Imaginad una situación más o menos similar a la siguiente; vivís en una casa unifamiliar, a las afueras de una ciudad mediana. Un barrio tranquilo, residencial. O una urbanización. Un día, súbita e inesperadamente, se produce un apocalipsis mundial al estilo de las películas de Mad Max o de la novela La carretera, de McCarthy. O un apocalipsis zombie, por qué no. Ya no hay gobierno, ni fuerzas del orden, ni ejército. Un sálvese quien pueda en toda regla. (Eso fue lo que pasó, exagerando un poco, tras la disolución del Imperio romano) ¿Qué deberíais hacer?

Lo primero es reforzar el perímetro exterior de vuestra casa. Una valla o un muro altos y resistentes, para que además de resultar prácticos tengan efectos disuasorios. Los malvados (digámoslo así para no complicar las cosas. Dejemos las consideraciones éticas y morales para otro día) elegirán siempre el objetivo más fácil. Es una cuestión de pura lógica del esfuerzo, de ergonomía. En la edad media era corriente “disfrazar” los muros de mampostería que protegían las poblaciones para que parecieran de piedra.

Es conveniente, también, cavar un foso alrededor de la casa. Lo más ancho y profundo que podáis, y con las paredes tan verticales como sea posible. Y no es mala idea inundarlo de agua, si tenéis a mano una fuente susceptible de ser canalizada. Cuánto más tiempo invierta el atacante en llegar hasta el muro, y cuanto más expuesto se encuentre a nuestros proyectiles mientras lo hace, mejor.

Probablemente ya os habéis dado cuenta de que el tema de las posibilidades es esencial. Lo que esté en vuestra mano, siempre. Hasta las últimas consecuencias. En muchos casos será  la diferencia entre sucumbir o sobrevivir.

Aún y así, tendréis el problema de la puerta. Necesitaréis salir, tarde o temprano. Las provisiones se agotan, siempre. Y para hacerlo, para entrar y salir, necesitaréis una puerta. La puerta siempre es más frágil que el resto del muro. Las soluciones aplicadas durante la edad media al problema de la puerta fueron muchas. Haremos un resumen rápido:

Lo primero es instalar una puerta reforzada, como en las viviendas actuales. Madera gruesa blindada con chapa de metal para evitar que puedan incendiarla. Otra opción inteligente es instalar otra puerta, o varias, detrás de la primera. Y hacer agujeros en el techo para arrojar proyectiles o agua hirviendo desde el piso de arriba al que se entretenga en intentar echarlas abajo. También es buena idea colocar torres defensivas que sobresalgan del muro, a ambos lados de la puerta, para poder arrojar cosas (todo tipo de cosas, no seremos estrictos cuando se trata de rechazar un ataque) a los flancos de los agresores, siempre más vulnerables.

Y por último, una solución drástica; obstruir la puerta si se produce un ataque. Era bastante frecuente, durante los asedios prolongados, “condenar” las puertas  y tapiarlas con bloques de piedra. De todas maneras, mientras dure el asedio es poco probable que salir del castillo sea una buena opción. Aunque siempre hay excepciones.

Los atacantes también deben fortificarse con fosos y parapetos para evitar un ataque sorpresa de los sitiados. Frank Baer, en su colosal novela El puente de Alcántara, relata con notable destreza el asedio de Barbastro y la salida sorpresiva que los sitiados hicieron contra el campamento cristiano.

Y  hablando de puertas; en El Cantar del mío Cid se relata cómo las huestes de Don Rodrigo toman la villa de Castejón, una población de la taifa de Toledo bajo la protección del rey Alfonso VI, usando una antigua celada; se apostan a las afueras y esperan a que las puertas se abran por la mañana para que los habitantes vayan a trabajar a los campos:

En Castejón todos se levantaban,


abren las puertas,  

fuera saliendo estaban,


para ver sus cultivos y todas sus propiedades.


Todos han salido,  las puertas abiertas dejaban,


con la poca gente que en Castejón se quedara,


la gente que estaba fuera 

 

toda iba dispersada.


El Campeador salió de la emboscada…

Versos 458 y ss.

Podemos afirmar, por tanto, que sería recomendable despejar de maleza y arboledas una amplia zona alrededor de vuestra casa para evitar este tipo de imprevistos cuando abráis la puerta. Estas zonas, antiguamente, se llamaban ejidos.

Los atacantes irán aprendiendo de sus errores, y los defensores harán lo mismo. La poliorcética medieval evolucionó rápidamente. Los artefactos para arrojar piedras mejoraron a gran velocidad. Cada vez podían lanzarse proyectiles más grandes, y hacerlo con mayor  precisión. Casi todos los artefactos eran versiones de las armas de asedio clásicas. Los romanos rozaron la excelencia en este apartado. Las cuerdas de los aparatos usados por los romanos, no obstante, estaban fabricadas con tendones de animales, que permitían mayor fuerza de torsión. En la edad media tardaron mucho tiempo en ponerse al nivel de las legiones romanas.

Colocarse a una distancia prudencial, bien protegido, y dedicarse a lanzar piedras del tamaño de neveras a tu casa es una buena forma de te plantees la posibilidad de rendirte. Pero es un proceso lento, y  mantener un ejército de asedio implica un gasto diario importante.

También se puede intentar con una torre de asedio. Una estructura de madera forrada con pieles de animales húmedas, para evitar que pueda incendiarse, y más alta que los muros. Y equipada con una rampa abatible. Se empuja hasta colocarla junto a la muralla y se deja caer la rampa para que los agresores puedan acceder al adarve. Es un proceso efectivo, pero implica rellenar el foso para poder acercar la torre y asumir un buen número de bajas.

Otra opción es hacer una mina. Un túnel que pase por debajo de los cimientos de la muralla, reforzado con vigas de madera para evitar derrumbes. Una vez construido, se untan las vigas con material  inflamable y se les cala fuego. Lo normal es que el derrumbamiento del túnel provoque también el desplome de una considerable sección de muralla. Este proceso, no obstante, también era laborioso y entrañaba muchos riesgos. Y requería bastante pericia técnica.  Muchos hombres de armas  medievales acabaron sepultados en sus propios túneles. Y también existía la posibilidad de que los defensores construyeran contraminas. En la película Alatriste se ilustra con notable precisión el tema de las guerras privadas de los ingenieros. Es muy impactante la escena en que los asediados  usan azufre combustionado para generar gas venenoso.

El ariete es, probablemente, el arma de asedio más conocida. El procedimiento es relativamente simple; se toma un tronco de árbol (o el mástil desmontado de un barco, si no hay troncos a mano, tal y como hacían los vikingos), se refuerza un extremo y se cubre el artefacto con un tejado de madera forrada de cuero húmedo (por los incendios) para evitar las piedras que nos arrojarán desde la muralla. También se puede usar un tronco más delgado y acabado en una punta metálica (parecido a un lápiz) para intentar echar abajo una sección de muralla, ya sea de piedra o de mampostería.

Bodiam castle11

Castillo de Bodiam. Esto era lo que veía el atacante de la puerta. Es interesante observar las aberturas de los matacanes, desde las que llovían piedras, agua hirviente y pesados objetos metálicos de todo tipo. Y el rastrillo de hierro que protegía la puerta.

Asaltar un castillo bien construido era una empresa compleja y que implicaba asumir muchas bajas por parte de los atacantes. La mayoría de asedios se resolvían con acuerdos de honor. Volviendo a Frank Baer y a su novela El puente de Alcántara (una novela sobre la España medieval que no me canso de recomendar), en ella se explica que los habitantes de la población de Barbastro, sometidos a un asedio feroz, intentan ensanchar el pozo del que extraen agua para aumentar el caudal, en un momento en que los asediadores ya casi se han dado por vencidos. Pero al hacerlo provocan un derrumbe de los sillares y el pozo queda obstruido. Y los defensores deben rendirse. Sin suministro de agua la defensa es insostenible. Los romanos lo sabían bien. Lo primero que hacían era intentar obstruir el suministro de agua de los sitiados. Los buenos  ingenieros militares valen su peso en oro.

Hay que asumir que el perímetro exterior acabará por ser rebasado, si realmente se lo proponen los atacantes y pueden asumir un elevado número de pérdidas. Por lo tanto, hay que construir una habitación del pánico, como las que están de moda ahora en USA. Una estancia blindada (una enorme caja fuerte que se cierra por dentro, para entendernos) en la que recluirnos cuando entren en casa. El equivalente, en la edad media, era la torre del homenaje.

Imaginad que tapiáis las puertas y ventanas de la planta baja. O mejor aún; rellenáis toda la planta baja (la que está al nivel de la calle) de arena, tierra o cascotes. Y entonces colocáis una rampa hasta un balcón de la primera planta, una rampa de madera que se puede retirar en caso de ataque. Y después construís más pisos encima. Cuanta más altura mejor. A más altura, con más fuerza cae todo lo que le arrojéis a los atacantes, y con menos fuerza llegarán los proyectiles que os arrojen desde abajo. Y además, normalmente nos sentimos más a salvo en las alturas. Es una reminiscencia de nuestro pasado arborícola. Y hay que construir matacanes. Son como balcones blindados, con agujeros en el suelo que permiten dejar caer piedras o agua hirviente sobre los atacantes. Lo del aceite hirviendo es una fábula, en la mayor parte de los casos. El aceite era muy caro.

Muchos castillos conservan matacanes de piedra. Pero en su día, todos estaban equipados con matacanes de madera que, lógicamente, no han llegado hasta nuestros días. Balcones de madera con el suelo en forma de rejilla. Se llamaban cadalsos.

La torre del homenaje, en muchos casos, era la construcción inicial de muchos castillos. Todo lo demás eran añadidos posteriores. La Península Ibérica está plagada de torres de vigilancia erigidas en montículos y cerca de cruces de caminos. Eran esenciales para vigilar los movimientos del enemigo y avisar  de los ataques con señales luminosas. Lamentablemente, la mayoría de ellas están en propiedades privadas y se encuentran en estado de abandono. Una más de nuestras vergüenzas.

La mayoría se construían con una argamasa de cal, grava y arcilla. Se montaban apilando bloques que previamente se construían vertiendo la mezcla en cajones de madera y dejándola secar. Muchas tenían las esquinas (la parte más frágil y vulnerable) reforzadas con sillares de piedra. Enormes piedras de sección rectangular talladas por un artesano.

Las almenas cristianas solían ser rectangulares, mientras que las musulmanas tenían forma de pirámide. En muchos pueblos y villas, si la muralla no tenía almenas, se insertaban postes de madera en los que, en caso de ataque, se colocaban escudos.

Y para no aburriros me remitiré a lo esencial; la era de los castillos terminó con la aparición de la artillería. Inicialmente no parecía gran cosa. Los cañones eran pesados y difíciles de transportar. Tenían poca precisión y era imprescindible invertir varias horas en preparar un disparo, pues las cargas explosivas se sellaban con arcilla que tardaba mucho en secarse. Pero evolucionaron rápidamente, e implicaron el fin de la invulnerabilidad de las murallas. Teniendo en cuenta la potencia, la precisión y el alcance de un disparo de artillería, las murallas de un castillo podían ser demolidas en pocos días.

Las fortalezas evolucionaron. Los muros se enterraron, para protegerlos, y se convirtieron en enormes y anchos fosos. También se inclinaron en ángulo para que rebotaran los proyectiles. Los castillos se convirtieron en bellas reminiscencias de un pasado idealizado, pero se conservaron como residencias y se convirtieron en palacios. Frágiles , bellos y más esbeltos. Piedra fría e inalterable, testigo perpetuo de épocas más turbulentas.

Me gustaría acabar este artículo con una anécdota poco fiable. Dice la leyenda que en una ocasión en que requirieron a Leonardo da Vinci para que asesorara a un Condottiero sobre la forma de conquistar una fortaleza, y tras una detallada observación, el bueno de Leo recomendó a al asediador que hiciera correr la voz de que habían desarrollado una pieza de asedio revolucionaria para asaltar murallas. El único problema era que si los asediados se enteraban de que sólo tenían que aumentar en un par de metros la altura de los muros, todo sería inútil. La red de contraespionaje hizo correr el rumor, y las murallas fueron reforzadas. Y poco después de desplomaron, a causa del sobrepeso. La máquina, evidentemente, no existía. Y es que no hay fortaleza ni blindaje contra el auténtico genio.

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