Cuando los territorios inexplorados ya sólo se circunscriben a los fondos oceánicos, cuando las altas cimas son holladas a velocidades vertiginosas, cuando las pruebas de ultradistancia se convierten en el nuevo reto para sentirnos héroes en el existir cotidiano, la gran oda a la épica persiste cada verano –al margen de la mercantilización y las drogas de síntesis– en cualquier etapa del Tour, como así ocurre en tantos rincones de las Pitiusas. La fragua de los mitos que coronan puertos y vuelan sobre campiñas se aviva sucesivamente al comienzo del estío, la lírica de las pedaladas que trasciende, como decía El Grillo Bettini, los vatios y la potencia.
El ciclismo, en gran medida, se vive como herencia genética, como la transmisión de una costumbre en ese lapso cuando el calor aplastaba el rodezno y las cigarras cantaban mientras, al silencio de la siesta, un tubo catódico emitía –en el seno del caserío– gestas que ocurrían en Francia. El único ritual que persiste, desde hace un cuarto de siglo, dondequiera que esté, desde que en aquel verano del noventa y uno (por las callejuelas compostelanas, tras caérseme el primer diente de leche) íbamos de bar en bar, siguiendo la evolución de aquel ataque de Indurain, en el descenso del Tourmalet, poco antes del Aspin, con El Diablo llegando a su rueda. Mientras aquel niño que era descubría el significado de tête de la course caía hechizado ante la magia de los velocípedos en La Grande Boucle.
El Tour, en esencia, el ciclismo, es el único credo de mi padre, un clasicómano al que por fin “vencí” en una ruta de dos semanas en solitario como corredor del Zar. El paso por los Campos Elíseos en mi primera maratón; la playa de Normandía que se extiende bajo el pavés; la evocación aromática (by Proust) de cada pinchazo reparado a la sombra de un nogal. El Tour fue sintetizado por Vicentet, un nihilista gruñón cuyo servicio militar comenzó en el 35 para terminarse al acabar la guerra, y que chasqueaba la lengua murmurando: “Ché, quins hòmens més valents!”
El Tour es la oscilación de Abdoujaparov; los zarpazos bengaleses de Cipollini; la voracidad insaciable de Eddy; la entropía de Perico; las dotes camaleónicas de Jalabert; el actor secundario Poulidor; la obsesión Thyss calculando protocalorías; la preciosa “Fausto Coppi” que le regaló mi madre al seu xic, para que guardase aquella Orbea Orduña, y todas las proezas que, en consecuencia, descubrí del Campionissimo. El Tour es, también, el virtuoso pragmatismo de Anquetil, la nariz rota de Hinault que más de uno habría querido partir; las gafas de Fignon y Zülle; cualquier descenso sinfónico de Nibali; la bandana de Chiapucci; el sabor del primer Gatorade gracias a Gianni Bugno; la pedalada esquizofrénica, ese síndrome de Valverde en el Courchevel o Peyragudes; la gracilidad de Contador. El Tour es la poesía de aquel fulgurante Alpe d’Huez de Pantani. Indurain con un Mjolnir en cada pierna, allá en La Plagne, bajo el sol, o entre la niebla, mientras subía Hautacam, o a lomos de la Espada.
El Tour es vida y es literatura, la que genera, efímera, en tertulias de bares o chiringos de playa; en amplitud, como es el caso de Plomo en los bolsillos de Ander Izaguirre; y, en brevedad, como ese Pavés de Manuel Jabois, deslizándose por la memoria vívida de cuanto se asocia al seguimiento de la mítica tournée pour la France. El Tour es, con permiso de la Marvel y Terrence Malick, el último bastión para soñar con lo imposible.
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