Me parecía una pérdida de tiempo. Ir después de Navidad a casa de mi tío Armando para recibir como regalo tres pares de calcetines o cinco calzones era para mí casi la demostración de que el Niño Dios era una farsa. Mi madre se ponía muy contenta, eso sí, como cuando al final de Chabelo el niño perdía todos sus juguetes en la catafixia por una sala de Muebles Troncoso que hacía brincar de alegría a sus papás. En ese tiempo era un párvulo, claro, y como todo infante era un tanto corto de miras por falta de experiencia (algunos psicólogos podrán decir que los huercos son egoístas por naturaleza, pero esa hipótesis es harto debatible). Así, era incapaz de ver más allá de mi propia diversión y entender que un buen regalo es, precisamente, también algo que se necesita.
Mi profesión durante el último año ha sido casi por completo la de ser amo de casa. Lavo la ropa y los trastes, hago de comer, levanto tiliches, le cambio el pañal a la nena (y ahora que estamos en esa fabulosa etapa de usar calzoncitos para “aprender a avisar”, la diversión con los trapeadores y el lavabo se ha incrementado notablemente). Así que el otro día mientras comíamos, mi mujer –quien me ayuda harto en la casa, valga decir, y ella se ha zampado todas esas despertadas a media noche con la nena llorando– me contaba lo molesta que era la cosificación femenina de los regalos para el Día de las Madres. Pero conforme la escuchaba, yo no podía dejar de pensar que sí me vendría muy bien un sartén al que no se le pegara todo, o unos trapitos de ésos que limpian de maravilla y hasta parece que se exprimen solos. Mejor aún, si tuviéramos casa propia y mucho dinero, un fregadero de doble tarja me vendría de perlas para lavar la loza más rápido.
Se lo dije.
Me respondió que podía pensar eso porque era hombre.
Muy probablemente tiene razón. Sin embargo me quedé pensando un par de cosas. Más allá de lo extraordinario que es siempre regalar un detalle para demostrar nuestro cariño por alguien, no sé si este asunto de regalar lujos en lugar de cosas que se necesitan tenga más un sesgo de clase (o de pretensión de clase, que es peor) que uno de género. Algo así como recibir de Navidad, cuando niño, un avión a control remoto en lugar de los calcetines que sí necesitaba.
Más aún, regalar objetos que se requieren para el trabajo puede no ser el mayor de los gozos («ándele, profe, aquí tiene su caja de plumones de cumpleaños» / «quiobo, Ramiro, hoy que es día de tu santo te regalo estas tijeritas pa’ tu chamba de pedicurista») pero si son necesarios (es decir, si los alumnos ya se están quedando ciegos tratando de leer el pizarrón o si Ramiro ya está perdiendo clientes porque sus tijeras no tienen filo) seguro que el individuo en cuestión sí se pondrá feliz. Así, pareciera que el problema no son el tipo de regalos sino –y con sus debidas excepciones– la demonización del trabajo doméstico. Pues si se regala algo para el trabajo remunerado económicamente o para aquellas actividades que nos hacen sentir bien socialmente (desde una bolsa o unos zapatos hasta un asador o una página de internet para la ONG pro-defensa del manatí yucateco) está muy bien; pero es atroz si se regala algo para el quehacer doméstico, para ese que no se paga en efectivo y, por lo tanto, no entra en el ciclo neoliberal de las actividades con valor (salvo, claro, que se resuelva de forma clasista: contratando sirvientes).
“Si no hay dinero, no vale” es una máxima capitalista que no requiere mucha explicación para entender que esto, sin lugar a dudas, sí cosifica a los seres humanos sin diferencia de género. Por suerte, desde hace años y desde los pensadores de izquierda, ya se han alzado diferentes voces para (re)valorar todas aquellas actividades humanas que no están tasadas económicamente (¿haría falta hacerlo para que las cabecitas capitalistas entendieran el punto?), para (re)valorar todas aquellas actividades que hacemos por cariño, por solidaridad o por amor, como el trabajo doméstico. Si no es por esos motivos, dígame usted cómo haríamos millones de mujeres (y algunos hombres) en el mundo para lavar a diario los calzones cagados de su hija.
Post Scriptum– Luego de que mi mujer se enterara de que estaba escribiendo esta columna, llegamos a un acuerdo: este Día de las Madres me va a regalar un sartén nuevo y; el día del padre, yo le regalaré un par de libros que requiere para su tesis doctoral.