Puede olerlo. Sabe que está porque puede olerlo y su aroma llena la noche, la ahoga. El Güero no podría decir a qué huele su padre pero sabe que es el olor de su padre. El único. Y siente como si le dieran con un tubo en la base de la nuca y le fueran apretando los brazos con alambre, cada vez más fuerte, haciéndole saltar las venas, hundiéndose en la piel quemada por el sol luego de dos semanas de jale en la obra para recibir el primer sueldo de su vida. A los trece años. Y se lo ganó. Aguantó la primera semana en blanco y también la segunda, porque el sábado pasado el maestro José Isabel le salió con la misma cantaleta: que estaba a prueba. Nomás para ver si el Güero se hartaba y se pintaba de colores. Pero no. Por eso este lunes le dio la sorpresa y el Güero corrió a la azotea del edificio en construcción, con el mazo y el cincel en las manos ampolladas, para ver la ciudad que sería suya. Y tomó el autobús de vuelta a casa contento, pensando en lo que haría con el dinero como si se le hubieran borrado de repente todas las pecas de la infancia: comprarse un celular, cortarse el cabello como los grandes, o ir haciéndose del material para construir otro cuarto, ahí. Ahí donde no debería estar su padre. Donde nunca está. El muy cabrón ha de haber estacionado su ecotaxi en la colonia de al lado para evitar que la racilla le hiciera maldades, en el barrio fresa de Altavista. Por eso no lo vi, piensa. Y respira. Cierra los puños sin darse cuenta. La televisión centellea en la barda de la sala como el reflejo de una lumbre. Pero no se oye. El Güero oye nada. Tal vez su hermana esté viéndola en silencio. Sin querer hacer ruido o queriendo escuchar los ruidos de su padre en la recámara. El Güero duda. No se anima a avanzar ni a asomarse entre la cortina de flores para ver si es su hermana la que está mirando la tele. Cierra más los puños. Encaja las uñas sobre las ampollas reventadas y golpea el rollizo de billetes sobre la tela del pantalón. Debería entrar. Está parado a la mitad de la calle y ése no es lugar seguro: los Calcos ya están pisteando cerro arriba. Debería entrar y decirle a su padre que se regrese por donde vino. Debería entrar y decirle que esa casa ya tiene un hombre. El Güero golpea el dinero del salario. Debería entrar y decirle que ahí no es bienvenido. El Güero hace cuentas. Debería entrar y decirle a su madre usté cállese, con usted no estoy hablando, porque su madre se metería entre ambos. Decirle: Aquí ya hay un hombre. Y quedarse recio. Recibir el primero y quedarse recio. El Güero hace cuentas. Da un paso hacia la acera. El resplandor de la televisión reclama su incendio en el muro. Arden las flores de la cortina amarilla. Arde el olor de su padre en un desparramadero de diésel, de aceite carburado. El Güero da otro paso y el olor de su padre le taponea la trompa, le quema los ojos. Lo ciega. El olor de su padre arde en los muros de su casa, levanta llamaradas, prende la acera y la calle, rojo se pone el alambre recocido que ahorca sus brazos. El Güero se atraganta, raspa sus uñas sobre la trinchera de estrellas que arde en cada mano. Y se atraganta, chingado. Chingada madre.

II

Monterrey está lleno de fantasmas. Es un arbusto rastrero con fantasmas luminosos. El Güero también ha pensado que es una telaraña. E imaginó que cientos de ellas iban tejiendo su baba por el desierto, lamiéndolo por encima del polvo, bordeando a los gigantes de las sierras para formar una ciudad que llaman La Sultana del Norte. Otra noche, también acuclillado en el parque donde estaba la antena, en una de las cimas de la Sierra Ventana, imaginó que Monterrey estaba hecho con la misma materia de los soles. Pero hoy es un arbusto de fantasmas. Luminosos. Y abrió la bolsa del Resistol y se clavó en eso, en que los fantasmas iban y venían por el arbusto: luciérnagas con la voz de sus ancestros.

III

¿Cayó el ruco?

El Fede lo mide desde el borde del parque. Sabe intuirlo. Son camaradas desde bien morrillos, tanto que no saben ni cuándo se hicieron camaradas. Por eso no llega de golpe y espera a que el Güero cabresteé para acercarse. A lo lejos, pero cerca, se oyen detonaciones: lejos para no preocuparse pero cerca para saber quiénes tiran.

Simón, ahí está el puto. Fede se acerca y el Güero rola la bolsa. Los que tiran son los Dragons y los Calcos. Así hacen: se ponen a pistear cada quien en su esquina y luego no falta el despilfarrado que levanta el fierro. Y el otro contesta. Y así se ponen a tirar bala tranquilitos, de cuando en cuando y entre cheve y cheve, cagados de risa porque están tan pedos que no se atinan ni en sueños. O nomás en sueños. La puerta del kínder donde se sientan los Calcos tiene toda la lámina agujereada. Sí: los Calcos no se sientan propiamente en una esquina, sino en las escalinatas del kínder donde cierra la calle. Pero ésa es su esquina. El Tony se pasó de verga, dice Fede y le dice que el Tony iba acá, echando rostro en la baila por la calle de doña Esperanza cuando wachó al Koyi en la pendeja caminando frente a la tortillería, como en su propio coto, bajo la gorra, como bien tinaco, y dice el Fede que el Tony dijo: presta pa la orquesta, no estás en tu cuadra. Y le pedaleó a la baila y lo emparejó y, ya que lo tenía al tiro, estiró la mano y le birló la gorra. Ahí te ves, puto, dice Fede que dijo y dice que ya lo andan zorreando, que se lo quieren quebrar.

Quién le manda meterse con los grandes, hasta me pidió esto dice Fede y saca picarón un Taurus tres cincuenta y siete, chiquito. Y el Güero piensa que para eso era el cotorreo, para presumirle el juguete. Así ha sido el Fede

desde siempre.

¿No lo quieres calar?

Nel, qué tal si los Dragons se ponen pánter.

Abajo la ciudad sigue siendo un arbusto lleno de fantasmas. Pero al Güero le ronda una frase: meterse con los grandes. Está sentado sobre el Mar de Tetis y los fantasmas brillan en el fondo. Se levanta. Se levanta sobre la banca de concreto que se yergue sobre el lomo de la sierra. Se levanta, en medio de las cornamentas de los vientos. Y pregunta:

¿Vas a ir a tu cantón?

Hoy no puedo responde Fede.

El Güero mira a los fantasmas y mira calle abajo donde está su casa, su padre. El Fede tiene el revólver entre las manos.

Yo sí.

Extracto de la novela Indio borrado, de Luis Felipe G. Lomelí, publicada en México el pasado 21 de agosto por la editorial Tusquets, que da su autorización para reproducirla en Negra Tinta.

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