Desde las inmediaciones donde se ancla nuestro pasado común salimos, hacia el noreste, para llegar al oasis de fragancias en el seno de Valencia. Una década atrás habíamos compartido pupitre en el estertor agónico del instituto. Un par de meses atrás nos habíamos reencontrado en un festival compartiéndonos como sendos velocirraptores que hibernaran en una gota de ámbar hasta eclosionar y confluir. Un par de horas antes había comenzado a brindar con cervezas artesanas y mi gran compañera de andanzas, batallas y conciertos, Diastema.
En una de las últimas tardes primaverales llegó aquel surfer, con su guitarra lánguida, hasta una intersección en el Botànic, con ese caminar, tímido y discreto, de cadencia ingrávida, hacia la pequeña tarima en un claro del bosque; con esos rizos quemados (ya) más por los focos de escenarios que por el salitre y el sol. Consigo traía, Borja Mompó, una tabla de canciones para pillar olas de brisa arbórea y respirar hondo, aquí, en el pulmón verde su ciudad, de vuelta al Mediterráneo.
Como emisario de Modelo de Respuesta Polar para la segunda entrega del ciclo de Sons al Botànic, en solitario acústico, el cantante se sumió como una frágil corriente oceánica en un intimismo etéreo, quizá, como si ese atardecer se concediera la licencia de ensimismarse en una burbuja herbácea como la de Groot. Sin la potencia de sus compañeros de formación había una ausencia de empaque envolvente. Una poesía un tanto aterida. Un mutismo contemplativo a ras de grava. Uno de esos días donde se aprecia la dificultad de llenar la escena más allá de la presencia sobre las tablas, hasta alcanzar el imaginario de la audiencia. Cuando el telón de fondo es tan absolutamente orgánico requiere que se le confiera una gran dosis de alma a la música para que no se evapore entre seres inanimados.
Con la sensación destemplada de un viento del norte acudimos a otro garito, Diastema había tenido ilusión por descubrir las canciones de MdRP en directo y, un tanto desapegada, se acicateaba a sí misma para llegar a descubrir, a menos de un kilómetro, a Soledad Vélez, con Polar y Torregrosa, si es que aún estuviera tocando en el Magazine. Así fue. El contraste, arrollador. Ni que decir tiene que bien pudieran haberse cambiado las tornas. La minería romántica de Mompó se prestaba, a solas, para una caverna oscura, dentro de Erebor. En cambio, las cuerdas vocales élficas de la Vélez habrían consternado, en ese Lórien, a toda la vida que emerge sobre las tierras de aluvión del antiguo Tyris.
Tras el Ártico, la Soledad. Ante el caudal de la señorita Vélez cada oyente quedó inserto en una crisálida auditiva, una delicada película que protege del frío invierno y la vacuidad. El formato y el estilo musical son secundarios, en este instante, la escena hip hop de la ciudad estará vibrando, me digo, a buen seguro –en el interior de La3– con Tote, Shotta, los Cookin’ y Juan Solo. Cuando todo carece de sentido, el sentido en sí es que la música, la verdadera, la indescriptible, sacuda.
Como sacudido quedé, tras el concierto, al contemplar una visión inesperada, una mirada herida, una amenaza de impacto de un tercio en mi sien por escribir un poema tan afilado como cierto. Diastema apretó mi mano e hice uso, en parte, de esa energía para sostenerme en la premisa predilecta de mi abuela: “Más vale una gota de miel que cien de hiel”. La musa anecdótica, que alguna vez fue, se enrocó en su gelidez al tiempo que pasaba cerca la cantante chilena sonriéndole a Diastema. Me despedí de la ex musa con mordaz gesto reverencial y terminé sorprendido por el abrazo cálido de la Vélez, al transmitirle el calado de su música, de tan compleja sencillez.
Ahora, en la terraza, mientras seguimos inmersos en este jacuzzi improvisado con una piscina infantil, vuelvo a proponerle a Diastema que acudamos al Botànic, mañana, porque viene Stanich, Ángel Stanich. Por que eso, sin lugar a dudas, va a ser una velada digna de relatar, frente al fuego, a los hijos de nuestros nietos, tanto da si llegamos a engendrarlos juntos, o no. Brindamos por ello, por que no estamos solos, y porque la música nos da vida y alimenta nuestros anfibios cuerpos.