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Antes que nada, os aviso de que hoy tampoco termina la historia de los lituanos que quisieron robarnos en casa. Como es un poco largo lo he dividido en tres partes, para no abusar de la paciencia de los lectores. Os amo mucho a los que me leéis. Jamás os cocinaría. Sólo os abrazaría y os acariciaría el cabello. Son exigencias de la publicación on-line y lectora en pantalla. Os quiero. Algún día cocinaré para vosotros, si queréis.  

 

 






 

Siempre he sido un poco freak. Me apasionan temas que a casi nadie más le interesan demasiado.

La gente freak, por lo general, es intelectualmente atractiva. Suelen estar mal adaptados a la sociedad por razones de lo más interesante. Algún día os hablaré de eso. Es caso es que me gustan mucho las armas. El ser humano ha subsistido porque aprendió a fabricar armas, y a usarlas. Si estamos hoy aquí es porque nuestros antepasados aprendieron a  usar las armas. No teníamos colmillos ni garras, pero teníamos las armas. Y subsistimos. Y después dominamos el mundo. Antes de criticar las armas pensad en eso. No estaríais aquí si vuestros antepasados no hubieran inventado las armas.

Me fascinan las armas de fuego, sobre todo. Y disfruto mucho hablando del tema con otros aficionados. Gente que sabe qué revolver usaba Clint Eastwood cuando interpretó a Josey Wales, y puede explicarte sus características y las razones por las que es mejor o peor que otros revólveres de la misma época. En todo eso hay un componente sentimental, nostálgico. Es como una religión secreta. Gente que, en el fondo, nunca ha dejado de lado al niño que fue y se junta con otros niños. Personas a las que les gustaría cabalgar junto a Josey Wales y luchar contra la injusticia. “Si Josey Wales apareciera, nos elegiría a nosotros para cabalgar junto a él porque estamos preparados”. Si os lo planteáis fríamente, no es más absurdo que el tema de ir al cielo. Tal vez el cielo sea así; cuando mueres vas a vivir a la película, la novela o el juego de rol que elijas, como un coma eterno y diseñado a medida. En fin.

Bueno, el caso es que a mí me había llamado la atención que aquel lituano robalatas y desgraciado, que no tenía ni para comprarse ropa buena, usara un Colt Anaconda, que es un arma soberbia y carísima. Y además era un ejemplar pintado de camuflaje y con mira telescópica, de los que se usan para cazar.

Colt Anaconda

Colt «Anaconda» pintado de camuflaje y con visor, como el que llevaba el lituano. La flecha roja señala el percutor.

Yo estaba muy alterado, lógicamente, pero aún y así me había pasado aquel pensamiento por la cabeza. Los freaks de verdad somos así. Pensamiento automático. Un arma así no es propia de un delincuente común. De entrada es carísima, por lo que si tienes que deshacerte de ella sales perdiendo mucho. Y la mira telescópica de caza era una ridiculez, claro. Y además es muy aparatosa y, por lo tanto, difícil de llevar escondida. Y además provoca un estampido tremendo al disparar con ella. Un delincuente profesional, para las circunstancias en las que estábamos, hubiera elegido un arma muy distinta. Una 9 mm. barata, por ejemplo. Al fin y al cabo sólo se trataba de intimidar, de acojonar a las víctimas para que todo fluyera.

Y entonces, mientras el lituano seguía apuntando a Londa y yo iba pensando todo aquello, lo entendí todo. Me fijé bien y vi que aquel revolver no tenía percutor. O era un revolver inutilizado o era una réplica mal hecha. Probablemente lo segundo. El muy gandul debió montar la puta pistola de plástico y pasó de meter el percutor, o lo montó mal y se le cayó. No me digáis que no es una sensación maravillosa cuando de repente todo cuadra y veis una solución a un problema grave. Esa mezcla de alivio y excitación. Me incorporé muy despacio, sin miedo, con la cabeza alta. Como lo haría Eastwood. El lituano dejó de apuntar a Londa y me encañonó a mí. El tío estaba muy nervioso. Sudaba un montón y olía fatal. “Dispárame a mí”, murmuré, imitando a Eastwood. Vi que Londa me hacía gestos para que me sentara de nuevo. Pero yo empecé a caminar hacia el lituano. La enana rubia me gritaba como una loca, enfadadísima. “Te va a matar, te va a matar”, berreaba, apuntándome con el dedo. Y entonces miré a los ojos al lituano y dije “Gilipollas”, vocalizando bien y con cara de chulo. Como Alfredo Landa en El Crack. Siempre había querido hacer una cosa así. El tío abrió unos ojos como platos. Es interesante observar las reacciones de las personas cuando las descolocan completamente. Bueno, no tan interesante, porque casi todos reaccionamos igual, con ese estupor. Sólo la gente con auténtica grandeza no se descoloca. En ese momento es como si se quitaran todas las máscaras.

Y entonces me agaché muy deprisa y me abracé a sus piernas, por debajo de las rodillas, y le empujé con el cuerpo. Es una llave muy rudimentaria, pero muy sencilla y efectiva. Si lo haces con decisión tiras al suelo a cualquiera, por muy robusto que sea. Aunque peses la mitad que él. Y si va armado soltará lo que tenga en las manos para intentar amortiguar la caída. Es un instinto reflejo. Si alguien os amenaza con un arma lo mejor es darle todo lo que quiera, claro. Generalmente no buscan problemas, sólo quieren el botín. No les interesa haceros daño. Pero si veis que os van a agredir podéis probarlo. Y cuando caiga al suelo salid corriendo o haceros con el arma. O las dos cosas, mejor.

En fin, el caso es que el lituano cayó como un saco. Y Londa se abalanzó hacia él como un puto chacal. Y cuando estaba a un metro de su cara, mientras el lituano se levantaba, puso los dedos de la mano derecha en forma de “V”, como si estuviera haciendo el signo de la victoria, y lanzó la mano hacia su cara. Y le sacó los putos ojos. Yo estaba fascinado. Sacarle el ojo a alguien es más fácil de lo que creemos. La órbita ocular es muy frágil. Es como encajar un huevo duro (la órbita ocular es mucho más grande de lo que parece) en una taza de café y después meter el dedo a presión. El huevo sale disparado o se rompe, no hay más opciones si aciertas a meterlo hasta el fondo. Al lituano le quedaron las dos órbitas oculares colgando a la altura de los pómulos. Se puso a berrear como un cochino, claro. Al cabo de mucho tiempo le pregunté a un oftalmólogo si cuando te quedan los ojos colgando sigues viendo. Y me dijo que sí, a menos que se haya seccionado el nervio óptico. O sea, los ojos de aquel tío estaban enfocando al suelo, como si estuviera acostado boca abajo sobre un panel acristalado, pero él estaba de pie. El pobre desgraciado echaba la cabeza hacia atrás, instintivamente, para poder mirar lo que había a su alrededor, pero los ojos seguían colgando y él continuaba viendo el suelo, o sus pies. Y además los ojos se balanceaban. Debía ser un mareo tremendo. Se tiraba al suelo, berreaba, se palpaba los ojos y se revolcaba como un animal fuera de sí. La rubia se abalanzó hacia nosotros, vociferando en su idioma. Londa la agarro del pelo, la arrastró hasta la pared y le ató la coleta trenzada a la pata de un armario expositor de madera de roble que debía pesar un par de toneladas. Y allí se quedó la muy perra, berreando y pataleando como una loca. Y su amigo rodando por el suelo e intentando recolocarse los ojos mientras iba derribando muebles.

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Y entonces, Londa me miró a los ojos de forma muy intensa, y después me abrazó y me acarició la nuca. No dijo nada, pero no hacía falta. En ese momento entendí que me había ganado su respeto, que me consideraba un compañero de armas, y se me anegaron los ojos de lágrimas. (continuará)

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