Recuerdo un viaje a Cuba: Varadero en diciembre parecía verano. Corría, por entonces, el 35 aniversario de la Revolución. La mente excitada y la mochila cargada de ilusión que solo dejaba hueco para mi Nikon, diapositivas y películas de blanco y negro. Sobre nuestras maletas de turistas recién llegados charlábamos bajo el sol. Lo hacíamos con la prepotente tranquilidad de un occidental con derecho a viajar sin fronteras por el Mundo.
En la banalidad de la conversación, unos islandeses no entendían cómo viviendo en Canarias elegíamos ir de vacaciones a Cuba. ¿Para qué ir a otra isla rodeada de playas y veranos prolongados viniendo de un lugar similar? Les parecía estúpido. Aunque no lo dijeron, sus caras expresaban incomprensión y sorpresa. La respuesta fue rápida. Nosotros elegimos venir a Cuba de vacaciones antes que elegir Islandia, por las mismas razones que ellos. Pero en realidad no se trataba de eso, de lo incomprensible que parecía el hecho para ellos o de lo lógico que nos pareciera a nosotros. La verdad era otra. Teníamos la libertad de elegir y llegar a casi cualquier parte del Mundo. Da igual el destino o el lugar de procedencia, es el derecho a decidir libremente donde moverse por el Planeta. De eso se trataba, de eso se trata.
Nosotros, los “turistas”, nos permitimos clasificar a los demás viajeros. Decidimos quiénes son emigrantes y quiénes exiliados. Colocamos un filtro interesado sobre grupos de personas según nos convenga. Ya sea por cuestiones políticas o simplemente morales. ¿Qué diferencia hay entre un emigrante somalí y un sirio? Dos personas no son diferentes. Las razones que hacen que ambos tengan que huir de sus hogares tampoco los diferencia. Es precisamente lo que los une y conecta, la empatía mutua.
Son los exigrantes, los iguales.