“Éramos jóvenes, éramos estúpidos, era Beirut”
Homeland – Temporada 4. Capítulo 3
Ciertas ciudades te roban el alma al primer instante. Son como una descarga eléctrica, como ese frío viento que te atraviesa los huesos y te deja temblando varios días o, por qué no, toda una vida. Un anhelante Hemingway proclamó que “París no se acaba nunca. París siempre valía la pena, y uno siempre recibía algo a cambio de lo que allí dejaba”. Beirut es una impronta difícil de borrar. Es una revolución y, ante las revoluciones, o les plantas cara o te dejas llevar.
Ser joven en Beirut era pura quimera rescatada de Las mil y una noches. Era mortero y mar, montaña y nieve. Era odiarla con toda tu alma y amarla con todo tu corazón. Era todo y nada, especialmente todo. Beirut era bullicio, eran orígenes, era un tiempo marcado por otros astros. Un día podía convertirse en tres o cuatro y se esfumaban con la rapidez con la que un cigarro se consume. A caladas profundas, a veces atragantándose.
En Beirut había historias, había aventuras. Con nostalgia recuerdo aquellos días de Kia Picanto y kilómetros por recorrer, revolucionando el coche por las reservas de cedros o por las arenosas playas de Tiro. Aquellos días de beber cerveza local, Almaza, en las rocas que bordean la Corniche mientras observábamos los aviones aterrizar, tratando de averiguar su procedencia. Hasta llegar a Beirut por aire es magia y riesgo: aterrizas desde el mar mientras ves como las luces de la bahía de Jounieh te dan la bienvenida y, súbitamente, todo desaparece y parece que la inmensidad del mar Mediterráneo te va a devorar.
La vida en Beirut se ve diferente, en mi caso en un film de 35mm en blanco y negro. Y revelar los recuerdos como en la película West Beirut, cruzando de un lado a otro de la green line: cambiando de Oriente a Occidente, del Islam al Cristianismo. Invertir la mañana descubriendo Mleeta, el museo de Hezbollah, y la noche en gin-tonics en BO, un antiguo refugio antiaéreo actualmente reconvertido en una de las discotecas más famosas de la ciudad. Contradicciones de la vida o, más bien, vida a secas.
Mi abuelo me decía que siempre habría una única ciudad y una única persona que se adueñarían de tus recuerdos toda la vida. Sería de forma arrolladora y sin vuelta atrás. Éxtasis lo llamaba. He de confesaros que cada vez que pienso en Beirut cierro los ojos y entro en una especie de embelesamiento. No sé si será esa ciudad-éxtasis de la que hablaba mi abuelo pero allí, parafraseando al bueno de Hemingway: “Éramos muy pobres y muy felices”. ¡Extraña querencia la mía!
Éxtasis o no, Beirut no se acabará nunca.
Fotografía: Wiki Commons