas finales en vez de caer ante una Yugoslavia llena de talentos que jugó en cambio a ser reservona en octavos de final. «Zubizarreta no para penaltis». «Zubi es nulo en los mano a mano». «No se tira, se cae». «Es una grandota«. Los comentarios se multiplicaban por los bares y el gran Forges le dedicó un personaje en sus viñetas de El País: Zubimaleta. El cachondeo estaba servido.

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Sin embargo, pese al cenizo que parecía acompañarle como internacional, con el Barça coleccionaba títulos de manera incontestable desde que entre Johann Cruyff y la errática política deportiva de Ramón Mendoza hicieran trizas la hegemonía ochentera del Real Madrid en el inicio de la nueva década. Si algún lunar le vieron al Dream Team ese fue el de la poca seguridad defensiva, sobre todo en su comparación con el equipazo que fabricó Pep Guardiola y que todos señalaron como la herencia superevolucionada de la criatura cruyffiana. El holandés se la jugaba y alineaba tan solo a tres defensas. El 3-4-3 era tan inamovible como los chupachups que sustituyeron a los pitillos en la boca de Johann. Como mucho, se ponía a Goikoetxea de lateral para convertirlo en un centrocampista más al lado de Amor, Eusebio o Guardiola. Toque, toque y toque para que llegaran balones a Laudrup, Stroichkov, Txiki Begiristain o Romario y la magia obrara el gol. Cruyff demostró lo que Clemente se negaba a ver: si tienes el balón más tiempo que el rival te atacarán mucho menos y, por tanto, te marcarán pocos goles. Aragonés sí que supo bajarse del burro del contraataque y adaptar a la selección las formas del Barça del momento–en este caso, de Rijkaard– al equipo de todos. La diferencia entre una apuesta y otra es clara. Las vitrinas hablan por sí solas.

Pero volviendo al Camp Nou de las Ligas ganadas entre infartos en la jornada 38 (el Tenerife y González, el portero que le detuvo el penalti, el último que lanzó en su carrera y el que aún sobrevuela en sus pesadillas, a Miroslav Djukic fueron grandes aliados), Zubizarreta ocupaba un papel opaco pero importante. Más de una vez salvó al equipo y muy pocas erró. No obstante, en esa patria injusta llamada fútbol a Zubi le tocó pagar el pato en el canto de cisne de aquel equipo inolvidable, en el petardazo más sonoro de los hombres que consiguieron cambiar el estado anímico de una afición y de toda una ciudad. En la cirugía que transformó a Barcelona de arrabalera y portuaria a olímpica y glamurosa hace casi un cuarto de siglo los bellos éxitos del Barça tuvieron mucho que ver.

Vayamos a ese pasado no tan lejano.

Aprieta el calor en esa Barcelona postolímpica. Es 18 de mayo y estamos en 1994. Los niños que recuerdan nebulosamente el gol de Koeman en Wembley se frotan las manos mientras intercambian cromos en el patio del cole aquel miércoles. Su Barça ha vuelto a la final de la Champions League. Después de eliminar al Oporto en una atípica semifinal jugada a partido único en el Camp Nou (una variante estrambótica en el formato de competición que daría para una tesis doctoral), el AC Milan de Fabio Capello. Ya no es el equipo de Arrigo Sacchi, que ha emigrado a la Nazionale. Tampoco están Rijkaard, Gullit y Van Basten, este retirado el verano anterior por culpa de sus problemas físicos a la tierna edad de 28 años. El equipo ya no machaca igual en ataque ni desconcierta de la misma forma adelantando la línea de fuera de juego, pero viene de ganarle el Scudetto a la Juve de Lippi y Baggio y, no en vano, se trata del actual subcampeón de la orejona tras perder la final de 1993 contra el Olympique de Marsella; precisamente los últimos minutos de Van Basten como delantero centro en activo.

Pero nada asusta a los catalanes. El Barça –cuatro ligas en cuatro años, la última ganada ese mismo fin de semana al SuperDépor– llega como favorito a la batalla que se librará en Atenas. Es el equipo del toque, de la fantasía, del gol, de los regates de Romario y la furia elegante y asesina de Stoichkov, los dos mejores hombres del Mundial que se jugará a la vuelta de la esquina. Detrás Koeman no da muestras de vejez, Guardiola ha cogido galones en el centro del campo, Sergi se ha destapado como uno de los mejores carrileros de España y Bakero, Amor o Nadal están en la cúspide de sus carreras. El lujo es tal que Laudrup debe quedarse fuera de la lista, como viene siendo habitual durante toda la temporada, porque la normativa solamente permite la presencia de tres extranjeros –que no extracomunitarios– en la convocatoria. Además, las bajas de Maldini y Costacurta obligan a Capello a armar una defensa desprovista de dos de sus mejores difesori.

Cruyff debe ganar su segunda Copa de Europa como entrenador y declamar bajo el Olimpo que la hegemonía de su Barça en el Viejo Mundo es casi divina.

FUSSBALL: CHAMPIONS LEAGUE 93/94, AC MAILAND

El sueño blaugrana duró lo que duran dos peces de hielo en un whisky on the rocks, parafraseando a Sabina. «Antes de viajar, en Milanello, me han dicho que no traicione las esperanzas del club. Y yo no soy un traidor». Bajo el flequillo de adolescente alocado, Dejan Savicevic hizo estas declaraciones en el avión que llevaba de vuelta a Italia al victorioso Milan. Le habían metido cuatro al Barça en la final para levantar la quinta Champions rossonera y quedarse a un solo trofeo del Real Madrid. Berlusconi estaba en éxtasis con sus muchachos: habían zarandeado al Barcelona e, involuntariamente, habían firmado la carta de despido de Andoni Zubizarreta. «Me enteré de que no seguía en el club en el autobús que nos sacaba del estadio. Me presenté en la concentración del Mundial de Estados Unidos sin equipo», contó después el portero, camino de los 33 años en aquellos días, recordando el postre de mal gusto que tuvo una noche amargada por Savicevic.

Así empezó la debacle: Rossi sirvió de puerta para que despejara Nadal. Donadoni le robó la cartera a Sergi y el yugoslavo recibió para enfilar la banda sin que nadie pudiera pararle. Quiebro a la defensa y balón perfecto para que el viejo Massaro (que había sido campeón del Mundo nada más y nada menos que en España’82 y de aquello ya había llovido) pusiera el 1-0. Era el minuto 22 y la tempestad no haría otra cosa que arreciar. El Barça, desdibujado, se aculó para que el propio Massaro hiciera el 2-0 en el descuento de la primera mitad. Hundidos se fueron al vestuario pero más se hundieron al regresar cuando, nada más empezar la segunda parte, Savicevic, ¿quién si no?, se aprovechó de una patada de kárate mal articulada por Nadal para robar la bola en la banda y clavarle una vaselina espectacular desde fuera del área a Zubizarreta, una parábola que pasará a los anales de la competición como uno de los tantos más bonitos que se han anotado, mezcla de precisión, talento y mala leche balcánica.

Es icónica la imagen del portero despejando la bola al espacio exterior –tras el gol, pero como si sirviera de puerta– para exclamar justo después un sonoro «joder» con los guantes estirados por la rabia. Era el señalado y debía servir como sacrificio para la permanencia de Cruyff en el cargo. El último tanto de Desailly solo hizo que agravar las cosas. Núñez y Gaspart ya habían colgado el cartel de culpable en la espalda de Zubi. Si gris fue la salida de Can Barça en aquella ocasión, no menos negra ha sido su marcha como director deportivo. La diferencia es evidente. En el campo dejó huella y marcó época. Tras él, solamente Valdés ha conseguido ganarse la confianza del Camp Nou durante más de dos temporadas. Zubi daba una estabilidad que se perdió entre lopeteguis, busquets, angoys, baías, dutruels, bonanos y rustus. Desde su retiro como valencianista en 1998, en Euskadi aún esperan al siguiente gran portero que alargue la tradición de Lezama, Carmelo, Araquistain, Iribar, Artola, Arkonada o Urruti. Como director deportivo, por contra, su bagaje no pasará al recuerdo del exigente entorno culé, que no ha dejado de verle como una marioneta de los tejemanejes de Sandro Rosell y su heredero en la presidencia, Josep Maria Bartomeu. Aunque ya dicen que más vale lo malo conocido que lo bueno como conocer. Como jugador ya se salvó de la decadencia suprema del Dream Team. En los despachos, en cambio, sustituirle no debe ser a priori tan difícil, aunque ya se sabe que la pelota a veces saca su mal genio para esquivar los deseos de quien ansía dominarla. Y no hace falta ser portero, como lo fue Zubi, para que las musas te saquen la lengua.

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