Pese a ser un virtuoso de las cuatro cuerdas, sería un error calificar a Alain Pérez simplemente como “brillante bajista”. El tipo grandullón y simpático que se dispone a charlar con Negratinta en una mesa del restaurante cubano La Colonial (situado en la calle Huertas, en el corazón jazzístico de Madrid) es un músico en el sentido más amplio de la palabra. Es decir, es músico las 24 horas al día, dando piel a una definición que también se aplica para sí mismo su amigo Javier MassóCaramelo, compañero en decenas de conciertos y jam sessions de Alain Pérez. Después de cursar estudios musicales en Guitarra clásica, eléctrica y Dirección de orquesta, Alain (Trinidad, Cuba, 1977) ha contribuido con su bajo en discos impagables como aquel Cositas buenas que volvió a meter en un estudio a Paco de Lucía después de cinco años sin material inédito del algecireño. Aquella experiencia doctoró como flamenco a este multinstrumentista que ama la fusión “que respeta a la raíz”, a un tipo que ha alucinado con el duende de Niño Josele o Diego El Cigala de forma parecida a cuando abría las orejas siendo un niño para escuchar la voz de Benny Moré cada vez que se colaba en las radios cubanas a principios de los 80. Ahora son sus propios temas los que se pueden escuchar en los escenarios. Compositor y cantante, su último trabajo acaba de salir a la venta: Hablando con Juana, un remolino de ritmos que fluyen hacia la Cuba más auténtica. Al encenderse, lo primero que recoge la grabadora es el sonido de los dedos de Alain haciendo compás sobre la mesa.

–La música siempre en la cabeza, ¿eh?

–Eso es la pasión que les comentaba. Si no te responde la gente, ella [la música] sí lo hará. Está en todas partes.

–¿Y cómo se convive con un músico?

–¿Con un músico? En mi caso, tengo la ventaja de que mi mujer es músico también, es corista y fue bailarina, nos conocimos trabajando juntos en la orquesta de su hermano Isaac Delgado. Allí nos enredamos y hasta ahora: llevamos 18 años juntos ya. A veces me cuesta trabajo concentrarme en los quehaceres diarios o en ayudar a las niñas con los deberes de la escuela, responsabilidades que hay que asumir. Pero la música está presente en cada momento y, aunque lo hago, me cuesta trabajo separarla del resto de cosas. Apartar la música es como dejar de respirar un momento, algo que resulta un poco incómodo.

–Tu padre era compositor. ¿Es imposible que tus hijas no continúen la saga musical de la familia?

–La ventaja es que las niñas tienen un sentido musical sanguíneo. Vienen de nosotros, de una familia de artistas; pero al mismo tiempo no quiero obligar a las niñas a estudiar música o someterlas al ejercicio de clases para aprender un instrumento. La mayor está en piano, pero lo está estudiando de una forma que ayude a desarrollar en ella una sensibilidad armónica, melódica y rítmica. En el fondo es una ayuda para su crecimiento espiritual: ya veremos en un año o dos si eso acaba formando parte de su modo de vida. Ella decidirá.

–¿Cuántos años tienen tus hijas?

Dariella tiene ocho y Lía tiene seis y medio.

–En el documental que el hijo de Paco de Lucía ha rodado sobre su padre (La búsqueda), el guitarrista explica que se enamoró de la música cuando se bajaba al patio de su casa siendo un niño a escuchar a su padre y sus amigos cantar y tocar hasta altas horas de la madrugada. ¿En Cuba tuviste una relación parecida con la música durante tu niñez?

–Mi historia coincide en muchas partes con aquellas experiencias de Paco. Yo nací en Trinidad y viví en el campo, en la zona central de Cuba, provincia de Sancti Spíritus. La música central es el folclore campesino. Mi abuelo cantaba guajiras simplemente con la guitarra a tres y el bongó (si había alguien que lo tuviera, que no siempre ocurría). Esa región es bien autóctona y los primeros acercamientos que tuve a la música fueron en las fiestas que mi familia montaba en el patio de casa, igual que le pasaba a Paco en Algeciras. Viví de una forma directa, alegre y sin más pretensiones que disfrutar y compartir con los demás. El hecho era vivir el momento. Eso me marcó para el resto de mi vida. En la formación académica uno aprende la teoría, el solfeo, la técnica, pero el sentimiento genuino ese que te llega a temprana edad, cuando entra en tu vida y tu le correspondes, eso te marca para siempre.

–¿Eso es el duende?

–Yo creo que sí, porque es la magia espiritual que a la hora de expresar tocando o cantando, a través de un arreglo o una composición, debe destacar. El peso emotivo tiene que mantenerse presente en cada momento, sabiendo combinarlo con el conocimiento de las materias.

–¿Cuesta mucho llevar ese sentimiento en su pureza a un escenario en el que se actúa ante cientos o miles de personas?

–Se tiene que llevar al escenario, pero sobre el escenario siempre se tienen nervios. La adrenalina es distinta cuando tocas con los amigos o con la familia. Sin embargo el objetivo es el mismo, se trata de conectar con las personas que te están escuchando y cuando eso sucede la respuesta es inmediata.

–Da igual que vayáis de frac o en camiseta.

–Depende de la música. Sabes, hay artistas que hacen su show en un contexto más comercial, de superproducción incluso. Eso influye mucho en el resultado de la actuación y en la respuesta del público. Tú sales a un escenario lleno de luces y fuegos artificiales y la gente se va a quedar flipando como dicen acá. Eso es distinto que salgan tres o cinco músicos –o salir solo, incluso– a un escenario. Cuando sales así estás ‘desnudo’ y te ves más comprometido contigo y con la música.

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–Algunos críticos suelen separar despectivamente la música clásica o culta de la popular. Sin embargo, la Orquestra Simfònica del Vallès hizo un experimento muy curioso en el centro de Sabadell. Poco a poco iban apareciendo los músicos en una plaza y se sumaban a un contrabajo que había empezado a tocar la Oda a la alegría de la Séptima Sinfonía de Beethoven. Los paseantes alucinaban con esa orquesta que había roto el protocolo de seriedad que parece envolver a la música clásica.

–El problema es que no parten del hecho de que la música clásica fue música popular en su momento. Los escenarios donde podemos tocar los músicos de hoy en día, en su momento, eran los teatros donde actuaban las orquestas sinfónicas. Ahora hay otra estructura para mostrar la música, puedes hacer un concierto donde quieras. Aunque en aquel entonces se solía interpretar para los poderosos, la clase alta (que eran los que pagaban), creo que aquello seguía siendo la música popular del momento. Para mí, la música cubana de los años 50 es música clásica. ¡Música clásica de verdad! Ha pasado el tiempo y esas composiciones, que tienen ahorita casi cien años, son nuestros clásicos. El sonido, la elegancia y calidad son elementos que influyen mucho en que algo perdure, junto a lo genuino de cada intérprete. La sabiduría, el control y la personalidad de los arreglistas también tiene mucho que ver. Es decir: sí que creo que existe música clásica y música popular; pero es que la buena música popular, la que trascienda por su calidad, acabará siendo clásica.

–La música clásica cubana ayuda a que muchos músicos de jazz vuelvan a la tierra cuando la escuchan. Es empaparse de las raíces.

–Tú puedes indagar en nuevas temáticas, materias, teorías… pero se agradece que de vez en cuando recuerden que todos somos mortales. Y eso lo consigues escuchando a los clásicos del jazz latino. Los cubanos fueron los pioneros de este concepto. Creo que hay un exceso de información en los músicos actuales y cada vez menos corazón y personalidad. [Tamborilea sobre la mesa].

–¿Cómo se le da la vuelta a ese proceso de despersonalización?

–Hay que volver atrás y rebuscar en la historia. Buscar en los ancestros y los creadores de las raíces, el color y la tradición. Ellos son el manantial. Inevitablemente, es la única forma de tener algo sólido con lo que trabajar para revestirlo. Ese corazón está ahí y se mantiene vivo y al mismo tiempo, sostiene cualquier estructura nueva a nivel de estéticas, armonías etc. La raíz es la que le dio vida a todo esto.

–Reivindicas fervientemente la tradición y, sin duda, eres un músico que vive por y para la fusión de ritmos y armonías de culturas diversas. Sin embargo, los que se catalogan como puristas llevan décadas quejándose de ese mestizaje entre músicas. Ya a Paco de Lucía muchos flamencos le consideraron un traidor cuando empezó a fusionar su raíz con las músicas que iba descubriendo por el mundo.

–Tenemos que aprender a vivir con esos señores. Ellos se sienten en la obligación de proteger su flor, su raíz, su manantial. Tú cambias un pedazo de ella y eso es como sacrilegio a la esencia a la palabra. ¡A sus ojos, claro!.

–¿Cómo definirías a un purista?

–Para mí, es una persona conectada a la tierra, a la naturaleza. Al mismo tiempo, tiene un mundo espiritual y sentimental profundo.

–¿En el son cubano hay tanto purista como en el flamenco?

–Lo hubo y debe de haberlo.

–Han ido desapareciendo.

–Ahora mismo no estoy actualizado del todo y no puedo hablar de los valores nuevos que hayan podido surgir en la isla en estos últimos años, pero creo que cada vez hay menos gente que conserve este principio. Para mí, el son, que aunque para algunos parezca ligero por su tempo, su cadencia bailable, las historias que cuentan los textos, crónicas sociales contadas con la jocosidad del carácter cubano… A pesar de eso, el son siempre se cantó con elegancia y sentimiento. Como el bolero. O un cha-cha-cha [canta]: “Voy por la vereda tropical, la noche plena de quietud…” Eso tiene una lírica y un alcance poético que se tiene que corresponder con la manera de decirlo. Las sociedades van cambiando con el tiempo. Es cuestión de temperatura: antes las personas tenían menos y sentían más. Igual ahora somos unos malcriados y nos olvidamos a veces de lo más importante: las cosas naturales y sencillas de la vida. Hablar con un amigo, dar las gracias, tomar agua y café… El mundo es como es, así que hay que ir buscando la manera de esquivar esta vida codificada en un mundo táctil y virtual.

Hablando de Cuba con Eme Alfonso, ella nos dijo que los músicos que nacisteis después de la Revolución en Cuba habíais podido disfrutar de una educación exquisita, pero que después debíais salir de la isla porque allí se tocaba techo rápidamente debido al régimen castrista. ¿También sentiste la necesidad de tenerte que marchar?

–En Cuba unos más que otros hemos sufrido la censura y control en las diferentes vertientes del arte y mas allá, se trata de la libertad de expresión. Ahí siempre hubo una pared para los creadores. Sin embargo, en mi caso no salí de la isla por eso. Estudié guitarra clásica y me gradué en la Escuela Nacional de Arte, pero empecé a los nueve años cantando en un grupo que se llamaba Cielito Lindo, en Cienfuegos. Bueno, realmente antes había empezado en el patio de mi casa, cantando con mi familia punto guajiro, son y guaracha. Empecé en la calle; el mundo académico y técnico, al cual agradeces mucho, vino después, pero si me pones en una balanza calle y escuela, me quedo con la primera. Como músico, en mí hay más calle que escuela. En la calle está el sentimiento. Hay muchos maestros que se confunden cuando te obligan a tocar la música de una forma fría y matemática, haciendo que el alumno se rija solamente por la partitura. Se crea una monotonía musical, como si hubiese que cumplir con leyes. Hay otros maestros de música clásica que conocen bien la historia, van más allá y rebuscan en la raíz. Esos son los que luego tocan a ChopinDebussy o Beethoven con otro alcance espiritual. Te das cuenta de eso rápido.

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–Es verdad; hay profesores de piano que te dicen “cíñete a la partitura y no te salgas de ahí” y luego otros te animan a que lleves una partitura clásica a una guajira. Pepe Rivero está llevando al ritmo del bolero composiciones de Chopin.

–No hay límites si las cosas se hacen con gusto y pasión.

–¿Y limita a la música cubana de alguna manera el estar tan cerca de una superpotencia en la producción musical como Estados Unidos?

–El músico cubano a veces peca de estar en el pueblo y no ver las casas. Tener a los Estados Unidos tan cerca ha supuesto una influencia muy fuerte, hablando musicalmente, del jazz. Desde los inicios del jazz siempre hubo conexión con la música cubana. Sin embargo, en aquel entonces esa fusión se llevaba de otra manera. Lo cubano imperaba sobre el jazz. Es decir, el color jazzístico era un aporte… pero mis raíces iban primero. Venimos hablando de lo mismo hace rato. La nueva generación de músicos cubanos –entre los que me incluyo– buscamos esencialmente el jazz. El jazz nos inunda la mente, ¡pero si nosotros tenemos en la isla una cantidad de música que debemos aprender y no valoramos como tal! Con respecto a la pregunta que me hicisteis antes, sí que es cierto que tienes que salir de Cuba en busca de nuevas experiencias. ¿Por qué? Por simple falta de información. Ahora han cambiado las cosas, pero piensa que hace diez años nadie tenía acceso a internet. No había medios para saber qué pasaba fuera porque lo que te ponían en la televisión y en las radios estaba controlado por el Estado. Si tú llevas una canción que diga dos o tres cosas un poco salidas del renglón, te quedas en el campo. Salir de Cuba te libera de todas esas trabas, pero, por otro lado, hay que regresar a Cuba… ¡Es lo que hay!

–Es un doble juego.

–Sí. Hay gente que se va de Cuba y se olvida de la cultura que han dejado atrás. Hablando de música, lo que hacen no me sabe a nada. Ni a americano ni a flamenco ni a cubano. Yo mi acento no lo pierdo y lo que me dio la vida, mi tierra, tampoco. Me alimento de la respuesta de las personas de mi entorno. Somos energía: por eso el flamenco me ayudó y me llenó de vida. Me dio otra forma de vivir, vi un camino ahí que era todo un mundo nuevo para mí. Dije: “Aquí me quedo”, pero al mismo tiempo dentro del flamenco yo no he dejado de ser cubano. A Paco le gustó por eso. Y a Enrique [Morente], también. Y al otro y al otro… En algún momento Paco me dijo que debía tocar “así o asá” y yo le respondí: “Maestro, yo soy cubano”. Creo que por eso llegamos a ser grandes amigos.

–Empiezas a tocar con Paco de Lucía cuando él disuelve el sexteto con el que ha estado dos décadas girando por todo el planeta. La responsabilidad era grande y tú eras un músico de 26 ó 27 años en aquel momento.

–A mí me llamó primero para grabar la rumba Casa Bernardo para el disco Cositas buenas (2003). Fui con el Piraña al estudio. Con Paco no había tratado casi. Solo le había saludado en un concierto en Marbella con Enrique Morente; recuerdo que era el espectáculo África-Cuba-Caí. Paco estaba en el público y fue la primera vez que nos vimos. En el camerino nos presentaron, pero él ya sabía que había un muchacho cubano que tocaba el bajo con ritmo diferente.. [ríe]. En el estudio de [Javier] Limón fue muy amable –muy chévere, como era él–; nos puso la maqueta del tema que íbamos a grabar y nos dijo: “¿Qué sugieren? ¿Qué le pondrían?” ¡Fíjate que compromiso! “¿Qué creen que se puede hacer?” Era un momento difícil porque él nos estaba poniendo a prueba; si hablas más de la cuenta quizás lo echas a perder todo, pero si te quedas callado también está mal porque demuestras que no tienes criterio. Él está contando con alguien que se supone que va a compartir con él una idea madura y que van a concretar y resolver lo que están buscando: la canción. “Maestro, a mí me gusta mucho –le dije–; con eso se puede tocar de esta manera. Si usted quiere podemos crear un tumbao…” Él quería escuchar qué teníamos dentro de la cabeza y fíjate que a mí hablar de música siempre me ha costado mucho trabajo. Prefiero hacerla.

Entonces, en el estudio surgió una química, ¡así, chico! [chasquea los dedos] Fue una chispa entre nosotros y encontramos una energía común que se mantuvo todo el tiempo que estuvimos grabando. Un día entero. Él estaba contento, decía que le gustaba esto y aquello…

–¿Pasa el tiempo de manera diferente cuando se está grabando en el estudio?

–Depende de cómo vayan las cosas. Si están saliendo bien, pasa más rápido [ríe]. Si no funciona, si te trabas, si te equivocas mucho parece que te está pasando el mundo por encima. Ese mismo día Paco terminó dándome la guitarra, ¡a mí!, para que le tocara ideas dentro de las rumbas. Nunca se me hubiese ocurrido que el primer día me hubiera dicho Paco de Lucía: “Tócame cosas”. Le grabé algunas ideas. Él lo que quería ver era mi lenguaje melódico, comprobar las influencias que tenía del son. Cuando pasó la grabación quedó muy contento y se creó el run run de que nos iba a llamar para la banda. La iba a cambiar y se decía que estaba pensando en nosotros, en el Piraña y en mí. Cuando me llamó, me dijo: “¡Alain, ya eres flamenco!” ¡Imagínate tú! Llevaba estudiando hace rato para tocar flamenco y te acoge Paco de Lucía. Nunca pensé que podría llegar a tocar con él.

–Entraste como un niño.

–¡Eso! Fui allí con inocencia y me dejé guiar por el impulso de ese sonido. Me atrapó y me dejé llevar. De la noche a la mañana estaba ensayando en su casa de Toledo. Íbamos a tocar y no paraba de preguntarme cosas de la música cubana. No paraba de hablar de que “el son tiene una cadencia que se toca como para atrás en el tiempo y de que el acento de los cubanos es especial”. “¡Maestro, vamos a tocar por bulerías de una vez que estoy perdido. El que tiene que aprender soy yo”, le contestaba. Fue lindísimo. Paco tuvo un detalle en lo personal que guardo con mucho amor y respeto. En la primera gira que hicimos yo aún tenía el pasaporte cubano e íbamos para Estados Unidos. Recientemente habían atentado contra las Torres Gemelas y en aquella época entrar en el país para los cubanos era un suplicio. Estábamos en la lista negra de los terroristas. Así fue: no me dieron la Visa para entrar y los empresarios le dijeron a Paco que se buscara a otro bajista. Él contestó que si no iba yo no tocaba. Imaginad, yo iba apurado porque pensaba que por ese trance aquel hombre iba a perder dinero. Llamaron a varios bajistas y no hubo manera de convencer a Paco. Una semana antes de ir para allá, Paco decidió cambiar el orden de la gira. En vez de entrar por Estados Unidos íbamos a ir a Canadá y adelantar los conciertos que teníamos allí. En Canadá pudimos resolver el problema. Fue algo que no olvidaré y que habla de su honestidad personal y profesional.

–¿Paco de Lucía era más curioso o cariñoso?

–Creo que era más curioso. Era súper observador. Te hacía un escáner visual cada vez que se fijaba en ti. Su mirada era profunda e impactaba desde el escenario. Tenías que devolverle esa mirada porque si no te venías abajo. [Vuelve a repiquetear con los dedos sobre la mesa].

–Si Paco o Enrique Morente hubiesen sido cubanos, ¿habrían tenido un estatus más alto a nivel social?

–Diría que sí. En Cuba, los artistas están a la altura de los filósofos o los ingenieros. Son lo más para la sociedad. Chucho Valdés es como un dios. Paco aquí lo era y lo sigue siendo, pero no igual. Al personaje que destaca en el arte se le ve más ligero en España.

–¿Restándole mérito?

–Sí. La mayoría de las personas se quedaron en aquello de Entre dos aguas. Ese es el referente que ha tomado la sociedad de Paco. Anda que no me han dicho taxistas que ponían esa rumba en el coche. ¡Pero si era increíble lo que hacía ese hombre con la guitarra! Es fantástico que una de sus canciones haya pasado al imaginario popular, pero es que Paco de Lucía fue muchísimo más. La sensibilidad por la cultura que tiene la gente en Cuba se nota luego en la valoración a los artistas y en la forma más intensa y directa de vivir la música. Allí cualquier cosa lleva música, desde tomarse un trago en casa con los amigos a lavar la ropa en el patio de tu casa. En ese sentido nos parecemos un poco a Andalucía, el clima caluroso influye. Ojo, no todos los países de Latinoamérica son iguales. Cuba es especial, que sea una isla influye decisivamente en esa singularidad musical.

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–Cuba es además un laboratorio del mestizaje.

–Esa fusión racial es también muy especial. Somos una mezcla potente de españoles y africanos, aunque también pasaron por allí muchas más culturas.

–¿Tu árbol genealógico hacia donde tira?

–Seré español, pero yo tengo un negro por dentro [ríe]. José Mendoza me decía que tenía un “negro bien viejo” dentro del cuerpo. Mi pueblo fue un ingenio [un asentamiento] de esclavos que trabajaban con la caña de azúcar. Ese lugar tiene mucha historia, igual que Trinidad, que queda cerca, y que en su momento fue la segunda ciudad fundada por los españoles en Cuba. Había mucha energía negra en toda esa región y algo de eso se me ha pegado.

–Después de haber viajado y estudiado tanto sobre músicas de lugares tan diversos parece imposible ser racista.

–En mi caso no puedo ser racista. Por una parte, protejo mi esencia; pero, al mismo tiempo, soy dado y estoy abierto a recibir energías nuevas. Eso me mantiene en constante evolución. Ahora escucho música árabe o hindú y me conecto con ellas de una forma increíble. Fui a ver a los Rolling Stones al Vicente Calderón y la energía del momento era tan grande que se me olvidó todo. ¡Se me olvidó la clave, se me olvidó Cuba! ¡Todo! Estaba tan dentro del concierto que me creé un personaje. Yo era un rockero más. La música es poderosa y cuando es de verdad, olvídate. Si estás dispuesto a recibirla, te eleva, te transforma y te cambia. Después del concierto de los Stones volví al malecón de La Habana [ríe].

–¿Alguna vez te has planteado viajar por Oriente Medio o la India y colaborar con músicos como Trilok Gurtu? Debe ser increíble buscar la manera de meterte en un compás de 36 por 7.

–Me encantaría. Piraña estuvo tocando con la hija de Ravi Shankar [Anoushka]. Volvemos a lo de antes: eso es tan profundo que es un tiro al corazón. Con esa raíz cualquier india que te toque algo así te enamora. Cuanto más conocimiento tengas del mundo, más lenguaje e imágenes vas a tener para poder desarrollar tu arte. No es lo mismo estudiarlo en los libros, que vivirlo. En los años que llevo en España he tenido el privilegio de vivir el flamenco. En ese estilo yo soy un niño, no tengo más de diez años como flamenco, pero soy un niño que toca con el corazón. El flamenco me confirmó algo muy serio: hay que ser de verdad. En el jazz (y otras músicas con un aire más intelectual) hay mucho papel.

–Mucha pose.

–Sí. Y mucha cara, mucho espejismo. El flamenco me confirmó algo que barruntaba yo desde niño pero de lo cual en Cuba no se suele hablar. Y hablamos de dos folclores. Recordad que vengo del campo, de un lugar impregnado por la cultura yoruba, de un lugar muy puro. Esos recuerdos me dieron muchas tablas para convivir con los flamencos y entenderlos muy profundamente. Eso sí: entre lo puro y lo intelectual se puede buscar el punto medio. La escuela también es muy importante. No entiendo, por ejemplo, que haya puristas que no quieran aprender a leer una partitura. Todo es compatible. Si lo llevas bien, es positivo. Todo suma.

–Lo primordial para que esas dos maneras de ver la música vayan de la mano es el respeto mutuo.

–Respeto es la palabra. Respeto a ti mismo y respeto a los demás. Para mí sí es una preocupación, sinceramente, la generación que me sucede. Siempre sale gente con cabeza, pero en el sentido general, hablando de música cubana, se perdió la conexión con el pasado y con el folclore de nuestra tierra. Yo soy heredero del sonido nuevo, de la timba. Soy parte de esa evolución y he aportado a varias cosas a esa forma de entender la música, sobre todo cuando trabajé con Isaac Delgado. Antes ya tenía mi grupo y, después, formé parte del Team Cuba, donde se juntaron los mejores músicos que tenía la isla en aquel momento. Hicimos una gira por Europa donde más mostramos la música más innovadora que se estaba haciendo en nuestro país en aquel momento [Nota del redactor: Después de aquella gira, realizada en 1998, Alain se estableció en España]. Vamos, lo que para el mundo comercial sería “la salsa”. ¡Y nosotros estábamos haciendo timba! Estoy a favor, decía, de esas apuestas arriesgadas de los jóvenes, pero creo que al mismo tiempo se perdieron conceptos de raíz. Y respeto a los géneros grandes y las formas sólida a la música cubana de los años 50.

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–¿En esa desconexión qué papel han jugado estos aparatos [se señala el móvil con el que se graba la entrevista] que nos tienen todo el día conectados a una red?

–En el caso de Cuba no jugaron un gran papel. Recuerda que nosotros venimos con atraso en el tema electrónico por las restricciones que sufre la isla.

–Pero ahora sí que se empiezan a ver dispositivos electrónicos entre la gente joven.

–Ahora hay, pero la desconexión viene desde mucho antes. Por lo menos, desde hace 15 ó 20 años. Si tu respetas a tu padre y a tu abuelo, ¿cómo no vas a respetar a una música que tiene más de 60 años?

–¿No es paradójico ese olvido de los tiempos del Tropicana cuando en los últimos 15 años hemos vivido el auge comercial de músicos como Bebo Valdés? 

–Sí, pero tened en cuenta que Bebo seguía censurado en Cuba. Allí, él no era importante.

–Pues entre él y otras formaciones como Buenavista Social Club han convertido a la música cubana en un fenómeno comercial.

–Sí, pero su repercusión ha sido mayor fuera que dentro de la isla. No me gusta hablar de política. Pero es que la política influye en estas historias. Las leyes –y quien las pone– acaban marcando tu vida. Aquella expresión cultural de los años 50 la quisieron borrar con el triunfo de la revolución en el 59. Aquello era parte de otro sistema, del capitalismo y la corrupción. Ojo, todo lo que se hablaba de la Cuba de la dictadura era verdad, pero la música es la música, chico. Es cierto que estaba vinculada a un mundo nocturno de casinos, fiestas y el ocio nocturno de mujeres contentas, pero al final la música es pura.

–Fue un tropezón gordo de la Revolución porque con la excusa de cargarse la Cuba del Tropicana se llevaron por delante a un montón de grandes músicos.

–Eso luego lo compensaron haciendo un montón de escuelas de música. Eso está muy bien, pero es que te han borrado una parte importante de tu historia. Eso ha influido mucho en esa desconexión de la que hemos hablado.

–Andrés Calamaro tiene un verso en el que dice que acusar de maldad a una canción es una temeridad.

–Exacto. El problema es el temor que conlleva aceptar que la vida tiene grises. Es verdad que Cuba tenía cosas muy malas antes de la Revolución, pero también es cierto que otras cosas tenían brillo. Como la música; que en los años 50 era de lo mejor que estaba pasando en toda Latinoamérica.

–Has tocado con Chucho, Celia Cruz, Morente, Paco de Lucía… ¿Con qué músico o cantante de otras generaciones te hubiese gustado tocar?

–Me hubiera gustado tocar con el Benny, el gran Benny Moré. Y con Arsenio Rodríguez. Me hubiera gustado haber conocido a Chano PozoBola de Nieve, toda esa gente.

–¿A Dizzie Gillespie?

–A Dizzie también, claro. Pero bueno, yo barro para casa. Al final, me ocurre una cosa curiosa espiritualmente con aquella música cubana de mediados de siglo. No es producto de estar en España y lejos de Cuba, allí me pasaba lo mismo cada vez que escuchaba a Benny Moré y eso que se le ponía poco, como a los otros artistas que os estoy mencionando. Se les mostraba como la cara del pasado, como si fueran gente de Batista, pero cuando los veía en la tele, por poco que fuera, sentía una conexión especial. A veces hasta me erizaba. Pensaba: “¡Qué raro! ¿Por qué me pasará?” Luego mi padre me hablaba de ellos y lo comprendía. Mi padre [Gradelio Pérez] ha jugado un papel esencial en mi formación.

–Algo muy parecido nos explicó Eme Alfonso: en su casa sonaban los vinilos de Bebo o Cachao. Ahí es donde se conserva toda esa tradición a la que aludías.

–¡Sí! La diferencia es que yo no tenía ni vinilos ni tocadiscos cuando era pequeño. En el campo donde yo nací no existían estos aparatos. Fíjate; en mi casa no había ni televisor. Iba a casa de mi abuela a ver la tele. Solo podía escuchar la radio. Eso no fue un handicap. Al revés. Me permitió poder escuchar a los guajiros cantando el punto y descubrir que aquello era música. Así me puso a cantar y a bailar. Mi primo Rewar me enseñó a tocar los primeros acordes. En las parrandas que se organizaban empecé a tocar con ocho años. Tocaba horas junto a los campesinos que venían a tocar y cantar. Ese recuerdo me cuida todavía porque está en mi corazón. Curiosamente, si soy un músico profesional es gracias a eso. Con nueve años me vieron tocar en una de esas fiestas y me propusieron ir a estudiar en una academia de Cienfuegos. Desde entonces que no vivo con mis padres. Decidí marcharme solo a otra ciudad y ellos me apoyaron. Era solo un niño, pero sabía que mi vida era la música.

Fotografía: María Medina Pons

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