Cada cierto tiempo, todos los periódicos anuncian en sus titulares que un peligro imparable, inclemente y demoledor amenaza a la ciudad, comprometiendo seriamente la seguridad de los vecinos de Buenos Aires: la niebla. Viendo el revuelo mediático que se forma habrá quien no salga de casa en tres días. De hecho, puedo imaginar a algún Matías, metido en un pijama de rayas en la cama. Y a su mujer:

–Pero Matías. ¿Hoy tampoco pensás ir a trabajar?

–¿Estás de broma? ¿Es que no leés el periódico?

Entonces alguien del gobierno de la ciudad, reconozco no saber quién, recomienda no usar el coche, ni los transportes públicos. Como siempre existen personas a las que nunca nada les parece suficiente, me imagino que habrá también por ahí algún Matías que recomendaría también no coger el metro.

–Boludo, ¿en serio vas a tomar el metro?

Porque ya se sabe como es esto de la niebla. Que como tenga un mal día se mete en el metro, acosa alguna rubia, roba alguna cartera e igual le da hasta por secuestrar al chófer. Cada cierto tiempo, todos los periódicos anuncian en sus titulares que un peligro imparable, inclemente y demoledor amenaza a la ciudad comprometiendo seriamente la seguridad de los vecinos de Buenos Aires.

Sin duda, es Buenos Aires una ciudad peligrosa.

Cuando fui por primera vez al barrio de La Boca pretendía ir con el Mac y una réflex. Cuando me recomendaron que no lo visitara de noche pensé que el Mac quizás no fuera necesario. Cuando me recomendaron que no fuera de tarde pensé que la réflex igual tampoco la necesitaría. Cuando directamente me recomendaron no ir, sopesé  hasta que punto necesitaba también los zapatos. Y me dije: “¡Bueno Santi, basta ya de excusas, necesitas los zapatos!” Así que fui, pese a las advertencias.

Como nunca fui un chico de meterme en muchos problemas lo único que se me ocurrió hacer cuando llegué a La Boca fue desabrocharme el primer botón de la camisa y poner cara de haber tenido un mal día. Memoricé hasta mi nuevo nombre: Santiago di Zeo. Y si alguien me hacía algo luego tendría que vérselas con mi primo segundo, el afable Rafael di Zeo, un ultra radical de Boca Juniors famoso por su elocuencia y espíritu dialogador. Pronto se me quitó la pose, a mí, o sea, a Santiago di Zeo. Iba tan en tensión caminando por la Avenida Almirante Brown, en el corazón del barrio, que cuando alguien chistó a mi espalda me di la vuelta tan alertado y eléctrico que parecía un reloj de cuco. Al final el hombre que iba a mi espalda saludaba a un amigo, y se pararon ambos a charlar. Llegué a mi lugar de destino, hice la entrevista, volví, cogí el autobús 152 y una vez en el asiento y alejado del barrio me dije con aire despreocupado:

Tsé, Buenos Aires no es tan peligroso como lo pintan.

Y es que lo pintan demasiado peligroso, pero como los argentinos son tan elocuentes uno se lo acaba creyendo. Hay una cultura del miedo tan arraigada que no verás un portal en la ciudad que pueda abrirse desde el telefonillo. Es decir, si un amigo tuyo viene a visitarte, tendrás que bajar al portal y abrirle con llave desde dentro.

Y ya me dirán de que me sirve a mí estar en el segundo país con mayor tradición pizzera si tengo que bajar a abrir al repartidor y no puedo recibirle en casa: en calzoncillos, borracho, y con barba de tres meses. Así no hay quien tenga un día de mierda. Porque a mí me gustan los días de mierda perfectos, como Dios manda. Esos dónde ni te duchas, ni cocinas, ni sales a la calle y te pasas el día viendo la tele queriendo ver solo desgracias, ya sabéis, infanticidios y cosas de esas. Esos días son los que me gustan a mí.

Resulta también, que cualquier comercio de la ciudad que abra más tarde de las nueve de la noche, pone una valla –no descartéis que alguna este electrificada– para evitar posibles robos. Esta valla por lo general suele tener un agujero como la medida de un cuadro para que la gente meta la cabeza y pida lo que quiera.. Yo a esas horas de la noche suelo bajar a por alguna que otra cerveza. Entonces me toca meter la cabeza dentro del agujero, algo así como Jack Nicholson en El Resplandor, y gritar “holaaaaaaaaa, ¿me dais una cervezaaaaaaaa?. Más tarde o más temprano siempre aparece alguien para darte lo que pides. En mi caso suele ser un italiano, que vivió en Roma, Venecia, y ahora en Buenos Aires. Siempre que me atiende acaba diciendo “Uf, trabajar me está mataaando”.

Y así pasa con todo. Si vas a cambiar dólares a los arbolitos, te dirán, “cuidado que allí te dan billetes truchos (falsos). Si lo que quieres es salir a tomar algo, te dirán “cuidado, cuando vuelvas de noche camina solo por las avenidas”. Si lo que quieres es coger un taxi te dirán “cuidado, quédate con la matrícula que muchos son unos atracadores”. En fin, según los bonaerenses vivir en esta ciudad es parecido a un deporte de riesgo.

Un día estaba comiendo un bocadillo de milanesa en un bar. Entonces se acercó un muchacho, que no debía rondar ni los 20 años y puso dos paquetes de cleenex encima de la mesa. “Cinco pesos cada uno”. Junto a mi compañera, lo miramos y dijimos: “no”. Entonces el chico se empezó a poner violento. Cogió mi plato y dijo:

–Como no me lo des te tiro el bocadillo.

Y yo, ciertamente, tenía mucha hambre. No quería quedarme sin bocadillo, así que le aparté las manos del plato, a lo que éste respondió objetando que era más caro el bocadillo que los cleenex y muy amablemente me sugirió a reflexionar si de verdad prefería quedarme sin el bocadillo por no comprar los cleenex. Entonces me volví a negar. El chico siguió insistiendo, y dijo:

–¿Qué prefieres, tu vida o el bocadillo?

Ahí me confundió, lo he de reconocer. Ya dije que nunca fui un chico de meterme en problemas. Si alguien quiere atracarme lo único que le pido es que al menos sea preciso, que si no; no hay quien colabore. Ya no estaba seguro de que era lo que quería ese proyecto de perdedor.  Ni lo que estaba en juego.  No sabía ya si lo que estaba arriesgando era un bocadillo o mi propia vida. Y con un bocadillo está bien hacerse el valiente, pero cuando uno de habla de su vida, eso… eso ya es otra cosa. Así que le acabamos dando los diez pesos y mantuve mi vida y mi bocadillo de milanesa a salvo. El chico se marchó hacia otra mesa, pero el camarero del bar lo interrumpió. Hubo un pequeño forcejeo muy lamentable por parte de ambos, y el chico, que parecía pobre como una rata, salió por la puerta y desapareció en la noche de Buenos Aires, eso sí, con mis diez pesos. Esa fue la única experiencia donde pude sentir la peligrosidad de Buenos Aires.

Una sensación de peligrosidad que se contagia por culpa de los millones de Tomás hipocondríacos y paranoicos. Y yo siento que me estoy volviendo un Tomás. Siento que me cuesta salir de casa las mañanas de niebla, que camino por las avenidas a altas horas de la noche, que me fijo en las matrículas de los taxis y que no pido tantas pizzas a domicilio como de costumbre. Ahora bajo directamente al bar, a pedirme un bocadillo de milanesa.

Y cuando me preguntan:

–¿Lo querés comer aquí?

Ahora miro a los lados, y susurro en voz baja:

–Mejor pónmelo para llevar

 

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