Confieso que estoy abrumado. Llevo así desde el viernes por la noche. Aún no he sido capaz de articular un texto inteligible acerca de lo sucedido en París. Acerca del horror, de la matanza. Acerca de la guerra. Confieso además que encuentro envidiable la capacidad -y la velocidad- de prédica que tiene la izquierda. Lo que se supone que es la izquierda, o lo que el vulgo entiende por eso. Talegón, Colau, el de FACUA, la dirección de Podemos. Todos han dicho algo. Todos han tuiteado algo. O han puesto textos preciosos en Facebook acerca del bien y los besos. Acerca del besarse, que es lo que entienden ellos por la paz. Pero yo sigue abrumado y no se bien qué me anonada más, si la exposición a la que como ciudadano libre me hallo, por la mera razón de serlo, al intento de asesinato yihadista, o por la reacción de esta gente.
Estamos en guerra. Hace unos meses, cuando lo del pequeño niño Aylan, escribí sobre la guerra. La guerra que tendríamos que hacer nosotros para terminar con la que había. Con la que destruye Siria, con la que devasta Irak. Con la guerra del siglo XXI, que es la barbarie contra la civilización, que no voy a apellidar occidental porque como le he leído a quienes saben más que yo, decir civilización occidental es tautológico. Pero la izquierda no quiere guerra. La izquierda quiere paz. Y valores democráticos.
Es grato siempre hablar de valores, y más si son democráticos. Se supone que éstos nos conciernen a todos, pues en democracia decidimos solventar nuestros conflictos. Sin sangre. Sin violencia. Los nuestros, digo. Los que vivimos en democracia. La izquierda española está quedando en una evidencia tan extraordinaria ante la dignidad con que François Hollande está liderando la mayor crisis de la V República Francesa en el nuevo siglo, que he de confesar que no soy capaz de salir de mi asombro. Hollande es socialista. Hasta ahora, había sido un presidente gris. Un jefe, como les gusta llamarlos a Trevijano. No un líder. Pero ante la agresión, ya el mismo viernes, con su policía entrando en Bataclan, actuó como líder. Lideró la respuesta, no sólo militar, no sólo política, no sólo legislativa. Todo eso vino después. El viernes por la noche, cuando aún no se sabía cuánta gente había muerto en el total de los atentados simultáneos, Hollande ejerció el liderazgo narrativo. Y dijo: estamos en guerra.
Pero la izquierda española, la más inculta y cobarde de todas las izquierdas europeas, no ha entendido todavía el mecano del mundo contemporáneo. Se muestra incapaz de descifrar la crisis económica; exhibe su arrogancia mitinera en las calles, increpando la legitimidad de la que procede todo sin entender su origen y sin adherirse a sus consecuencias. Una de las consecuencias de ser libre es la defensa de esa misma libertad. Su responsabilidad inherente. Por eso los líderes izquierdistas españoles dicen tonterías. Las llevan diciendo toda la vida, pero desde 2008, el volumen es impúdico. No hay que hacer la guerra, porque la violencia sólo engendra más violencia. Dicen. Ellos. Los que se oponen a la doctrina imperante tras la II Guerra Mundial, libertad individual y seguridad colectiva, siempre que no la desarrolle Putin.
Porque, confieso, sigo asombrado. Cómo se puede ser así de obtuso. Y no verlo. Bambi acariciando a los lobos. El subtexto de la izquierda al ubicar en la misma categoría moral a víctimas y verdugos es, como siempre, ideológico. Pero la lucha de clases no explica el yihadismo. Mohamed Atta era arquitecto y Bin Laden estudió en Oxford. Los que masacraron la redacción de Charlie Hebdo eran franceses; los que asesinaron en París el otro día también eran franceses. Y belgas. Europeos. Nacidos y criados aquí. Clase media. Sin embargo, para la izquierda siempre hay un pero, quizá porque en el fondo siguen creyendo en que el Hombre Nuevo Socialista acabaría de una vez por todas con la maldad del mundo. Lo juro, aún hay quienes creen en esas cosas. Lo confieso, no salgo de mi asombro.
No obstante, antes hablábamos de valores democráticos. Les voy a citar uno, y no menor: el monopolio de la violencia. El Estado lo detenta y así es como tiene que ser, porque la violencia ejercida por el Estado está respaldada, controlada y limitada por la Ley, y la Ley es la manifestación tangible y coercitiva de la soberanía agregada de cada uno de los individuos que componen ese Estado. Así que cada bomba que cae sobre Raqqa es la expresión de unos ciudadanos que se defienden, legítimamente. Y que atacan. A sus atacantes. La nación en armas se inventó también en esos dos lugares predilectos de la Yihad para cometer sus crímenes: Estados Unidos y Francia.
No. Esta guerra no comenzó en 2003, con la Segunda Guerra del Golfo. Tampoco en 2001, con la Guerra de Afganistán. Ni el 11 de septiembre de 2001, en Nueva York. Es una guerra entre una concepción del mundo y otra, incompatibles, irreconciliables, imposibles de armonizar. La teocracia islámica le ha declarado la Yihad al Occidente liberal, democrático, burgués y sibarita, que gusta salir y emborracharse, que gusta ver, ir y jugar al fútbol, que gusta de usar minifalda o hacer topless en la playa. A la izquierda española le avergüenza reconocer que nosotros, Occidente, somos los buenos. Pero lo somos. Y ganaremos porque nos ha costado dos mil años llegar hasta aquí. A lo largo de ese tiempo hemos aprehendido la flexibilidad evolutiva histórica apropiada para conseguirlo. Hace 200 años, dos naciones europeas se batían a muerte en los campos del continente. Ayer, una le rendía homenaje a la otra en el corazón de su orgullo patriótico, el estadio de Wembley. El mundo libre canta la Marsellesa, porque si no todas las banderas significan lo mismo, hay algunas que pertenecen a la élite secular de la civilización. Las que nos recuerdan el dolor y el sufrimiento del que el hombre sólo consigue despojarse mediante la convicción, la voluntad y la ley. La tricolor francesa y las barras y estrellas norteamericanas forman parte de esa élite.
Fotografía: Victortsu