Yo miraba los chalecos salvavidas con nostalgia, sujetos a los lados y difíciles de coger con tal ajetreo; aquello tenía mala pinta. La tormenta era de espuma y olas. La barca se balanceaba de un lado a otro queriendo perder el equilibrio: nosotros con ella, siete amigos, preguntándonos en qué momento habría que asumir el naufragio. Más agua a bocajarro. El océano a desquite. Las islas de Ko Phi Phi y Maya Bay separadas por tan poco y sacudidas como rara vez, a merced del mar de Andamán, brazo del Índico. Y allí ese trozo de madera con motor oxidado. Nadie alrededor. Tan lejos del mundo, de casa. El hombre que tripulaba, capitán pirata, de pie, sonriendo. ¡Ola!, gritábamos, sacudidos por las crestas onduladas. Y algún: “chavales, nos vamos a pique” se llegó a escuchar. Seríamos el aperitivo de los tiburones. Pero, ¿cómo habíamos llegado hasta allí?

Escribo de este viaje dos meses después. Y es que sobre los mejores viajes es difícil escribir. Incluso aviso por casa que me voy a poner a ello: “Familia, voy a escribir una crónica del viaje a Tailandia”, digo, como esperando oír aplausos. Se lo digo también a mis amigos, aguardando algunos consejos, tratando de calibrar qué contar y qué no. Hay muchas cosas que no se pueden contar: como que a mi hermano gemelo le dio un masaje con aceite un ladyboy. Camino de un lado a otro como un filósofo, remangándome la camisa, ajustándome el pantalón. Miro las fotos de aquellos días, y me froto los ojos cansados. No sé bien cómo empezar. Me tumbo en el sofá, y me como unos cuantos cacahuetes que voy lanzando al aire con el pulgar, antes de ponerme a escribir.

Recuerdo que hace poco quedé con una chica, y me dijo que ansiaba leer algo sobre semejante viaje, y me preguntó algunas cosas, por ejemplo: si fuimos allí únicamente de turismo sexual; mientras, yo apuraba la cerveza y carraspeaba, torciendo el gesto. El primer avión tardó dos horas en llegar a Berlín. «No me convence a mí Berlín», dijo un amigo ya desde el aire. Vimos morir un atardecer corriendo a través de su aeropuerto, persiguiendo otro vuelo, persiguiendo aquel viaje.

Seis horas hasta Abu Dhabi. Películas, comidas, tratar de dormir algo. Recuerdo que uno de nosotros llevaba dormidinas; nadie le controló, pero pudo tomarse una o bien toda la caja de golpe: caería inconsciente a los pocos minutos de coger el último vuelo hasta Bangkok. El aeropuerto de Abu Dhabi era como la misma ciudad del desierto, opulento y contradictorio. Desayunamos en un Mcdonals y nos tumbamos a dormir en los sofás más próximos a nuestra puerta de embarque. Cuando abrimos los ojos, aquello se había llenado de gente, sobre todo de los jeques y sus mujeres. Unos niños jugaban a nuestro alrededor. Tratamos de agarrar a varios de ellos y hacernos un par de fotos (que eso luego queda muy bien en las redes sociales, pensamos) como si estuviéramos de voluntariado.

Y tras más de 28 horas entre vuelos y escalas, llegamos desde Madrid hasta la capital de Tailandia. A Bangkok llegamos de noche, que es como habría que llegar a todas partes. En cierto modo, para nosotros casi siempre sería de noche en Bangkok. Tardamos largo rato en salir del enorme aeropuerto y más en negociar con los taxistas. Farfullábamos inglés de mala manera; mis amigos bien, los taxistas peor, yo tan mal que hasta debí decir algo en italiano. Por fin, el vehículo rosa circulaba deprisa, y las enormes vallas publicitarias se iban evaporando. Los rascacielos al fondo: las luces de la ciudad como algo acogedor. Mi libro para esos veintiún días de viaje era Permiso para vivir, de Alfredo Bryce Echenique. Me gustó tanto que ahora está, ante el desconsuelo de mi padre, un poco destartalado en la estantería de casa, con heridas por todas partes, de los ferrys, de las playas, de las motos, de las chicas, de las comidas y bebidas, de las noches, del calor y la humedad, de las picaduras de mosquito.

Después de cenar entre gatos negros y andar un poco por el barrio, nos fuimos a Patpong a la una de la madrugada. Supongo que fue por la emoción del primer día, pero se nos desmadró tanto la cosa que hubo un momento en el que un hombre se llevaba mi tarjeta de crédito de un local mientras brindábamos mirando a las bailarinas. Nos daban continuos recibos de 600 bahts, y no teníamos ni idea de cómo funcionaba el cambio, y pagábamos lo que fuera, que de pronto me vi invitando a una puta a una cerveza mientras mis amigos me decían que aquello era un señor con los pechos operados. Y así, nos desbordó la madrugada. A las cinco nos dormimos y a las siete de la mañana ya estábamos todos en pie. Ni el alcohol había podido con el jet lag. Miramos los extractos de las tarjetas, se nos había ido tanto de las manos que tuvimos que replantearnos muchas cosas de aquel viaje.

Fuimos en tuk tuk al mercadillo de Chatuchak. El tráfico era denso y pesado. Las nubes en el cielo, tan lisas, parecían hechas de seda blanca. Comimos por un euro y medio, pollo con arroz, y nos compramos riñoneras, fundamentales en el viaje. Al volver al hostel, a un amigo le habían robado 200 euros de la maleta.

Dormimos la siesta (ocho horas de siesta. Lo cierto es que somos un grupo de amigos que puede alardear de siestas históricas, mejores y más largas incluso). Yo cada vez que abría un poco los ojos leía un rato a Bryce Echenique: “Escéptico sin ambiciones (y por lo tanto sospechoso de pertenecer a la única especie inocente que queda sobre la tierra), mi vida ha estado siempre condicionada por mis afectos privados, jamás por tendencia mesiánica alguna”. Cenamos en un chiringuito a pie de calle, llevado por un tipo encantador y su familia, donde la cerveza era más o menos barata (qué cara se ha vuelto la cerveza en Tailandia desde la última vez que estuve). Al rato, apareció Jordi, un simpático chaval de Girona que se alojaba en nuestro hostal y había ido a recorrer Tailandia en solitario. Le habían robado el poco dinero que llevaba en la mochila, nos contó (suerte que había dejado el resto en la habitación), al entrar en un pingpong show para tomarse una cerveza y ver a mujeres abiertas de piernas lanzar pelotas con sus vaginas. Le habían robado las propias chicas del espectáculo. Se sentó con nosotros, nos conocimos bien, era un gran tipo, echamos unas risas y le convencimos para que se nos sumara a salir de fiesta. Queríamos ver amanecer en Bangkok. Le pedimos a un taxista que nos llevara a la mejor discoteca de la ciudad, y acabamos en un garito grande y oscuro lleno de luces aleatorias y mujeres que te pedían dinero casi hasta por hablar con ellas. El jet lag nos había pegado tan fuerte que dormíamos por las tardes, a horas interrumpidas, y pasábamos las noches y mañanas en vela. Así, uno de los mejores consuelos era ir a darnos masajes por Silom Road. Masajes por muy poco dinero. En manos de muchachas tailandesas que nos llamaban a gritos desde las tiendas cada vez que pasábamos por delante, esquivando las enormes ratas que saltaban de las aceras a las alcantarillas.

Un mediodía en Bangkok, arrastrados por nuestro amigo más turista, fuimos a la zona de Kao Shan Road, a ver la famosa calle de los mochileros y los templos de alrededor, donde unos monjes budistas casi le zurran a uno de nosotros por hacerse una foto con ellos detrás. Fuimos por el río, en uno de esos barcos que hacen de autobús acuático, destartalado y lleno hasta arriba, por 20 bahts (ni un euro). Y de pronto, vimos que íbamos en dirección contraria. Pero uno en Tailandia no tiene prisa. Tarde o temprano el bote daría la vuelta y subiría el río, y se iría vaciando de gente. El Chao Phraya es un río sucio, demasiado sucio, cobijado tanto bien por grandes y lujosos edificios (en su mayoría hoteles) como por rincones deplorables: demasiado pobres; el Chao Phraya refleja el alma de Bangkok. Y, como la ciudad que custodia, huele mal.

La tarde siguiente, teníamos vuelo a Surat Thani. En busca de las islas del sur. El avión aterrizó junto a un pequeño edificio, con algunas palmeras cerca y frondosa vegetación alrededor. “Esto ni parece un aeropuerto”, dijo un amigo. La humedad era allí más acusada. Un taxi nos llevó entre la noche selvática, a los cinco y las maletas, hasta un puerto humilde, alumbrado por la luna, que me recordaba a una vieja estación de ferrocarril del Oeste, con el pueblecito al lado, algunos restaurantes y dos barcos esperando a zarpar. El nuestro, era una suerte de barca de madera grande, muy sucia, con los laterales abiertos y algunas colchonetas finas y manchadas en el suelo para que la gente durmiera. “Parece una patera”, dijo alguien. “Esto no es un ferry, yo no paso aquí la noche”, dijo otro. Al verlo, yo sopesé con cierta aprensión el poder marearme. Sería el peor ferry que cogeríamos en todo el viaje, pero sin duda el mejor viaje en ferry, el más agradable. Pagamos los 300 bahts que costaba (menos de diez euros), y nos fuimos a cenar cerca, a la terraza de un restaurante italiano, unos macarrones carbonara con unas cervezas Chang. Los olores de aquel puerto se difuminaban con el cruce de viajeros y locales, con el zumbar de los mosquitos, el jadear de algunos perros sin dueño y la proximidad del mar.

Cuando embarcamos, a las once de la noche, buscamos sitio entre algunas familias tailandesas, unas mujeres con velo, dos jóvenes mochileros franceses, una pareja de ingleses (uno de ellos tan borracho que parecía ir a vomitarme encima en cualquier momento) y un monje budista, rapado y con esa túnica suya tan característica. Esparcimos nuestras toallas por encima de las colchas para tumbarnos y usamos las maletas como almohada. El barco empezó a moverse, y las grandes ventanas sin cristal te permitían sentarte y ver el mar o las estrellas. Enseguida nos quedamos dormidos, mecidos por las olas, el agua oscura, con Surat Thani alejándose en la noche de Tailandia. Mar y solo mar. Cuando despertamos, estaba amaneciendo. Koh Samui, allí desnuda, tumbada de perfil, con sus bellas curvas.

Mientras desayunábamos perdidos en un puesto de carretera pollo con guindillas o anacardos con arroz y nos echábamos la bebida casi por encima para paliar el picante, unas chicas le dijeron a un amigo, que se acercó a flirtearlas a las ocho de la mañana (porque cualquiera se despista y ya no sabe ni a qué horas se puede ligar) que andábamos en el lugar correcto. Y pronto apareció en su scooter un tipo inglés de mediana edad: el dueño de la casa que habíamos alquilado. Era una casa en lo alto de una colina, al final de una larga cuesta y de muchísimas escaleras que daban a una delgada terraza, con vistas increíbles al mar y al resto de la isla.

La primera noche fuimos a un garito en la playa, a beber junto a unos espectáculos de fuego y tratar de enredarnos con algunas inglesas. En la discoteca, un amigo, casi sin darse cuenta, se gastó 1000 bahts (30 euros) en invitarnos a unos chupitos con red bull. De la segunda discoteca nos lo tuvimos que llevar para que se descolgara de una señora tailandesa con cara de hombre a la que trataba de cortejar invitando a copas. Por la mañana, entraba por la puerta de casa el sexto amigo, recién llegado, maletas en mano y muy contento. Claro, sin dar crédito al encontrarse el váter agrietado y un chorro de agua saliendo a presión, el baño inundándose por momentos, y dos jovencitas de la zona tatuadas deambulando en toalla por las habitaciones y el salón.

Al día siguiente recorrimos la isla entera con las motos. Visitamos la gran cascada en mitad de la selva y la zona de elefantes, comimos a orillas del mar, buscamos distintas playas. Las playas de Koh Samui eran lenguas azules y llanas, de agua caliente y sin olas, la isla de Koh Phangan se veía delante y al fondo desde algunas de ellas. El cielo simulaba sombras cambiantes que solían traer consigo fuertes lluvias por las tardes. Sin duda, aquella isla era un sitio en el que quedarse a vivir.

La última noche, entramos en una tiendecita de Lamai a darnos un masaje algunos de nosotros. A mi hermano no le aparecía chica por ningún lado. “Ya viene”, le dijeron. Y una mujer de grandes hombros, grandes pechos, grandes manos, entró en el local. “Está buenísima”, nos vaticinó mi hermano con risa floja, mientras los demás ya andábamos relajados y sin ropa tras las cortinas; y resultó que era un hombre. Mi hermano se resignó entonces a que aquella mujer con bigote le restregara aceite por todo el cuerpo, frotando con fuerza. Con frecuencia, antes de finalizar un masaje, la mujer que te lo daba te preguntaba si querías un final feliz, normalmente por un precio añadido disparatado, en comparación a lo barato del masaje. En ese caso, el tipo le debió ver tan apurado que se ahorró hasta el preguntárselo.

Estábamos morenos, contentos, guapos y sanos. Y sin un duro, sin haber llegado siquiera al ecuador del viaje. Y un ferry nos llevó hasta Koh Phangan. La isla de la fiesta de la luna llena, tan famosa en todo el mundo. Un cartel en su primera orilla te anunciaba que vigilaras tu bebida y compraras botellas cerradas. Mencionaba lo muy ilegal que eran la marihuana y otras drogas en el país, castigadas, al parecer, con cadena perpetua. Arrastrábamos las maletas entre la humedad y muchos otros jóvenes que llegaban; el puerto aquél era un lugar abierto y un abanico de edades tempranas.

Teníamos dos bonitos bungalows en primera línea de playa. Volvimos a alquilar motos, y unos chicos españoles con los que nos cruzamos nos advirtieron que a ellos les acababan de timar  en otra isla y que tuviéramos cuidado con las scooters nuevas. La propia playa nos llevó hasta el hotel vecino, un resort de cabañas blancas, restaurante y piscina, cuyo encargado era un tal Toni, gay y encantador, que nos trató estupendamente, y nos invitó a usar su piscina y sus hamacas. Comimos pollo con almendras y arroz, bocatas, hamburguesas, y nos fuimos a dormir la siesta y bañarnos en el mar.

Hacíamos vida en las terrazas de nuestras pequeñas casas cuadradas, con algo de música siempre de fondo, mientras nos duchábamos sin prisas. “Para mí existen tan solo el amor, la amistad y el trabajo. Y de más está decir que entiendo por trabajo exclusivamente mi actividad literaria”, leía en Permiso para vivir. “¡Qué bello y emocionante era el mundo!”. Y nos vestíamos para la ocasión: sin saberlo, dos de las mayores fiestas de nuestras vidas.

Cogimos las motos y conducimos cautos, por la advertencia de los otros chicos; después de los despreocupados días de Koh Samui, donde habíamos conducido a altísimas velocidades y haciendo piruetas, caballitos y saltos mortales (esto último es broma, papá y mamá, pero entended que le da épica al asunto). Recorrimos las retorcidas carreteras de Koh Phangan, con esas envenenadas cuestas que tantos accidentes provocan (las cicatrices de Koh Phangan, se llaman, y entendí por qué son tan famosas: Es frecuente cruzarte con jóvenes vendados en brazos o rodillas). Pasamos un control policial (había también militares con metralletas) camino de la célebre playa de Haad Rin. A mi hermano le retuvieron mientras los demás seguíamos. “¡Pero esperadme, canallas!”, le oímos decir. Cuando aparcábamos para cenar, un amigo aceleró y frenó en seco, y el que iba detrás chocó con él. Silencio. Mierda, un arañazo en la moto. Aunque era un arañazo diminuto, al abandonar la isla nos cobrarían 2000 bahts por ello.

La playa tenía ambiente, pero parecía reservarse para su gran noche, y un amigo insistía todo el rato en ir a una fiesta en la jungla que nos habían recomendado. Poco convencidos, al final le hicimos caso, y parando a comprar ron tailandés para todos. Nos metimos por carreteras de barro hacia el interior de la isla, hasta la selva. En mitad de aquello, la entrada a un recinto enorme al aire libre, rodeado de verde y palmeras cocoteras gigantes. Allí no había nadie, pero nuestro amigo insistió, y pagamos las entradas. Como no se podía pasar con bebida y el sitio abría un poco más tarde, nos pusimos a beber de pie junto a las motos. No se veía un alma. Y de pronto empezó a llegar la gente, todo difuminado por largas melenas rubias. Hubo un momento que eran tantas las que llegaban que empezamos a vitorear y a abrazarnos en saltos. Un grupo de italianos muy simpáticos, con los que iríamos coincidiendo en más puntos del viaje desde entonces, se nos unió a beber. Y nos separamos, nos perdimos, nos compramos cervezas, nos encontramos, y nos volvimos a perder. Música a todo volumen, miles de personas, luces, bailes, gritos. Nos veíamos unos y otros tratando de ligar con unas y otras, alguno se besaba sin parar con muchachas de pelo rubio y otro se iba al campo de la mano de una chavala de grandes pechos, a hacer el amor entre los árboles. Cada cual volvió a casa como pudo y con quien pudo. Procurando no resbalar con las motos en el barro mojado, pues habíamos pasado la noche bajo la lluvia, sin enterarnos. Encontramos a un amigo dormido en la playa, en una mecedora, con la camisa abierta y el pelo empapado.

La noche siguiente, cenamos en un restaurante tailandés muy acogedor, que hacía esquina con una carretera secundaria. Un niño de unos doce años, gordito y con cara de bueno, ayudaba en el local a la familia y nos sirvió algunos de los platos. Un poco conmovido, un amigo le dio una propina. Fue tal la cara de felicidad del chico, que fuimos todos uno por uno a darle propina. «Yo hasta he recogido esas monedas que había tirado al suelo y se las he dado», dijo un amigo muy contento.

La playa se llenaba de gente. Haad Rin sí era para tanto. Barquitas tailandesas llegaban por la orilla con asistentes a la fiesta. Los puestos de bebida se sucedían sin pausa. Distintas carpas con diferentes tipos de música a todo volumen se repartían el dominio de esa coleta de arena tan larga. La luna llena en lo alto. Carteles de fuego, uno destacaba sobre los demás: “Welcome to the Full Moon Party 2015. Thailand”. Una comba enorme de brasas giraba a lo lejos. Cientos de jóvenes, chicos y chicas y algún que otro ladyboy, esparcidos en tal espectáculo. Caminamos un poco, viendo cómo la playa se llenaba más y más, y dispusimos nuestras botellas de ron tailandés junto a la orilla. Cuando todavía apurábamos la primera copa, uno de nosotros se acercó a un grupo de chicas. A los dos segundos vino, me dio su dinero y con los vaqueros, zapatillas y camisa se metió al mar persiguiendo a la chavala, que le esperaba para morrearse junto a una barca. Pasaría ya el resto de la noche en calzoncillos slip, ante el bochorno de todos los demás. Y me perdió así unas zapatillas mías. Pérdida merecida. Tres amigos se quedaron charlando con unas vascas. Una de ellas era tan poco propensa a la fiesta que se quedó dormida en la arena. Me crucé, yendo con un amigo de carpa en carpa, y tras haber tratado de flirtear con unas cien chicas distintas sin éxito alguno, con una chica rubia y delgada. Le dije algo, me dijo algo, era inglesa; nos besamos. Bailamos un rato. Le dije que viniera a bañarse conmigo a la playa. Le dio el bolso a una amiga. Me quité toda la ropa salvo los calzoncillos y me metí al agua con ella. En cuanto el color azul oscuro nos llegó por la cintura, la chica ya se había quitado las bragas y hecho un nudo con ellas en el muslo. Hicimos el amor durante unos tres o cuatro segundos, hasta que me corrí. Nos quedamos charlando un poco, salimos empapados y nos despedimos.

Seguí bebiendo con mis amigos. La playa era un maremágnum. Me perdí con otro amigo, y recorrimos todo el arenal hasta el fondo. Íbamos besándonos con alguna chica de vez en cuando, como si fuera una pauta de comportamiento, hasta que nos cruzamos de frente con la comba gigante de fuego. Dos tailandeses la azotaban de un lado a otro, y todos los que saltaban salían quemados y doloridos. Era un espectáculo, y mi amigo, en un gesto heroico, o de borracho, me dio su copa y me dijo que iba a saltar. Le saqué de allí entre aplausos, y nos fuimos a bailar a una rubia de París, por la que acabamos besándonos entre los dos con tal de enrollarnos con ella. Mientras, otro de mis amigos estaba con su hermana. Llevaba toda la noche con su hermana. Me lo encontré allí con ella, en una carpa, cabizbajo. La hermana estaba con una amiga y andaban haciendo un viaje parecido al nuestro. Le dije a mi amigo que nos fuéramos a ligar, que se despidiera de su hermana de una vez. Y en cuanto se lo dije, como si llevara horas esperando una carta de libertad, se giró, agarró a una muchacha gordita por el brazo, y le plantó un morreo de esos que hacen historia. Y entonces me fui, satisfecho, y paseando perdido y solo por esa playa tan grande y tan llena de gente pensando que estaba siendo uno de los mejores fines de semana de mi vida.

La noche fue larga, se sucedieron las bebidas, los baños y los besos, y cuando algunos se sentaban en la orilla del mar, derrotados, pensando que todo había acabado, algo emocionante sucedió: una nueva chica, una nueva canción, algo más de bebida. Algún espectáculo. Y amaneció. Nos encontramos con Jordi, nuestro amigo mochilero de Bangkok. Y con los italianos de la noche anterior. Nos sentamos a ver salir el sol en la orilla, cervezas en mano. Llevábamos desde las diez de la noche allí de fiesta. La música seguía tronando con fuerza, algunos jóvenes bailaban dando saltos de un lado a otro y chocándose entre ellos. Parejas de travestis cruzaban la arena. Y cuerpos dormidos se extendían por el suelo como cadáveres. Y cuando, ya a las once de la mañana, nos disponíamos a irnos, una chica rubia y grande nos abrazó a todos. Decía que nos conocía. Hablaba inglés, arrastrando las palabras. Se disculpó, dijo que había tomado algunas drogas y que nos bañáramos con ella.

Al llegar a casa, todavía empapados, nos fuimos a desayunar un pollo con anacardos y arroz al resort de Tony. La playa de delante era una sopa. Los azules se mezclaban, increíbles, con los del cielo. A muchos metros de la orilla una pequeña superficie de arena blanca asomaba. Algunos fueron a bañarse. Nunca he visto, por cierto, correr tanto a un amigo como cuando huía de los cangrejos de esa playa. Dormimos hasta bien entrada la tarde, cuando pasamos en aquellas aguas templadas, mientras el sol se ponía en el horizonte y en el bar de Toni un guitarrista tailandés tocaba Knockin’ on heaven’s door. Tomamos unas cervezas. Le pedí al tipo que me dejara salir a tocar una canción con la guitarra y mal cantar. Koh Phangan era un lugar del que uno no se iría nunca. Era una isla joven, siempre se parecía estar allí a tiempo de todo.

El local estaba ambientado con luces tenues colgando de las palmeras, las mesas blancas brillaban. Después de cenar, conocimos a dos chicas colombianas que tomaban algo en la mesa de al lado. Habían tenido un accidente de moto esa misma tarde. Tan simpáticas, nos insistían en que fuéramos a Colombia. Allí se liga bailando, decían. Pues no ligaríamos nada, respondíamos algunos, pero ojalá, ojalá fuéramos pronto. Cuando la cuenta en el resort, por culpa de las cervezas, se había elevado demasiado, dos amigos se fueron con ellas a la arena de la playa e hicieron una hoguera. Uno de ellos terminaría quedándose dormido allí mismo, supongo que ante el asombro de las muchachas, y el otro bañándose a labios pegados con la chica de pelo rubio, en plena madrugada. Los demás, mientras, nos fuimos al pueblo en busca de un buen masaje. Leí un rato a Echenique: “Así como la arquitectura corrige las incomodidades de la naturaleza, la literatura corrige las incomodidades de la realidad”. Y dormimos profundamente. A la mañana siguiente, nos tocaba atravesar mar y tierra hasta Phuket.

Lanzaron nuestras maletas a popa, nos sentamos en el interior del ferry, hacinados en sillas destartaladas y muy poco sitio para las rodillas, usando los chalecos salvavidas como almohadas. Hacía calor. Charlábamos un poco, otros escuchaban música. Alguno intentaba dormirse entre maledicencias. Nos balanceábamos. Y así tres horas más. Al llegar a Surat Thani, nos metieron en un autobús adornado con roles de discoteca. Color rosa. Una bola de luces en el techo. Grandes altavoces. Recorrimos carreteras bien y mal asfaltadas, casi siempre rodeadas de selva. A las dos horas nos dejó, sorprendidos, en una estación de servicio en mitad de la nada. Meamos y nos compramos unos tápers de noodles para comer, hambrientos. Nos subieron con maletas y todo a un tuk tuk, que iba hasta arriba de gente y equipaje (un amigo no cabía). El conductor ni se inmutó, y le hizo sentarse al borde. Un resbalón y se caería al asfalto. Nos reímos porque era quien más hambre tenía y el único que no podía comer, pues debía ir agarrado. Nos reímos tanto al decirle que todas las horas que quedaban de viaje serían así, y ver que se lo creía, que se me salieron un par de noodles por la nariz y me manché la camiseta. La muchacha de mi lado, hasta ese momento bella y dulce, nos empezó a mirar con asco. El tuk tuk nos dejó en otra estación de servicio más pequeña, junto a un feo pantano circundado por unas cuantas casas. Eran las tres de la tarde. Y empezó a pasar el tiempo, que matamos picoteando patatas y hablando de cualquier cosa; un grupo de españoles (cinco chicas y un chico) estaban sentados en la mesa de al lado. Hablamos un rato con ellos, nos empezamos a quejar con ellos cuando el autobús prometido que nos llevaría a Phuket no aparecía por ningún lado. Las cuatro, las cinco, las seis de la tarde. Nada. El sol iba perdiendo fuerza hasta amenazar con desaparecer. Y ningún autobús. Sonaba una música horrorosa: electro tailandés.

Cuando, casi a las diez de la noche, el autobús nos recogió, nos metieron a todos en la planta de arriba, las maletas abajo. Me senté con un amigo junto al grupo de españolas, con tanta suerte que eran encantadoras, y pasaríamos cuatro horas de viaje geniales hablando de sexo y relaciones. Hablaban sin tapujos, con tantos detalles, con tanta soltura, con tanta desvergüenza, con tanta gracia… Nos reímos una barbaridad, ciertamente. Una suerte haber coincidido con ellas en ese autobús, oye. A mitad de viaje, me entraron unas ganas de mear terribles, y a una de las chicas también. Fuimos a bajar al baño, pero un tipo gordo de camisa rosa nos impidió el paso en las escaleras. “Ya paramos, en cinco minutos”, nos dijo en torpe inglés. Lo que no sabíamos era que, mientras él nos impedía el paso, había un hombre en el piso de abajo saqueando las maletas, todo lo de valor que en ellas encontrara. Y no nos daríamos cuenta hasta las dos de la madrugada, ya alojados en nuestro apartamento. A un amigo le habían robado un iphone y a otro 7000 bahts (200 euros). Las chicas de aquella tarde nos escribieron. A una le habían robado 100 euros, a otra 800.

De Phuket y la famosa zona de Patong donde nos alojamos, no voy a hablar mucho. Ni de Bangla Road, la más célebre calle de putas y juerga de Tailandia. Pues esas cuatro noches, salpicadas de sexo y despropósitos, me harían alargarme demasiado y torcer la moral de este artículo. Sí es cierto que tal vez Bangla Road merezca su precedida fama, sea como fuere esta. Lo único, mencionar que nos llovió continuamente, y que nos dedicamos a vivir de noche. El viento era fuerte, y carteles de aviso sobre desalojos en caso de tsunami se veían por todas partes. Patong no fue un lugar bonito, ni donde tuvimos la mejor casa, un apartamento destartalado por fuera y pequeño por dentro. Pero en esos días nos reímos mucho, y fue donde más compras de mercadillo hicimos y donde se sucedieron las noches más extravagantes de todas, sin duda. Y a un amigo le picó el mosquito. Le había picado en la pierna, en la parte baja del muslo. A todos (también a él) nos habían picado a lo largo del viaje muchísimos mosquitos. Pero esos primeros días en Phuket empezó a rascarse demasiado aquella picadura concreta y le salió una pequeña herida. Una tarde, tras darse un masaje con aceite, la herida se le infectó. Poco a poco, a medida que la pierna se le hinchaba, adquiría un color rojo negruzco y él empezaba a cojear. Al tercer o cuarto día, después de comer, nos dijo que le acompañáramos al hospital. Cierto es que se había estado quejando algo esos días, y él no es muy de quejarse por heridas o molestias, es poco hipocondríaco, digamos, ¿pero al hospital? Claro, fuimos todos, entre anonadados y muertos de risa. El hospital era agradable, eran las ocho de la tarde y estaba casi vacío. Nuestro amigo rellenó algunos formularios para el seguro médico y nos sentamos a esperar. Le tomaron la tensión y la temperatura, y un amigo entró con él a la sala de urgencias. Los demás pensamos que lo más discreto era quedarnos haciéndonos fotos con las camillas, pesándonos en una báscula del hospital ante el enfado de algún médico y sesteando en los sofás de las salas de espera. Uno se durmió largo rato. Otro amigo y mi hermano mandaban cartas de amor desde un ordenador, y los demás buscábamos casa para nuestro próximo improvisado destino en el país asiático. Las diligentes enfermeras, al ver que el paciente tenía fiebre y la pierna de tales formas (pues aquello era ya un bulto deplorable) se alarmaron un poco. Le hicieron algunas pruebas, y le sentaron para ponerle un potente antibiótico vía intravenosa proporcionado desde una bolsa semejante a las del suero, tan potente que su cara se tornó amarilla y sudorosa y hubieron de tumbarle en una camilla, noqueado por completo. Al final, le recetaron los suficientes antibióticos para parar un tren y le dijeron que en los próximos dos días acudiera al hospital a pincharse otra vez el antibiótico en vena. Y nos fuimos a cenar arroz y pollo, o algo parecido. Esa noche, mientras todos dormían, soplaba tanto el viento, con cuánta fuerza, y sacudía la ciudad la lluvia, que yo miraba el techo pensando que allí no había quién hostias conciliara el sueño. La terraza entera estaba inundada. Leí un rato a Echenique, di vueltas en la cama, fui al baño, leí otro rato, me quedé mirando el techo, y en cuanto me dormí sonó la alarma. Eran las seis de la mañana. Una furgoneta nos recogía en la puerta para llevarnos al puerto de Phuket Town. Seguía lloviendo; en Phuket nos llovió siempre. Algunas ciudades te expulsan nada más llegar, aunque tardes días en irte. Tráfico, curvas, los cristales empañados. Semáforos en rojo.

Un ferry enorme nos esperaba. A la entrada regalaban bollitos de nata y cafés, al precio de la voluntad. Y nos pasamos largo rato allí, dejando las monedas más bajas que encontrábamos. Dormimos un poco, mecidos por el mar. Seguía lloviendo, la proa del barco se alzaba en fuertes sacudidas y nos empapaba el salpicar de las olas a los que nos acercábamos a mirar desde cubierta. A lo lejos, Koh Phi Phi y las demás islas de Krabi. Grandes extensiones de piedra alta y vegetación. No extrañaría encontrarse a King Kong en un lugar así, o a Peter Jackson rodando pelis. Era todo de una belleza cautivadora. El desembarco fue regido por un diluvio épico. Nos cobraron 20 bahts por entrar a la isla, y llegamos mojadísimos. Menos mal que una agradable chica  nos guareció en su tienda de submarinismo y nos ayudó a ubicarnos. Debíamos buscar algo donde alojarnos. Tras muchas indicaciones, y caminar con las maletas dando vueltas por la isla, durante casi una hora, bajo la lluvia (porque en Koh Phi Phi no hay carreteras: es una isla de un solo camino que da la vuelta al pueblo, entre la selva y las playas), encontramos un sitio agradable y barato. Era un albergue incrustado a un árbol enorme, cuyas escaleras trepaban hasta las habitaciones y los baños, de agua fría y a compartir. Desde la puerta de nuestra habitación se veía el mar, con tan distintos colores… Koh Phi Phi era una suerte de paraíso. También Koh Phi Phi, como Patong, había sido removida por el Tsunami de 2004. Después nos enteraríamos. También tenía carteles para una posible evacuación. Por la tarde, recorrimos la isla, llena de jóvenes extranjeros, como nosotros, y nos bañamos bajo la lluvia del monzón. Cenamos costillas y patatas, y después nos fuimos a los bares y acabamos en la playa, borrachos, como todo el mundo. Cualquier cosa debería terminar en una playa. Un amigo desapareció para hacer el amor con una chica gruesa y rubia en la orilla, unos metros más allá de los demás, porque se le había acercado ella pidiéndole condones, y no tenía con quién usarlos. A las ocho de la mañana nos esperaba programada la excursión a la isla de Maya Bay. Y cuando nos levantamos, pactamos todos posponerla a la una de la tarde, y nos volvimos a dormir.

Por 300 bahts cada uno, en una barquita tailandesa de morro afilado, una especie de pirata tailandés o Jack Sparrow fue nuestro capitán. Nos subimos los siete, resacosos y contentos. El día era dudoso, de cielo encapotado. La barca, con el motor oxidado, avanzó a buen ritmo pegada a la costa, hasta llegar a la playa de los monos. Una playa ridícula, enana, sucia, con más guiris que monos y llena de barquitas de excursiones semejantes a la nuestra. Una playa que habría abochornado a cualquier viajero. A nosotros nos divirtió un rato. Un amigo pisó la cola de un mono sin querer, mientras nos hacíamos una foto con él, y nos llevamos un susto del carajo con el grito del animal.

Al dejar atrás la punta de la isla de Koh Phi Phi, el océano Pacífico llegaba de golpe, su mar de Andamán; y lo hacía con malas formas, revuelto, algo raro en esa zona. Éramos la única barquita que cruzaba en ese momento por allí, y las olas empezaron a zarandearnos al principio con gracia, después con tanto descontrol que el agua nos salpicaba a trompicones. Nos sujetábamos con fuerza, pensando en si ponernos los chalecos salvavidas, pero había demasiado ajetreo para hacer tal cosa. Jack Sparrow sonreía, y surfeaba las olas como un perro viejo, nada impresionado, mientras nosotros gritábamos cosas al aire, bromas, comentarios que fingían que aquello era toda una aventura de verdad, y no un naufragio en potencia. La barquita parecía tan frágil, alzándose como una pluma la proa y chocando con fuerza al caer, girando de un lado a otro, tambaleándose sobre las profundidades, que nos mirábamos pensando: “Esto en cualquier momento se hunde». El océano parecía removernos a su antojo. Pero el motorcillo oxidado fue ganando terreno y poco a poco nos acercó a la otra isla. Al llegar a su altura, la furia del mar cesó. Y nos metimos entre las grandes paredes naturales, hacia una balsa de agua transparente rodeada de esas murallas de piedra gigantes erguidas entre lianas. Allí descansaban otras excursiones, numerosas barquitas como la nuestra. Nos bañamos, hicimos snorkel, comimos pequeños tápers de arroz tres delicias.

Por fin, el capitán nos llevaba a Maya Bay, a la famosa playa de la película The Beach, de un jovencísimo Leonardo DiCaprio (debería ganar ya un oscar, maldita sea). Rodeamos la isla, y donde rompían las olas una red de cuerdas trepaba hasta una entrada de roca y escaleras de madera. Las barcas no podían acercarse mucho, y todas las excursiones se aglutinaban allí. Las olas nos sacudían con fuerza, y saltamos a mar abierto con los chalecos salvavidas puestos, nadamos hasta las cuerdas, trepamos. Aquello no era tarea fácil. Resultaba emocionante y agotador. Recuerdo que tragué agua, parecía un pato a la deriva. En el interior de Maya Bay, el viento blandiéndolo todo, seguimos el camino, entre todo tipo de plantas y las elevadas rocas, que daba a la espectacular playa. La arena era blanca y el agua cristalina. Estábamos allí, al otro lado del mundo, al sur de Tailandia. Y debía ser la única vez en la historia de esa playa que hiciera tan mal tiempo. Cientos de personas se bañaban, sin embargo. Y nos bañamos también, sin que nada nos pudiera quitar la increíble sensación de estar en aquel lugar, en la mejor playa del mundo.

Las olas, en el camino de vuelta, nos recibieron de nuevo, pero esta vez con más elegancia, como amantes discretas. Esa noche solo tomaríamos una cerveza y nos iríamos a dormir, dijimos. Pero brindamos, y nos volvió a devorar la madrugada.

A la mañana siguiente, cogimos un ferry a Krabi. Krabi era todo selva, todo montañas, tan cerca del mar. Una furgoneta cualquiera nos recogió en el puerto. Teníamos, en mitad de tanta naturaleza alquiladas dos villas en una pequeña y bonita urbanización. Eran dos casas con tejado en pico, grandes y modernas. Volvió a salir el sol. Fuimos algunos a hacer algo de compra: agua, pringels y cerveza. Cuando me disponía a sacar el poco de dinero que me quedaba (tras haber sido ya rescatado, días atrás, por una inyección de mis padres) descubrí que no tenía la tarjeta en la cartera. La última vez que había sacado dinero había sido en Phuket, y allí me la había dejado. Nos reímos después al ver que, de todas formas, solo me quedaba un euro en la cuenta. Tuve que volver a pedir prestado.

Paseamos por la carretera de la zona entre la maleza, hasta llegar a una casa con un cartel de comida italiana. Un hombre de pelo gris y mediana edad, italiano, salió a recibirnos. Nos sentamos los siete en la única mesa cuadrada del jardín. Aquello estaba lleno de bichos y gatos, pero era terriblemente bello y acogedor. La temperatura era perfecta, ni siquiera la humedad molestaba, y el hombre, muy simpático, nos trajo la carta. Cocinaría él con su mujer, una afable señora tailandesa. Pedimos cervezas. Algunos pasta, y otros un cordon bleu delicioso. Cenamos de maravilla, con buenísima conversación y por un precio bastante asequible. Paseamos a la luz de la luna de vuelta a la villa, entre el croar de los sapos. Tomamos una última cerveza en la terraza de casa. Yo dormía con mi hermano. Leímos un rato, él, la genial The Crack-Up, de Fitzgerald; yo a Echenique: “Un día acompañé a Mario Vargas Llosa a comprar libros en La joie de lire y me quedé realmente asombrado al ver lo pasmosamente bien que robaba. Se ponía un libro tras otro bajo el brazo y luego salía tan tranquilo. En la esquina lo felicité y él exclamó ¡Qué!, cuando se dio cuenta de que, distraídamente, se había salido sin pagar. Y por más que insistí en que éramos pobres y felices, él regresó a la librería y pagó. ‘Hay que pagar siempre’, me dijo”. Y aquella noche, envueltos en tanto bienestar, dormimos 16 horas.

Lamenté no poder pasar más tiempo en Krabi, no poder descubrir sus playas, recorrerla en motos, conocer sus noches. Nos esperaban tres días en Bangkok antes de volver a Madrid. Y al llegar a la capital de Tailandia, nos despedimos de un amigo cuyo vuelo de vuelta salía esa misma noche; el viaje empezaba a deshacerse.

Bangkok ya nos era conocido. Nos alojamos en el mismo hostal que a la ida. Y visitamos su mercadillo nocturno de Patpong a horas más prudentes, y subimos a uno de los edificios más altos de la ciudad. Fuimos a cenar a Khao San Road, y dormimos mucho. Paseamos por Silom Road, cerca de donde una semana después estallaría una bomba en un atentado contra turistas, y así se desvaneció Bangkok, otra vez.

En el aeropuerto, nos entró la aprensión, medio en broma medio en serio, porque nadie pudiera meternos algo de droga en la maleta (como tanto nos habían advertido), que cuando pararon en el control a un amigo para revisarle su equipaje, dimos por supuesto que se lo llevarían detenido.

Habíamos llegado con cinco horas de antelación, y al final casi perdemos el vuelo. Llegando tan pronto a cualquier sitio, uno se despista. Pensé, en esa espera, si escribiría o no algo sobre el viaje. Al final, la primera versión de esta especie de crónica fue de treinta folios. Hube de recortarla por todas partes, y sospechaba olvidarme cosas importantes. Por eso la dejo sin fotos, como si fuera algunas trizas de éstas, mal unidas con celo.

Tres escalas y más de 28 horas hasta Madrid de nuevo por recorrer. De Bangkok a Abu Dhabi, sentado delante de nosotros, iba un niño gordito junto a su madre, tapada entera con velo negro. El niño empezó a girarse y a sonreírnos, y, aburridos, le hicimos algo de caso. Cogió tanta confianza que nos apagaba los televisores; a mí me quitó el libro de las manos varias veces, muerto de risa: él, no yo.

En el último vuelo de Berlín a casa, cuando el avión descendía para aterrizar, comenzó a sacudirse de un lado a otro, con tantas turbulencias que algunos tosían y otros alzaban la voz. La gente se inquietaba. Mi hermano, mis amigos y yo, hasta cogimos las bolsas para el mareo, por si nos chocábamos.

Manu Mérida

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