En septiembre de 2008 yo tenía 20 años y hacía segundo de Periodismo. Nos dio, a mí y a un par de amigos, por irnos una semana a Grecia. Era la segunda vez en toda mi vida que salía al extranjero. No sabía lo que hoy sé, ni de Grecia ni de la vida: no es que ahora sepa mucho, pero voy avanzando en lo de gnosti té auton.  Simplemente, sentía una atracción sorda y disparatada por Atenas y la Acrópolis. Muchas veces, después, he lamentado no haberme formado más en aquel tiempo. Jenofonte, Tucídides, Homero y Sófocles vinieron luego, con los años, a medida que crecía y me despojaba del mito universitario que tan mentiroso es. Pero con 20 años, qué iba a saber. Nos alojábamos en un hotel barato y limpio sito frente a la estación de Omonia: un lugar un poco turbio, aunque eso lo descubrimos más tarde. Lo primero que hicimos fue subir a la azotea para ver, a ojo, por dónde caía la Acrópolis, que es lo que siempre creí necesario hacer nada más aterrizar en Atenas. Desde allí oteamos el Partenón y nos pareció cercano: tengo que ceder a la cursilería para describir aquella estampa, con el cielo color ocre anunciando el crepúsculo y la vieja colina recortándose sobre lontananza; la verdad es que daba para paja, o a lo menos, para dejarse caer borracho y anonadado sobre una de las tumbonas que allí había dispuestas alrededor de la piscina., con los ojos fijos en el rectánculo enrejado que desde allí se me figuraba el diseño de Calícrates e Ictino.

Para llegar a Plaka y el Partenón habíamos de caminar durante tres cuartos de hora atravesando lo más jugoso de la Atenas moderna: la propia plaza Omonia, llena de yonkis y pedigüeños, la luego famosa plaza Syntagma, con sus evzones, el templo de Zeus Olímpico y la larga avenida de las embajadas. Esa cabalgata es la que verdaderamente uno ha de hacer si quiere desengañarse por completo de Atenas. Me topé con camionetas pick-ups hasta arriba de mujeres gordas ataviadas con pañolones de gitana en torno al cuello, semejantes a refugiadas de guerra balcánicas; pasé junto a un apeadero de autobuses cuya única línea era la que unía Bucarest con Atenas; cada esquina, hasta pasada la plaza Omonia, era la de un barrio nigga del GTA V, con la salvedad de que, menos negros, congregábanse en ellas nacionalidades diversas, desde la india hasta la montenegrina. Un par de calles antes de alcanzar Omonia Square contemplamos algo que iba a marcar nuestra estancia: de un furgón blindado de la policía griega salieron tres roperos empotrados empuñando una semiautomática, cada uno. Iban embutidos en un antibalas y delante nuestra, sin mirarnos, agarraron por el cuello a un tipo desvencijado por cuya pierna, no recuerdo cuál, sobresalía una jeringuilla. Aquello fue como un Welcome to Greece en luces de neón y me permitió descubrir que nuestro hotel estaba en una suerte de Atenas periférica, macedonia de culturas cuyo mínimo común denominador era la pobreza; y que en la plaza Syntagma comenzaba la milla de oro ateniense, donde los bazares asiáticos y los colmados de apariencia eslava se habían transformado en Zaras, HMs, hoteles con apellidos judíos y, en fin, lugares que cumplían los estándares occidentales de confort.

El septiembre griego, como el andaluz, es una ardentía. No les voy a contar a ustedes cómo es subir y bajar tres o cuatro veces la colina de la Acrópolis, con la pirólisis del mediodía. Buscando el ágora clásica dimos con Anafiotika, que es una aldea cicládica pegada como una lapa a la espina dorsal de la Acrópolis. Los albañiles que construyeron el palacio del rey Otón, traídos desde las Cícladas, mataron la morriña haciéndose casitas bajas, enjabelgadas, con escalón de piedra y teja colorada. De modo que, bajo el Partenón y las cariátides del Erecteion, de espaldas a la urbe, penetramos en callejuelas arábigas, de tan estrechas, de súbito silenciosas y vacías. Los turistas se apelotonaban frente al Filoppappos y allí fuimos nosotros después, a subir el risco aquel por una vereda empinadísima rodeada de hojarasca seca, con tanta sed que ni mear detrás de un pino pude, del calor. Pero, con los años, en mi mente Anafiotika ha ido agigantádose como el rumor de la crecida del mar: calles de piedra que suben y bajan en edénica quietud, rota la combustión del sol postrero del verano por la sombra de la colina, de la gran colina; un fresco tan puro, una sensación de alivio tan familiar y tan clara, que ya sólo quiero, en mis ratos peores, escribir así, con la diáfana transparencia de la sombra protectora de Anafiotika. Sin artefactos y sin el trampantojo de lo barroco, del que tan difícil me es escapar.

cariátides

Quizá, la proyección de aquel remanso salvífico detrás de la Acrópolis y justo encima del ágora antigua, que por fin luego encontramos (tiene otra historia, que ya contaré algún día), se apropia de mi mente por la vinculación de los paisajes serranos de Grazalema, donde pasé algunas temporadas en mi infancia. Me recordó mucho a Grazalema otro lugar al que fuimos, la isla de Hydra, un pedregal en la boca del Golfo Sarónico, a medio camino entre el Ática y la Argólide. Fuimos allí un día, de los últimos, tras haberlo visto casi todo, aunque ahora sé, claro, que verlo todo en Atenas es imposible, y menos en una semana. Naturalmente, salimos desde El Pireo, un sitio que, como casi toda la ciudad, me dejó una indefinible sensación de decepción; puesto que uno va allí con la cabeza embotada por cientos de historias, con la pretensión pueril de intuir a lo menos algún lienzo de las Largas Murallas de Pericles, como si aquello fuera la Macarena intramuros vista desde la Ronda de Capuchinos, o algo. El Pireo es un sitio muy feo, de típica estética post-industrial, y además fuimos un día en el que llovía mucho, con intensidad cantábrica. Llegamos al Pireo y embarcamos en un overcraft que daba gusto verlo, de grande y poderoso. Deslizábase sobre la mar encrespada como la mano del dueño que acaricia al rottweiler, por el lomo. Llegamos frente a Hydra después de atracar, de pasada, en un par de puertos; Hydra desde la ventanilla mojada del barco se veía como arracimada sobre el puerto, con cientos de casitas amarilas, naranjas, blancas y azules. Tanta variedad de colores, en contraste con el añil oscurísimo del cielo y del mar, sólo la he visto después en Cudillero, y también en una disposición parecida. Hydra se abría desde el puerto, génesis del lugar, y en ascensión por dos calles paralelas, larguísimas, que sólo pueden subir los hombres, las viejas y los burros.

Compré un paraguas al desembarcar. El overcraft se despanzurró frente al muelle, y de sus entrañas salimos como una horda confundida lo menos un centenar de turistas todos vestidos igual, con las cámaras de fotos colgando del pescuezo y asaltando los comercios de souvenirs con avidez. El paraguas era endeble, y apenas nos duró un par de asaltos con aquella lluvia sarónica que por momentos se volvía de una furia olímpica. Empapados pero contentos de estar allí, en el umbral del Egeo como aquel que dice, aunque no muy conscientes del lugar en donde estábamos por la irresponsabilidad de la edad, que no todo lo disculpa, salimos a Hydra a la buena de Dios. Era todo precioso, como una Anafiotika ampliada y más en cuesta. El núcleo urbano terminaba, arriba del todo, en un pinar típicamente gaditano. Pisando por aquella tierra húmeda, todo olía como en el campo donde crecí, con el verdor charolado saltándonos sobre los ojos desde las retamas y las palmas que nacían en torno a la cepa de aquellos pinnus pinnea que tan bien conozco. Desde lo alto se podía ver perfectamente la pequeña rada en la que se engolfaba el muelle de Hydra, y los barcos amarrados allí como pececillos comiendo en un acuario. Fuimos a comer a uno de los restoranes que circundaban el puerto, y aunque no recuerdo absolutamente nada de lo que probé aquel día, jamás olvidaré que el camarero que nos atendió, algo hispanófilo, decía ser del Español. Lo cual me sorprendió bastante y me sirvió para afianzarme en una creencia que yo por entonces sólo sospechaba: la de que el mundo es tan complejo e inasible que sólo merece la pena vivirlo, sin parar mientes demasiado en el tumultuoso intento de comprenderlo.

El viaje de vuelta a Atenas fue toda una epopeya. No pedí que me ataran al mástil de mi barco porque, materialmente, era imposible, pero ganas no me faltaron. Se me habían terminado las biodraminas; quizá por eso me pareció tan plácida la navegación primera. Se ponía ya el sol sobre el Sarónico, aunque ya no llovía. Refugiados en una diminuta dársena justo en uno de los lados de la bocana, esperábamos avistar por el horizonte azul el hidrodeslizador que nos debía regresar al Pireo. Pobre de nosotros. Lo que entró surfeando el oscurísimo añil del mar de Hydra fue un cohete en miniatura aupado sobre dos palas no mayores que las tablas normales que los modernos usan para surfear. Eso era lo que nos iba a llevar, navegando; ojeamos en derredor y al resto de turistas y pasajeros les parecía normal aquel cambio, así que lo mejor, me dije, era ir aceptándolo. Pensado con la perspectiva del tiempo, qué buena metáfora, aquella, del Estado griego: la ida, en un potentísimo overcraft, pintado de rojo y blanco, con una gran publicidad de Vodafone en el lomo brillante de la nave, tan grande y estable que parecía la Endurance de Interestellar. El viaje de vuelta, en un bajel pírrico, poco más que un lápiz de los que en verano paseaban a la gente por las playas de Chipiona remolcados por una zodiac, dando botecitos sobre las olas. Fiuuu, fiuuu. Un fiu más grande y ronco hacía aquella cápsula que no navegaba, sino levitaba sobre las olas del Sarónico, convertido de repente en un océano terrible y apocalíptico cuyas fauces amenazaban con tragárseme. Lo peor fue que, en mitad del rebote continuo en el que viajábamos rumbo al Pireo, mis dos amigos dormían con la boca abierta, uno a cada lado mío, cabeceando sobre mis hombros como dos auténticos hijos de puta inconscientes y plácidamente desenvueltos. Y yo, allí, juzgando que hasta Jasón había llevado a sus argonautas en mejores cáscaras de nueces.

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