El paisaje emocional de los individuos suele estar determinado por el entorno físico en el que se desenvolvieron durante los primeros años de su vida. En especial, por donde transcurrieron durante la niñez. Es la primera impronta, el destello con el que el Universo se le aparece a uno de golpe, al dejar de boquear y abrir los ojos con esa avidez de infante que tantea la tierra por la que pisa. Esta geografía sensitiva establece el canon de la armonía, el criterio con el que luego uno juzga todo lo que se encuentra andando el mundo. Mi bodegón está formado por lomas suaves, parcheadas de verde en primavera y de sobreveste dorado en verano. Lomas donde la luz pesa. Kilómetros de cerros cuyas formas onduladas recobran al visualizarlas la silueta agradable de la duermevela: cuando tus ojos se van cerrando, rendidos a la modorra del primer sueño, y en la grisura, mezcla de realidad y párpado oscuro, uno intuye el mundo deformado en líneas rectas que van torciéndose con elegancia hasta el fundido a negro final. El sol, tirano omnipresente, colorea el cielo. Lo vuelve de un azul que palpita en el cénit del mediodía; y lo transforma en un cárdeno que termina fusionándose con el púrpura cuando se arremanga por los bajos, desciende hasta su nadir, y toca tierra; tanto se parece entonces a la luz primera del amanecer, como debe parecerse la vejez a la niñez, y el final al comienzo: a un vestido largo de mujer que deja entrever la línea del horizonte y sus sandalias de verano. Así es mi orografía sentimental, configurada por la tierra ocre y las llanuras infinitamente yermas, moteadas de molinos metálicos de viento. Por eso Asturias emerge con su verdor genesíaco dibujándome un entorno tan sugestivo como las aguas de Sierra Nevada debieron parecerle de edénicas a los guerreros bereberes que conquistaron Hispania en el 711.
Asturias. Lo primero que me llegó al hipotálamo cuando la pisé por primera vez, en 2011, fue lo verde que estaba todo. Verde y alambicado, verde plenipotenciario. Verde señor y señorón. Verde poderoso. Epifanía esmeralda. Ir desde Santander hasta Oviedo en autobús es completar una etapa de montaña en la Vuelta con final al sprint. La fotografía es casi como un daguerrotipo de la España antigua y nueva, con los oscuros caminos plagados de hórreos. Aldeas de Astérix y palacetes extraordinarios, huérfanos de vida ya, levantados con el dinero de los que se fueron a América y regresaron vestidos con lino blanco y sombreros panamá. Las carreteras y caminos de Asturias esbozan un poco lo que es esta tierra extraordinaria, llena de gente hospitalaria. Lo primero que hay que decir de los asturianos es que son los mejores anfitriones que puede uno encontrarse. La primera vez que entré en una panadería y me quedé mirando aquellas extrañas formas de harina rellenas de chorizo o cabrales, la señora que despachaba, oronda y morena, me animó a llevarme un buen puñado, con el deje ese musical con el que habla la gente en Asturias. Es ese ritmo y esa franqueza, el afán por cumplir con la vieja ley universal de la hospitalidad, lo que pronto te quita de encima la sensación de extrañeza tan propia del que llega de nuevas a un sitio desconocido.
Durante cuatro años, he podido andar mucha Asturias. Llanes, Cudillero, Pravia, Mieres, Avilés, Lugo de Llanera, etc. No toda, eso es imposible, ni aun viviendo 40 años en ella. Que sea una de las tierras más pequeñas de España, en extensión, induce a engaño: lo primero que me contaron fue que había dos Asturias, Oriente y Occidente; y lo siguiente que descubrí motu proprio fue que había otras cuatro, cuando menos: costa e interior, Oviedo y Gijón. La dualidad cultural de Asturias se percibe con nitidez no más recorrer la media hora escasa que hay entre las dos ciudades, ejes del pueblo asturiano, urbes tan alejadas emocionalmente como condenadas a vecindar por lo caprichoso de la geografía. Suban la cuesta que lleva hasta el Tartiere, ese campo modernérrimo plantado en una hoya junto a la desusada Plaza de Toros de Oviedo, que más parece bosquecilla de gnomos o abadía cisterciense que coliseo de tauromaquia; siéntense en uno de los asientos pelados del nuevo estadio, compren un boleto barato, 20 euros, y asistan a un Oviedo-Sporting B. Advertirán lo que les digo.
Pero toda esta divergencia, digamos, emocional, entre gente orgullosa de sí misma, transfórmase en amor propio abigarrado y compacto cuando de la boca de un gijonés, de un ovetense, de un avilesino, de un minero de la Cuenca o de un surfero de Salinas, brota la palabra Asturias.
El asturiano te abre su corazón, su hogar y su despensa hasta hacerte sentir parte de una familia inmensa, con la misma vehemencia con la que te abriría la cabeza con una botella de sidra si le faltas el respeto a la tierrina delante suya. El amor incondicional que se siente aquí por la madre Asturias es algo que yo jamás he visto en ninguna otra de las tierras españolas por las que he transitado. El andaluz presume de Andalucía hasta el vómito, y luego te suelta la bilis andalucista mientras te baila la tercera y te pone delante un plato de gambas; por lo menos, el andaluz que yo conozco, el que es como yo mismo. Pero es un amor inflado y algo fatuo, una presunción más que un recogimiento verdadero: es un decirte a lo gallardo, “vivo en el mejor sitio del mundo”, una chulería de flamenco que tiene un altísimo compuesto de endogamia, la peor sustancia química que existe. El asturiano, o así lo he advertido, te espeta con una naturalidad asombrosa su pasión visceral y sincera por el terruño, aunque viva en Buenos Aires y haga 30 años que no la pisa. Es una lealtad, más que una turbación; un franco y honesto sentimiento de pertenencia.
En Asturias percibí la diferencia diametral que separa los mares de España; el Atlántico es un perrazo tranquilo que sólo se alborota cuando sopla el poniente reventón, en marzo, con los temporales y los idus. El Mediterráneo es un caniche vuelto rottweiler sólo con las gotas frías, y en alta mar. Pero el Cantábrico es un tiburón peligroso, que muerde todo el rato. Me bañé por primera vez en él un verano en San Juan de la Arena, donde muere el Nalón, en una playa inabarcable protegida por una cresta verde con la que hacía eco el rumor de las olas. Salía uno ennegrecido del agua, con los restos del carbón todavía impregnados en la arena fría de aquella playa. Acostumbrado a coger olas zambulléndome a la carrera mientras la ola me empujaba hacia afuera, casi me rompo la crisma con la violencia con que me aprehendió el Cantábrico. No es un mar para jugar, bien lo aprendí.
Como Pla, algún día pretendo escribir un pequeño libro acerca de lo que he comido y lo que hemos comido, en nuestro tiempo. Un opúsculo que defina lo que somos en función de cómo hemos emplatado nuestras mesas. Dedicaré entonces un capítulo al cachopo. Me desvirgué en el cachopismo en un restaurante arquetípico que hay en Oviedo y que se llama Casa Pedro. Fue una eucaristía. Uno entra allí precedido de referencias monumentales y tópase con Pedro, un señor bigotudo y cano con gafas cuadradas, fortote, serio, siempre está en torno a la barra. Lo saludé como reverenciándole, atisbando en su ceño hosco algún indicio de si le caía yo simpático o no; en verdad cada vez que voy hago el intento pueril de agradarle, teniéndole por un maestro cachopero de dimensión histórica. Es probable que cuando yo muera nadie me recuerde más allá de la primera generación, pero sin duda la posteridad guardará memoria de los cachopos hechos de terribilitá de maese Pedro. Unos trozos de carne empanados con avidez, guarnecidos por ensalada o patatas, al gusto; una carne tan bien guisada que le hace a uno arrepentirse de haber dudado antes de meterle mano sobre si iba a resultar suficiente un cachopo para dos personas. No hay que pecar de glotonería antes de zamparse un cachopo, pues, generalmente, la sidra de la que es tradición acompañarse mientras se degusta le tumba a uno de manera irremediable, obligándole a guardar un par de horas de siesta de las de pijama y orinal.
El clavo. Así te avisa un asturiano antes de abrir la primera botella de sidra: no te envalentones, que luego te da el clavo. El clavo es una jaqueca febril, un inevitable peaje.
Lo cierto es que nunca estoy más tentado de abandonar mi ateísmo de infantería que cuando me ponen por delante un cachopo de buey con cabrales y cecina; o cuando dejan delante mío, con ese visage altanero del camarero asturiano, un paté de cabracho y unas patatas al cabrales. Estoy convencido que la Virgen de Covadonga cumple algún tipo de función esotérica en esta tierra, germinando Asturias de viandas sacramentales a modo de corrientes telúricas con las que convertir infieles al credo estético y gastronómico de la asturianía.
Subir al santuario de la Santina, como llaman aquí a su virgen negra, es toda una experiencia. Si uno va entre agosto y septiembre, cuando todavía aprieta el calor y las nubes dan la tregua más larga del año a esta tierra húmeda y fértil, se encuentra un lugar lleno de maleza y verdor, una floresta tan acogedora como cualquier otro sitio asturiano. Se sube desde Cangas, en donde está el famoso puente de piedra del que cuelga la célebre Cruz de la Victoria. Cangas de Onís, plaza amueblada entre vaguadas y siempre en ascensión, es un buen sitio para desayunar si se encuentra dónde aparcar. Junto a casas de indianos abandonadas, esplendor antiguo apagado por la herrumbre del tiempo, nace una carreterita angosta que se incrusta en el monte y lo serpentea dejando a cada lado pequeños caseríos desparramados a lo largo del camino y gargantas de esmeralda por las que pacen, de modo antinatural e increíble, algunos rebaños de vacas roxas. Luego se sigue subiendo hasta que van apareciendo a cada poco repechos en la cuesta y diminutas explanadas colgando deel precipio, en donde uno puede dejar el coche. Se termina llegando a Covadonga, que significa literalmente, cueva de la señora, a pie, rindiendo culto atávico a un lugar que emana recogimiento natural. Dos grandes leones decimonónicas de piedra escoltan y guardan la escalera, y nos descubren la condición de Real Sitio del santuario. Cientos de peldaños, esculpidos en la roca, por donde se sube a la gruta en donde yace la virgen aupada en un altarcillo.
Desde abajo sorprende por lo expuesto a la intemperie que está el sitio. La Santina surge como colgando de una hendidura en la pared de roca. Desde abajo no es más que un tajo dado con el revés de una espada gigantesca; una grieta en el talud añil por donde asoman las llamitas de cientos de velas y exvotos dejados allí por innumerables peregrinos y fieles. Todo en Covadonga evoca lo que debieron ser los lugares sacros de la antiguedad, fuentes de vida espontáneas nacidas abruptamente entre selvas frondosas e innaccesibles. Es como una prueba de fe, subir hasta allí arriba, y uno siente la necesidad, sugestión sin duda del momentum, de abandonarse a la venerabilidad de un lugar privilegiado, nido de águilas dominando el cielo asturiano. Algo parecido me ocurrió cuando fui al Cabo de Peñas, hace poco, en mi última visita. Resume Peñas lo que es Asturias: un lugar de belleza bravía.
Aparece de golpe el cabo cortado como a pico, en el final de un camino bucólico que atraviesa lo mejor de la Asturias rural. La ruta está sembrada de caserones e iglesias minúsculas, todas hechas de bloques simétricos de piedra. No hay nada de la exuberancia andaluza en esos templos, ni tampoco de la sobriedad austera del románico castellano: es un estilo mucho más hermenéutico, son iglesias de marineros y labradores que conquistan su pedazo de mundo desde tiempo inmemorial junto a acantilados brutales y un viento incesante que moldea almas como talla paredes kilométricas de roca calcárea. Peñas es mágico, y uno puede asomarse a ese mirador peligroso y sublime desde el que se otea el perfil del litoral cantábrico: una silueta negra recortada a martillazos sobre un azul inmenso, un azul bíblico. Delante, hacia el fondo, como epílogo invisible de la talasocracia azul, sólo quedaba Inglaterra y los mares del norte. Hacía sol; cuando solea en Asturias, no quema como en Cádiz o Sevilla, sino que permite el espejismo de una bóveda dulce y un mar iridiscente: pero no es más que una ilusión. La infinitud del horizonte se hace tangible en Peñas, y uno sólo puede separar el mar del cielo por las crestas que la ventolera recorta abajo, en la superficie encrespada del océano. Se echa el mar sobre las piedras de abajo, sobre las lascas de una orilla no pisada por el hombre, pues, ¿quién coño está tan loco como para llegar hasta allí, siquiera en barco? La mitad de las playas asturianas son vírgenes porque alcanzarlas sin morir despeñado o estrujado contra las escolleras es tarea propia de suicidas. Pero queda uno extasiado ante ese perfil marítimo: el Cantábrico abraza Asturias como un toro bravo embistiendo las tablas de un coso de albero, furioso, iracundo. Pero como el animal, ese mar da sentido al territorio, orienta la vida de la tierra, la fecunda con su poder. Y las olas llegan hasta Oviedo, y si no es por el Pajares, salpicarían hasta la catedral de León.