Como si Jim Morrison y David Bowie hubieran quedado en el interior de una garganta femenina para hacerse cargo, cada quien, de una cuerda vocal. Una congoja grisácea envuelve su rostro, afrancesado, mientras hace descender la pantalla en el respaldo del asiento, rumbo a Europa.
Escribe en un cuaderno, mientras los Andes quedan a cinco mil metros, a sus pies.
La angustia se desvanece transitoriamente cuando Chris Pratt baila ese Come and get your love de los Redbone antes de convertirse en un Guardián de la Galaxia. El contoneo inicial en la cueva le ayuda a esbozar una sonrisa. Su melomanía no entiende de canones. Cuando mira por la ventanilla, una inmensa luna hace brillar la serpiente plateada del Amazonas. Y siente, una vez más, en otro vuelo transoceánico, cómo el Pulmón del Planeta se extiende fusionando su floresta con las sombras de los confines, las mismas que la atenazan tras cada despedida.
Planes swimming with the stars,
and flowers fallen slowly from trees
Ese caudal de oscuridad resplandeciente queda encauzado en las azudes que custodiaban el Túria. A trece horas de vuelo de su hogar. El Mediterráneo besa ahora sus tobillos en la Malvarrosa. Los escenarios anhelan sus pasos, los teatros, su expansión. El espectro cavernoso y cálido, que logra extender sobre la audiencia, es como una tormenta de verano, densa y húmeda, con aroma de azahar y regusto de pisco sauer. Un sabor excepcional, Soledad Vélez.
La inmersión en las marismas de sus canciones lleva al espectador… no sé qué coño hace con su voz, que no sólo se oye, si no que también se ve, casi se palpa, se percibe como un fluir semicorpóreo, envolvente y magnético.
Find me if you can…
learn to be brave
don’t ask if you can’t stay
Cada concierto le sirve para desgarrar seísmos en un público, absorto y abducido, de gentes dispares que resultan prendadas por la sutil energía que emerge en ella, desde la fosa de Atacama, en los bordes de la placa de Nazca. Allá donde se asientan los sustratos de su esencia, a trece horas de vuelo de su nuevo hogar.
La sencilla complejidad de su cadencia narrativa. La onda grave y emotiva como un susurro premonitorio al amanecer. La fuerza impetuosa que surge de la Vélez, imperturbable, sobre las tablas, hechizada y bendecida. La melodía oscilante, armoniosa e imprevisible, como la voz de aquella Denna que describe Rothfuss. En la adaptación cinematográfica de El nombre del viento debieran contar con ella para hacer llorar a los bardos.