Me acuerdo muchas veces de aquella tarde. Volvía a España para trabajar como ingeniera después de mi estancia en Rabat. Volvía a mi país después de haber vivido la mejor experiencia de mi vida. No dejé de llorar desde que me marché de la casa en la que había residido con una familia marroquí. Recordaba todo lo vivido, toda la gente que había conocido, todo lo que había aprendido… y sólo podía hacerlo entre lágrimas. Lágrimas de pura alegría. Lágrimas de pura tristeza. Tocaba cerrar esa etapa para empezar una nueva y nada más llegar al aeropuerto de Barajas, en Madrid, toda esa emoción que llevaba acumulada se manifestó rápido en forma de rabia…
Una vez que los pasajeros ya teníamos nuestras maletas nos dirigíamos casi en fila india, como suele ocurrir en estos casos, hacia la salida. La inmensa mayoría eran marroquíes y, aunque aún no sé muy bien de dónde salieron, venían también dos mujeres que trabajan en el aeropuerto. No tenían pinta de ser azafatas pero iban trajeadas. Recuerdo que una de ellas me llamó especialmente la atención por la (asquerosa) manera que tenía de mascar el chicle. No dejaban de cuchichear entre ellas y de mirar a los pasajeros por encima del hombro, con esa actitud chulesca que sólo lo más ignorantes saben tener.
Después de un paseíto les perdí la pista y, cuando me disponía a entrar con mi mochila y mi maleta en uno de esos ascensores inmensos del aeropuerto, allí estaban ellas. Mascando chicle y sin parar de cuchichear. Entré, junto con otra pareja, y detrás mío venía una joven marroquí de unos 35 años, sola con sus maletas y su temido hiyab. Yo estaba dentro, de cara a la puerta, y a las señoritas las tenía detrás. A mi izquierda. La joven magrebí se dispuso a entrar y la rubia teñida mascachicles, ante el atrevimiento de la joven de querer compartir un ascensor con una occidental de su categoría, dijo: ‘No, esta no cabe.’ Así, a bocajarro. ‘Esta no cabe.’ Salí de repente de la nube en la que me encontraba, recordando momentos inolvidables en Marruecos, y no pude evitar girarme. Sólo me salió decir: ‘¿Por qué no cabe? ¿Porque lleva un pañuelo?’. La mujer, acostumbrada a ladrar sin que nadie le recrimine nada, se quedó sorprendida y dijo: ‘No, bueno… es que no queda mucho sitio…’ Sin decir nada más, me hice a un lado y la joven marroquí entró en el ascensor – sin ningún problema de espacio – agachando la cabeza y sin decir ni mú. Aburrida ya, supongo, de escuchar barbaridades similares.
Pocos minutos antes la había visto en el avión, hablando entre risas – en perfecto español – con una pareja que iba sentada a su lado. Y toda esa emoción que llevaba yo encima se transformó rabia al escuchar semejante frase. Rabia por ver que a una joven se la trata mal por querer entrar en un ascensor. Rabia por saber que aquella chica entendía el idioma y tuvo que escuchar lo que la mascachicles quiso decir. Rabia porque no sólo no se vio con fuerzas para decir nada sino que agachó la cabeza y se quedó parada, como la rubia quería. Rabia porque si, con razón, la joven estalla y contesta mal, no le habría faltado tiempo a más de una para llamarle mal educada. Aparte de mora de mierda, claro.
Pocos meses después, una mañana de sábado, me encontraba en Barbastro, el pueblo de Huesca en el que vivo. Una mujer de unos 60 años iba cargadísima con las bolsas de la compra y cuando se disponía a cruzar por el paso de cebra las bolsas cedieron y toda su compra acabó en el suelo. Un marroquí de unos 40 años se encontraba a su lado e, instintivamente, se agachó para ayudar a la mujer a recoger todo aquello. La señora, en cuanto lo vio, le apartó con las manos mientras repetía: ‘Quita, quita.’ No vaya a ser que le pegue algo. El hombre, con más cara de asombro que de otra cosa, se levantó y siguió su camino. Como si allí no hubiera pasado nada. Aburrido ya, supongo, de vivir situaciones similares. ¿Qué hubiera pasado si, con razón, le hubiera dicho a la mujer: ‘Ale, ahora lo recoge usted sola, ignorante.’? Una vez más, mal educado, machista y moro de mierda hubieran sido los mejores calificativos que hubiera tenido que aguantar.
¿Qué ha hecho esa chica para tener que sentirse despreciada por querer entrar con maletas en un ascensor? ¿Por qué el hombre, sólo por haber nacido donde ha nacido, tiene que aguantar que se le trate como a un apestado? ¿Por qué algunos, en pleno siglo XXI, todavía se creen que la tierra que pisan y el aire que respiran les pertenece? ¿Cómo nos sentiríamos si fuéramos a entrar en un ascensor en Alemania, Finlandia o Noruega y alguien de allí nos dijera: ‘Uy, no. Los españoles aquí no caben’? ¿O si en Holanda, Inglaterra o Australia fuéramos a ayudar a una mujer mayor y nos apartara de mala manera diciendo: ‘Quita, quita, que eres español’? ¿Por qué si cuando nosotros vamos a otro país no queremos que, ni por asomo, se nos relacione con miles de violadores, pederastas, asesinos, terroristas y ladrones que han nacido en nuestro país pero somos los primeros en despreciar a otros sólo por ser de dónde son? ¿Por qué nos creemos con el derecho a jugar a ser Dios?