El hombre termina el último sorbo de café, deja el pocillo en el plato y mira por la vidriera hacia la cafetería que está cruzando la calle. La que enfrenta sus vidrieras al café donde él está sentado. En la caja un hombre de corbata y gesto preocupado. Contra la barra, con cara de estar papando moscas, un mozo de camisa blanca y pantalones negros. En la mesa contra la vidriera, la que mejor puede ver entre los autos que pasan, como una ráfaga de color cuando el semáforo lo permite, tres mujeres. Las tres al filo de esa edad donde los kilos y la experiencia ceden paso a la resignación que desplaza toda expectativa. Una de ellas atrae la atención de las otras dos. Habla y gesticula y las otras ríen cómplices. Si mirara hacia la barra del lugar donde se encuentra, las otras mesas, vería el mismo invierno al atardecer, la misma evidencia desconsolada del tiempo que va a alguna parte sin llevar a nadie en él, dejando a las personas atrás, relegadas. Ve cruzar a dos adolescentes muy abrazados que se besan y se ríen avanzando torpemente. Dos cuerpos que se atrapan queriendo ser uno y que nunca lo serán por más de un instante. Quizás porque ese instante, esa ilusión de ser uno que aún los alimenta, pasan por el invierno como dos extranjeros.

Con gestos acostumbrados saca un cigarrillo del paquete, lo pone en su boca y lo enciende. Vuelve al libro que está abierto en la mesa y lee:

…La ciudad a su espalda ya no existe, basta no verla para perder la conciencia de sus edificios, calles y comercios. Para sentir que nunca ha sido parte de ella ni de sus despertares con olor a pan y café caliente, ruido de camiones que descargan cosas y persianas que se levantan. La ciudad ha sido una circunstancia más entre tanta. Un lugar donde no pudo hacer patria y con quién, mutuamente, se ha mal soportado sin amor y sin furia. Mira el mar de un verde eternamente sucio y olas blancas. La inmensa extensión de arena, la bruma que se monta entre el cielo y el mar para convertir las tres cosas en un plano sin fondo, una pared esfumada que sugiere distancia pero no la asegura. Hace frío. El viento lo lleva como una navaja, sin violencia, y lo empuja contra el cuerpo, la cara. La mujer busca calor para sus manos en los bolsillos del abrigo. Allí también está el frío y el viento como si no hubiera un sólo espacio que les pueda ser vedado. Mira el mar y desea la distancia, la largura de un destino lejano que no le pertenece. La aventura de un “adelante” como dimensión inexorable, univoca. Siente, junto con el frío, la voluntad de ir sin que exista un dónde. Piensa en la mujer pequeña y fea que ha muerto hace años en esas aguas para forjar un mito, se pregunta si uno simplemente podrá caminar y caminar y seguir caminando aún debajo de ese mar y morir como un poema o como la música de una guitarra, en un eco, sin memoria. La punta de la nariz le gotea y en los ojos una película de agua le recuerda el llanto, pero no quiere que el frío la venza, no quiere concederle ninguna victoria, ni siquiera la de moverse un poco para que el calor de la sangre agitada ejecute un vano conjuro. Cree, sin haberlo pensado, que ese cielo, mar, bruma, requiere de ese viento frío para ser lo que son, eso que se parece a un tango, o a la víspera de un entierro, o a la confirmación del doloroso incumplimiento de una promesa que se sigue esperando…

Mientras el hombre lee, por la puerta, que da al vértice de las dos calles, entra una mujer de tapado oscuro y colorida bufanda de lana gruesa. La cara blanca de frío y el cuerpo endurecidos de haber caminado por el invierno. Deja la cartera que colgaba del hombro en una silla y se sienta en otra sin sacarse el tapado. Hace un cuenco con las manos y acercándoselo a la boca sopla en él. Cuando el mozo se aproxima pide café con crema y espera que el calor le vuelva al cuerpo, a las manos que se masajea una con otra. El calor llega después de terminar el café y mientras aun aprieta al pocillo para robarse la temperatura de la loza. Saca los cigarrillos de la cartera, enciende uno y con la primera bocanada de humo mira el entorno sin curiosidad ni preocupación, con ligereza, para hacerse una idea de donde está. Después saca de la cartera un gran cuaderno de espirales y una birome. Escribe:

… Nadie lo espera. Lo siente del mismo modo que si dijera que no tiene donde ir, que no hay lugar donde no fuera impropia su presencia, sus dolores de espalda, las anécdotas que a veces recuerda y cada vez le parecen más las de un extraño, el recuerdo de un relato que le han cedido para tener algo que decir. Nadie lo espera y él ya no posee ningún apuro, ninguna razón importante, ninguna curiosidad anhelosa. Sin desearlo, con una resignación que escasamente suele rebelarse, se ha convertido en un voyeur cuando siempre se pensó un voyageur, mejor aún el capitán de la nave. Pero ésta, si existió, se ha ido a pique apenas apartarse de la orilla de un mar que le negó todas sus fantasías. No ha viajado nunca, se ha quedado crucificado bajo una Cruz del Sur que le señala cada noche su ubicación estática en un mundo que no le pertenece ya que nunca ha logrado conquistarlo. Él tampoco se espera. Se siente una visita ingrata en ese cuerpo que le duele. Un participante sin invitación de esa vida que no puede ser la suya, aunque cada mañana el espejo lo desmienta y le pruebe, sin atenuantes, que esa cara y esos huesos son él en forma indivisible hasta que la muerte le haga el favor de terminarlos a ambos; o de separar esa sospecha de alma, apenas pensamiento, de ese cuerpo que de nave terminó en cárcel, hospicio, pensión donde quedaron los restos del equipaje de aquel voyeageur  que se fue y lo dejo solo…

El hombre levanta la vista del libro y se aprieta con el dedo índice y pulgar los lagrimales. Por un instante ve una suave película rosada y con eso se va el cansancio que le produce la pequeña y apretada letra que llena las páginas. Por hacer algo toma otro cigarrillo, mientras lo enciende vuelve a mirar por el vidrio contra el que apoya su hombro derecho. La tarde se ha hecho noche sin transición. Las calles están sucias y los comercios vacíos, la mayoría de los autos que pasan son taxis y en el café que está cruzando la calle se han renovado parroquianos que se comportan como los anteriores. Suerte de eternidad de gestos semejantes, ropas parecidas, charlas reiteradas, invierno, frío, café. Recorre con la vista el salón donde se encuentra y ve a una mujer con tapado que escribe, a dos viejos que parecen dormidos frente a frente, tres hombres que exhiben sus celulares como si ellos fueron el emblema de un poder y una importancia que necesitan que sea reconocido. El Mozo fuma ocultando el cigarrillo en el costado de la barra, el hombre de la caja relee la sección deportiva del diario. Hace una señal, un gesto que ya es convención nacional, y el mozo asiente con la cabeza. Otro café. Se piensa en esa ruta que escribiera Roberto Bertera, esa ruta interminable y en los carteles al costado. El hombre se sonríe al pensar que ha cruzado uno que dice: “En dos horas el invierno”, luego de otro que anunciaba: “Desde aquí el sur”. Ahora se acerca a uno que dice: “A tres kilómetros la soledad”. Bertera vendía sus libros a los pasajeros del taxi en que era chofer. Bertera estaba loco, completamente loco y se perdieron los rastros en esas corrientes de la vida que, supone o está seguro, no los llevó, a ninguno de los dos, a ninguna parte. Tiene el deseo de ver un cartel que diga: “36º al este Roberto Bertera, escritor y alienado”. No habrá ningún encuentro mágico, ninguna alteración al último aviso cierto de esa ruta interminable: “A tres kilómetros la soledad”. Después de ponerle azúcar al café que le han traído, vuelve al libro y lee:

…Le da placer sentir como los tacos de sus botas se hunden en la arena mojada. Cada tanto da vuelta la cabeza para ver sus huellas. Se pregunta si la persiguen o la empujan y no sabe responderse. El frío la lastima y siente que hay en eso algo justo, un modo de armonizar lo que siente dentro del cuerpo con lo que el viento y las navajas del frío le hacen sentir por fuera, como si el frío emparejara esa cosa áspera que le duele en alguna parte indefinible de sí. La ciudad sigue a su costado tomando el ritmo de las horas, cobrando esa intensidad que hoy, más que nunca, le resulta ajena. De frente viene un hombre trotando con un perro a la vera. Sería grato un perro amigo, un amigo, alguien que fuera a su lado sin preguntas, dispuesto a dejarse abrazar y a mantener el abrazo sin urgencia de otra cosa que sentir la vida de otro sosteniendo la vida de uno. Sería bueno un abrazo que semejara al olvido, a un refugio contra la memoria, a un resguardo contra el después y sus contratiempos. Un abrazo que suspendiera la realidad, que diera prioridad a la sensación, a la piel, los latidos. Aunque la experiencia le hace saber que nunca es más que una ilusión, que el instante se termina. Comprende que desea abrazar y ser abrazada, entregar el cuerpo a un abrazo que prometiera besos, caricias, la expectación de ver y ser vista, de descubrirse nuevamente en el deseo de otro, de ser conquistada para perder la conciencia, las ideas, el lenguaje y dejarse flotar en un deseo de animal ancestral. Se sonríe de sí misma, el frío le duele, eso es todo lo que hay y todo lo que tiene…

La mujer lee las tres páginas que ha escrito, tacha palabras u oraciones y rescribe encima de las enmiendas con caligrafía dudosa. Durante los últimos párrafos enciende un cigarrillo. A veces hace un gesto donde pareciera que el humo aspirado le aprueba o desaprueba lo que va leyendo. Termina de leer y llama al mozo, pide otro café con crema. Extiende la espalda contra el corto respaldo de la silla y aunque el tapado la incomoda desiste de quitárselo, el cuerpo tiene en su memoria el temor al invierno. Le presta un poco de atención a la música suave que proviene de algún lugar entre la caja registradora y las vitrinas de vidrio y espejo con botellas de colores, Frank Sinatra canta:

Strangers in the night
exchanging glances
Wond’ring in the night
what were the chances
We’d be sharing love
before the night was through…

Cesa la canción y poco después termina el café con crema. Corre el pocillo y el plato haciendo lugar, apoya el codo izquierdo en el borde de la mesa y la cabeza en la mano. Vuelve a escribir concentrada:

…Ya entregado a su destino de voyeur se le ocurre que hay un único modo de redimirse, lo que significa un solo modo de soportarse sin sentir ese hastío sin dirección que le duele tanto como la espalda contracturada. Escribirse una vida, fábular las aventuras inciertas de alguien que se le parece y que hasta podría ser él mismo. Escribir la vida es semejante a vivirla si se escribe con intensidad y hay sobre quién escribirla, si hay una mujer sobre la cual garabatearse a uno mismo, balbucearse, exagerarse en una metáfora. Una mujer ante la cual interpretarse y conquistarla como aquel intento fracasado de conquistar un mundo, una isla, un feudo. Una mujer desnuda como una pagina en blanco en la cual volcarse sonido a sonido para construirse de nuevo, para renacerse de la propia voz. Una mujer que fuera capaz de leernos como la primera vez, como la primera pagina. Capaz de seguir nuestra aventura con curiosidad, asombro, sospechas y gritos de susto contenido. Piensa que esa vida que no es la suya cobraría algún sentido en el ojo de una mujer, en la boca de una mujer capaz de deletrearle el alma, la amargura, los años que se fueron y el invento de los tiempos que podrían venir y que él sabe que ya no vendrán. No hay donde escribir. No hay nadie que quiera levantar las apolilladas tapas de este hombre que, como un libro cerrado, espera en vano guardando una vida que no existe. Ante esa idea-deseo que se frustra en sí misma, se siente otra vez en esa ruta interminable que no lo lleva a ninguna parte y en la cual no hay posibilidad de retroceder. No va a escribir nada, seguirá mirando indiferente un mundo que no le pertenece desde una vida que no puede ser la suya pero es, tal como se lo confirma cada mañana el espejo. Su historia no tiene interlocutor. Lo sabe como sabe el camino que lo lleva a ningún lugar…

El hombre cierra el libro. Deja dentro de él a esa heroína que se le parece tanto y que ha construido con las pistas de la lectura y con su imaginación. Aquella playa está lejos de ésta cafetería donde la música se repite en tandas regulares. Prende otro cigarrillo y mira el entorno. Tiene la idea de náufragos aferrados a sus mesas. Robinson que fingen no serlo porque les da vergüenza asumirlo y porque temen el desengaño reiterado de dejar de serlo. También porque hace falta una valentía o voluntad que él no tiene. No hay huellas de un Viernes. Nadie invade el territorio de nadie y está bien que así sea. Cada cual en su mundo, en su vida, en sus silencios, en sus charlas o en sus libros. Se culpa de transferirles a otros lo que siente para sí mismo y deja de mirar ese ecosistema donde nadie lo mira a él. Fuma despacio y pide otro café.

Como siempre le ocurre, cuando termina de escribir algo que le gusta, ella siente  ansiedad de hacérselo leer a alguien, de recibir una opinión, de compartir lo que ha creado. Lleva años tratando de no sentirlo, pero es inevitable. Mira en derredor y se confirma que como tantas veces está sola y que su mundo escrito es únicamente de ella. Se confiesa que escribe por muchas razones, una es exorcizar la soledad en la cual su mundo de palabras parece podrirse como una cosa muerta. Se pregunta qué resultaría de ir hasta esa mesa donde dos hombres hablan de a ratos entrecortados para pedirles que lean su cuaderno. Se sonríe de la idea. Llama al mozo y mientras lo espera mete el cuaderno y la birome en la cartera. Paga y sale despacio.

El hombre ve salir a la mujer del tapado negro mientras Frank Sinatra vuelve a cantar:

Extraños en la noche
intercambiando miradas
preguntándonos en la noche
cuáles eran las posibilidades
de compartir el amor
antes que la noche pasara…

 

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