“Yo soy de aquellos que quieren en silencio y se van sin despedirse ”
Hace pocas semanas comenzó el desfile de despedidas y “adioses” en mi particular Beirut. Gente que va, gente que viene pero siempre esa angustiosa sensación de que mayo es un mes complicado, un poco emocionalmente inestable. Y es que Beirut es un aprender a despedirse constantemente. Algunos días atrás me encontraba en una de esas cenas de despedida en las que por unas horas el tiempo se congela y todo el mundo parece sufrir un episodio de amnesia colectiva, olvidando el fatal desenlace que tendrá esa reunión.
La comida y el vino fluían con profusión, las risas y los bailes se intercalaban entre ellos hasta que, de repente, llegó ese silencio: el silencio incómodo. Las caras de los invitados comenzaron a enrojecerse y el ambiente se cargó de un incontenible sentimentalismo y aflicción. Entonces, las primeras lágrimas llegaron y ya nada se pudo hacer. ¡Vaya año tan intenso! Y, en medio de ese caos de emociones, me acordé de las despedidas veraniegas. Concretamente, de la despedida de ese verano de 1999.
Era 31 de agosto y un sofocante calor azotaba la costa valenciana. El mar se encontraba embravecido pero eso no amedrentaba a los tempraneros bañistas que querían desafiar al Mediterráneo. A pesar de ello, una inusitada calma marcaba el ambiente. Más que calma, apatía. Las vacaciones se habían acabado y era hora de hacer las maletas y volver a la capital.
Mi padre jugaba al Tetris con nuestras maletas y es que el cargamento de productos de la huerta ponía complicada la tarea. Mi madre colocaba a mi hermano en la sillita, también con bastante poco acierto. Y yo miraba el mar y a los bañistas en estado de trance, como si fuera la última vez que mis ojos fueran a ver algo tan bonito.
Y entonces ocurrió. Mi padre arrancó el coche y comenzamos a circular por las estrechas calles que abandonaban el pueblo. Un golpe sordo en el cristal del coche hizo que me girara. Allí estaban ellos: mi cuadrilla de amigos. Todos montados en sus bicicletas a lo Verano Azul, siguiendo al coche como podían mientras agitaban sus manos para despedirme. Y yo, sacando la cabeza por la ventanilla, les gritaba lo mucho que les iba a echar de menos mientras que poco a poco iban difuminándose en el horizonte. Entonces, comencé a llorar. Lloré las 4 horas y media de viaje de Valencia a Madrid.
Tenía ocho años y decidí que no volvería a despedirme de nadie nunca más. Y esa ha sido mi táctica durante todo este tiempo: nunca avisar de cuando me iba. Sin embargo, el otro día durante la cena las palabras de J.D Salinger en El guardián entre el centeno volaron por mi mente. “No importa que la sensación sea triste o hasta desagradable, pero cuando me voy de un sitio me gusta darme cuenta de que me marcho. Si no luego me da más pena todavía”.
Y comprendí que era bonito ver a la gente llorar al despedirse. Una buena historia merece un final así. Puede que esta vez avise a la gente de cuando me marcho, o puede que todavía no. Lo que está claro es que lloraré.
Porque de los sitios hay que irse llorando.