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En España se discute sobre la autodeterminación y la liberación de las naciones «oprimidas» que el Estado alberga en su interior. El nacionalismo exalta la batalla entre pueblos, como si España (pseudónimo por exageración de Castilla) odiara por condición genética a Catalunya o como si Catalunya detestara tanto a España (nuevamente, Castilla) que quisiera destruir su unidad con la voluntad de un suicida. Se entrecruzan las teorías antagónicas que, por un lado denuncian el carácter sanguinario, intolerante, retrógrado e inquisitorial de todo lo que huela a castellano, exagerando la leyenda negra del Imperio español que tan bien vendieron por el mundo ingleses y holandeses mientras ellos cometían sus propias tropelías en sus colonias. Por la otra parte, en cambio, se pasa la mano por la espalda del que proclama con orgullo que no compra productos catalanes o del que se queja sin haber puesto un pie al este del Segre de que en Catalunya los niños desperdicien su tiempo estudiando catalán en vez de hablar ese inglés shakesperiano que se le resiste al premier Mariano Rajoy.

¿Alguien se imagina al nacionalismo israelí poniéndose de acuerdo con el nacionalismo palestino? En Catalunya eso ocurre. El sionismo de CiU y el arabismo de las CUP se abrazaron tras la consulta del 9-N en un clima de exaltación nacional. El vínculo fraternal del pueblo que lucha por su liberación fue tan fuerte que llevó a un anticapitalista convencido (David Fernàndez) a abrazar a un president neoliberal (Artur Mas). El nacionalismo siempre es excluyente y, sin embargo, es un fenómeno que necesita aglutinar para triunfar. Nada aglutina mejor que un himno o una bandera, especialmente en el caso de los países jóvenes. Las derechas más reaccionarias de todos los estados del mundo lo saben a la perfección y lo utilizan a su antojo. Los colores patrióticos son sinónimo de unión y esa bala de cañón humana es la mejor defensa contra esas amenazas externas e internas que siempre aparecerán para vivir constantemente en estado de alerta. La URSS o la Cuba castrista, por no hablar del esquizofrénico régimen de Corea del Norte, son ejemplos para observar cómo proyectos políticos teóricamente internacionalistas se convierten en nacionalismo puro y duro.

En Catalunya, los movimientos alternativos, contraculturales y antisistema han estado tradicionalmente ligados, aunque no en su totalidad, a una ideología independentista. Se proclaman a la vez nacionalistas e internacionalistas sin darse cuenta de que cavan su propia tumba al formular este oxímoron. Uno puede emocionarse ante las notas de un himno o los colores de una bandera sin dejarse cegar y comenzar a balbucear lugares comunes que muestren superioridad frente al vecino. El himno y la bandera, no en vano, son las representaciones simbólicas del pueblo, el río, la calle, la playa o el bosque de la infancia. Pero igual que se puede querer a dos mujeres a la vez y no estar loco, también se pueden abrazar varias patrias y, sobre todo, ser crítico con lo que ocurre de puertas para adentro de tu morada geográfica.

Hubo un tiempo no tan lejano en que en España los hombres y las mujeres eran utilizados y exhibidos como perros. Al camino de retorno hacia aquella época lo llaman reforma laboral. A la nueva dictadura, más invisible y permeable, se la conoce como crisis. Los problemas de un parado catalán son los mismos que los de un parado albaceteño. El expolio en ambas instituciones ha sido el mismo. El «Espanya ens roba» es un argumento anacrónico después de escuchar las excusas de Jordi Pujol en el Parlament. Quejarse del PER mientras desayunas en el Ritz es tener una doble moral propia del peor de aquellos fariseos que huyeron del Templo entre azotes jesucrísticos. Es, en definitiva, ejercer de capataz, ya sea en la finca del señorito o en la fábrica del industrial. El gran misterio de este país es saber por qué los oprimidos del cortijo y la fábrica no se han unido aún para librarse de la opresión laboral que siguen sufriendo, disimulada ahora en contratos precarios de oficinista o camarero y en sueldos en negro. Esa es la verdadera opresión de este pedazo de tierra anexo a Europa conocido como España. Y, mientras eso ocurre, los altavoces mediáticos siguen atronando con las ansias de liberación de los pueblos olvidándose de que los pueblos son la suma de sus ciudadanos. Pero la libertad social, asusta. Demasiado. Por eso aparece oportuna el nacionalismo, siempre tan aglutinador, siempre tan uniforme, siempre tan simplista, siempre tan al servicio de los poderosos necesitados de peones.

La chispa que encendió la Primera Guerra Mundial no fue solamente el atentado de Sarajevo. Tres días después de aquel magnicidio contra la monarquía austrohúngara, la ultraderecha francesa asesinó al mayor líder internacionalista de la historia, el socialista Jean Jaurès. El nacionalismo francés tenía miedo de que Jaurès derrotara al ejército galo convocando una huelga general que frenase el reclutamiento y apagase los motores de las fábricas. Ese es el poder del trabajador que tanto asusta al sistema. Por tanto, poco extraña que Jaurès ocupe en los libros de historia que se usan en la educación española un espacio mucho más pequeño que el del príncipe Francisco Fernando de Austria, quien eligió un mal día para pasearse por las calles de la capital de Bosnia. Casas Viejas, la Setmana Tràgica o las revueltas mineras de Asturias no pretendían liberar a una nación, simplemente buscaban el restablecimiento de la dignidad humana de los que menos tienen y todo se les niega. La verdadera autodeterminación de los pueblos llegará cuando el humanismo derrote al patrioterismo. Ese día no se aceptará que los ladrones propios señalen a los ajenos, que también han venido a pillar cacho en este suelo sin gobierno, para lavar sus culpas.

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