Me huelen las manos a fracaso; las mías no, las de Milo. Su fracaso no, el mío. Milo huele a azufre, a meado.

¿Qué hay, Milo? ¿Qué es de ti? ¿Cómo te trata la vida?

A ola y a sacudidas, bueno. No pasa nada, amigo, ya sabes lo que dicen, no juzgues al mar por una sola ola, o vaya, ya sabes lo que digo yo.

Estás ya cansado de esta orilla, ¿eso dices? Sí, te veo. Con un pie aquí, en la arena, y otro más allá, perdido, hundido, se han llevado la mitad de ti, estás partido. Siento que duela, supongo. Yo te hice así de desgraciado pero todo tiene un motivo, ¿comprendes? Me estoy aprovechando de ti.

Y es que todos perdemos a alguien.

Tú eres mi recordatorio.

Milo vagabundea porque no tiene dueño, no se tiene a sí mismo. Arrastra su sombra siguiendo el cordón umbilical de la ciudad, los cables eléctricos que se dibujan como pentagramas partiendo el cielo y que no cantan ninguna canción porque no tienen pájaros que se posen en ellos. No tiene un destino. No tiene nada. Sólo a sus pesadillas. A sus fantasmas de cobre, sus demonios amarillos. Perros.

Milo no tiene principio o final, no sabe cómo ha llegado aquí.

Milo tiene escrito en las venas que no llegará lejos.

Es la definición viviente de maldito.

Él y todos sus perros. Moribundos. Como él. Caminando, casi caminando, sólo tropezando y sin tener a dónde ir, con las costillas que le sacan la sonrisa curva por debajo de la carne, los huesos marcados de hambre, el paso lento, apesadumbrado, la conciencia sucia, el alma llena de cáncer, Milo no estaba bien. Milo no lo está.

Milo tampoco va a estarlo.

Milo era y es ese espacio, esa pausa comprendida entre dos respiraciones de alguien que se va, de alguien que está a punto de irse o ya se ha marchando. Milo es un mal presagio.

Los fantasmas de los perros no ladran, pero Milo no se libra de ellos. De los ladridos, de los perros. De ninguno. Como ecos caprichosos, ahora alojados en tu pulmón, ahora en tu rodilla, Milo tiene más perros que huesos, todo espectros. Y los mata, lo intenta, y no les da de comer sin darse cuenta de que él también tiene hambre, ¿y si es uno de sus perros? ¿y si es el abismo del que hablaba Nietzsche? ¿Y si el perro se olvida que es perro? ¿Entonces qué es?

¿Milo?

Entonces es nada y en ese nada Milo cayó y se tropezó, siempre, siempre tropezando, le habían dicho que no veía, que era un crío, que tenía que crecer y dejar de correr (y Milo no se sentía ir bastante rápido jamás, no se sentía moverse del sitio) y tenían razón pero qué importaba; qué me importa, si nací con las rodillas rotas, lleno de lágrimas y lamentos, nací condenado, qué me importa, pensaba Milo, nací con este dolor de rodillas, este dolor de pulmones, este dolor de vida y él lo sabía.

Lo sabíamos los dos: Milo huele a nada, a meada de perro, a azufre, a tener un pie más allá que aquí.

Ocurre con Milo que dentro, dentro, más adentro, lo tiene dentro, lo que ocurre es que tiene alojado, como si fuera caracola de mar, pegando la oreja a su pecho lo podrías escuchar, tiene el abismo al que cayó. Al que cayó, Milo se cayó al abismo y contradiciéndose tocó fondo, su fondo, y estaba lleno de perros.

No hay poesía en la sangre de un maldito, Milo, Milo, Milo, repito.

Milo es ese silencio, ya sabéis que silencio, entre las respiraciones quejumbrosas del viajero que ya no se queda, esa pausa de agonía, sufrimiento retorcido como tripas entretejidas y estrechas, tensas y ahogadas, sogas a los cuellos, ese momento en que el equilibrio le echa un pulso al azar y a su prima la suerte y no sabes quién va a ganar.

Milo siempre está ahí cuando eso ocurre.

Cuando vienen los muertos.

Y a veces mira a esos que todavía no lo son, se ríe de la mala suerte y luego se abandona, se rinde a ella, le dice llévame, arrástrame, mar, trágame, pide, pero no ocurre. Pide que lo dejen ir, pero no puedo. No te puedes marchar también.

A Milo le gustaría acertar alguna vez, dónde poner el pie, de qué pulmón respirar, pero eso no va a pasar; sigue bebiendo por los muertos de otros y los echa de menos, aunque él jamás los conoció.

Foto: Viria.tumblr

 

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