El Presidente tiene la tentación de usar la fuerza. Ya dio marcha atrás en la agresividad del discurso pero las calles desprenden signos ominosos. La situación es delicada.
En 1968 México tenía un presidente que inventó conspiraciones para justificar la fuerza. Después de la gigantesca marcha estudiantil del 27 de agosto, Gustavo Díaz Ordaz decidió aplastar el movimiento estudiantil y el 2 de octubre envió a pistoleros de su guardia personal a disparar contra civiles y uniformados en la Plaza de las Tres Culturas.
Enrique Peña Nieto demostró en Atenco que está dispuesto a usar la violencia estatal contra opositores. Hace días sondeó los ánimos pensando, tal vez, lanzarse contra los insumisos. El 9 de noviembre hizo escala en su viaje a Asia y lanzó una frase que la presidencia enfatizó poniéndola en negritas (versión estenográfica): es “inaceptable que alguien pretenda utilizar [la] tragedia [de Iguala] para justificar su violencia”. Regresó enojado y desde el hangar presidencial, el 15 de noviembre, condenó a los “violentos” y recordó que podía recurrir a “la fuerza pública”.
El 18 del mismo mes, elevó el tono y en el Estado de México señaló que había quienes buscaban “generar desestabilización”. Estaba tan molesto que a renglón seguido metió en el costal de los violentos a quienes difundieron la noticia de la mansión de su esposa. Esto último, añadió, podría ser parte de un “afán orquestado [para] desestabilizar”.
Dos mexiquenses de peso lo secundaron. El gobernador Eruviel Ávila cerró “filas en torno a nuestro Presidente”, quien enseña “que la prudencia no es debilidad”. El líder del PRI, César Camacho refrendó el “incondicional respaldo” al Presidente para luego anunciar, beligerante, que “vamos a cortar las ramificaciones de la cizaña que los desestabilizadores están tratando de sembrar entre nosotros”. El trío de políticos mexiquenses recurrió a las conspiraciones para explicar las inconformidades. Díaz Ordaz lo hizo con éxito porque sus tesis encontraron eco. Noviembre de 2014 es diferente al otoño del 68.
El 20 de noviembre hubo ceremonia matutina en el Campo Marte. Los presidentes de las dos cámaras y de la Suprema Corte, además del secretario de la Defensa Nacional se distanciaron de la beligerancia presidencial. El general Salvador Cienfuegos Zepeda pronunció un sobrio discurso de 1.085 palabras en el cual sólo mencionó –y sin servilismo– en cuatro ocasiones al Presidente (Eruviel lo hizo en 26 zalameras ocasiones en un texto de tamaño ligeramente superior).
El ejército, aclaró Cienfuegos, es leal dentro de “las leyes [y] con irrestricto respeto a los derechos humanos”. Cerró su alocución planteando el dilema: o seguimos el camino de la “violencia, la intolerancia [y] la crítica infundada” o exploramos la unidad entre “sociedad, gobiernos y Fuerzas Armadas” dentro de una legalidad que dé “cabida a la pluralidad de ideas y opiniones”. Se inclinó por lo segundo tal vez influido por una consecuencia inesperada del 2 de octubre de 1968: las fuerzas armadas entendieron que su misión no incluye la represión de inconformidades causadas por gobernantes civiles.
El Presidente cerró la ceremonia con mesura. Consideró “inaceptable la violencia, cualquiera que sea su origen” y, ¡oh sorpresa!, insinuó una autocrítica al aceptar que México “está dolido” por razones justificadas. Por la tarde vendría la gigantesca marcha ciudadana pidiendo su renuncia, pero Peña Nieto preservó el tono y al día siguiente sólo censuró a quienes realizaron “actos vandálicos”, una tesis a la cual se están sumando actores y que embona con los ánimos de una sociedad que, según las encuestas, está a favor de las protestas pero en contra del vandalismo y la violencia estatal.
Las élites están divididas sobre el uso de la fuerza. Peña Nieto atempera el discurso pero endurece el trato oficial a los manifestantes (cuestionable la detención de los once y absurda su reclusión en cárceles de alta seguridad). Son tiempos propicios para quienes apuestan, desde la sombra, por la violencia. ¿De dónde salen quienes incendian bienes y ánimos durante las manifestaciones pacíficas con la tolerancia policíaca?, ¿por qué se mantiene la agresividad de las fuerzas del “orden” y se violan los derechos de los detenidos?, ¿por qué callan los partidos?
Quienes estamos a favor de un cambio profundo por la vía pacífica debemos evitar que una chispa de violencia incendie la pradera. En la comprensión de los resortes de la violencia nos jugamos el futuro.
Colaboró Maura Roldán Álvarez