“Hemos cometido muchas imprudencias en Beirut”

Una ametralladora en el tejado, Tomás Alcoverro

Sentada en mitad de una céntrica calle en Beirut intento capear mis copas de gintonic. “¿Cómo hemos acabado aquí y así, especialmente?”, le pregunto a una amiga italiana.

Ella se lía un cigarro y se lo lleva a la boca, con esa arrebatadora gracia que sólo los italianos pueden tener para fumar. “I don´t know, ¡cazzo!”, suspira con un marcado acento mientras deja escapar lentamente el humo entre sus dientes. Después se sienta conmigo a contemplar la extravagante fauna humana de Beirut. Es sábado por la noche, con una botella de ginebra y un paquete de cigarros de liar. Entonces unas palabras del mítico decano del periodismo, Tomás Alcoverro, me llegan a la mente: “Vivir en Beirut es desafiarse a uno mismo”.

Y ahí estamos, con más o menos acierto, intentando sobrevivir en esta extraña ciudad. A veces rozando lo sórdido y la miseria y, otras, proyectándose en el aire con lujosos yates, coches y dinero. Sorprendentemente, mucho dinero. Y uno no sabe si dejarse llevar por una incurable pena o consagrarse a los placeres más bacanales y sibaritas.

Con un áspero ruido, se detiene enfrente de nosotras un mercedes descapotable color plata. De él descienden tres espectaculares mujeres que parecen levitar en sus tacones de 10 centímetros. “Son las hermanas Abdel Aziz, las Kardashian libanesas”, me comenta mi amiga. Maquillaje, silicona, grandes dosis de Instagram y un programa de televisión.

Este país va a acabar conmigo algún día. Tan caótico, tan intenso, tan lleno de contradicciones. Es fácil sentirse emocionalmente turbado y agotado después de una temporada aquí. Beirut es una elegía a la vida.

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Menos mal que aún siguen existiendo pequeños placeres como el falafel. Mi relación con esta falsa croqueta de garbanzos ha sido como el prólogo de la película Up: tierna al principio y arrolladora al final. Tres años hace que se inició este romance, cuando aterricé un poco desubicada y aturdida en medio de Beirut.

Y todas las noches es la misma obra de teatro. Me dirijo a un minúsculo bar escondido entre los muchos restaurantes de Gemmayzeh –Todavía sigo intentado averiguar como se llama: ¿Fouana?, ¿Fawarna?– Faddi, un espigado y espabilado hombre que regenta el lugar. Él y yo interpretamos nuestros papeles desde el minuto uno. Yo le sonrío pícaramente pensando si después de más de 52 semanas habrá logrado cumplir con su promesa de tener falafel. En la carta se puede leer en letra Time New Roman tamaño 14 que tienen este exquisito manjar, pero se trata de una gran mentira universal.

Me siento en la mesa, manteniendo la mirada en Faddi y en una exuberante vitrina de vegetales. Supongo que él está ya preparándose para la pregunta, compungido y atormentado. Y entonces iniciamos la coreografía de este baile de palabras. Faddi me entrega el menú, yo hago como que lo leo con esmero pero me sé de sobra todo lo que ofrece este tugurio. Comienzo a pedir: hummus con carne, queso Halloumi al horno… y así un recital de platos dejando para el último lugar la palaba falafel. Y observo que, conforme la lista de platos se va incrementado, la cara de Faddi comienza a constreñirse en una mueca de sufrimiento y frustración. Hago una pausa dramática y el clímax de la función ha llegado: “Y falafel, por favor”.

Y siempre la misma respuesta: “Boukra, boukra. La máquina de falafel está rota. La semana que viene la arreglan”. Boukra, esa palabra mágica que en español significa mañana pero que en libanés es algún día futuro.

Y así boukra durante 12 meses.

Y pienso: “¡Qué más da! Al fin y al cabo ha sido un buen año”. Con o sin falafel.

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