No se distingue a los españoles de Internet de los españoles de la calle porque todos son pequeños, peludos y vociferantes, y a veces hasta son los mismos. Todos ellos llevan unas cuantas horas hablando de la abdicación de Juan Carlos, el acontecimiento de la semana, del mes, del siglo si se nos tuerce; y como todos tienen ya una opinión yo me he tenido que cocinar la mía con los restos del banquete que me fui encontrando ayer durante el paseo.

Decía Umbral que España le gustaba barroca como Lola Flores, y la ciudad que recorrí todavía rebosaba de “días y venturas”, de tabernas, de cielos velazqueños y hasta de muslos rubicundos y poco acostumbrados al sol que estaban encantados con todo lo anterior. Era un escenario pequeñito como para sainetes, por ejemplo, para ese en el que Esperanza Aguirre recibe la postmodernidad: entran dos activistas de Femen cargadas de simbolismo y nuestra torera favorita dice “¡aay, aay!” con un susto exagerado propio de la peor comedia de Lina Morgan. Ese es nuestro imaginario y a él nos debemos con la pasión desbordante que, como nos recordó Borges, sólo podría tener un irlandés entregándose al hecho de ser irlandés.

Es por eso que ahora me sorprende una de las posturas más adoptadas por los monárquicos: defender la idoneidad de Felipe (Uve Palito) para ocupar el Trono por su formación y sus capacidades. Es como si para algunos el Príncipe hubiera certificado su nivel de inglés en un examen de Cambridge y además hubiera aprobado una oposición imaginaria y, por cierto, bastante poco concurrida. Y eso, además de aburrido, es una claudicación en toda regla.

Si yo fuera monárquico y no lo soy, querría un rey ocioso y brutal, un remolino de brillos y pompas y hasta que fuera indudable que es Dios y no el pueblo quien le otorga la autoridad. Lo que se nos propone ahora es un rey como recién salido de la facultad de empresariales, una mala representación mermada a juego con esta época de ensaladas y franquicias. Es una pena, porque si Felipe reina no habrá Bradomín que le rete.

Por otro lado, tampoco parece que vaya a llegar la República que yo querría, que es báquica y festiva, que se presta a que la encarnen voluptuosamente las activistas de Femen y que no tiene que ver con la cosa encorsetada que algunos anhelan.

Pase lo que pase, será una cosa gris y deslucida. Porque las alternativas ya no son el chiringuito o la universidad. Sólo la miseria o la miseria, como nos dice Manuel Vilas:

Ninguna revolución a la vista. Ninguna clase social tratando de salir de la mugre. Esta mugre inmensa. No hay fusilamientos de tiranos. No hay ni tiranos. No hay violaciones de las hijas adolescentes de las reinas neuróticas. Hay presidentes de comunidad de vecinos.

Y es que al final, como en casi todo, lo que importa es el estilo, que se va perdiendo. Y es que tanto la política como el discurso son cambiantes y reversibles, pero si algo me disgusta de un escritor o de un país es que anden desgreñando el estilo. Menos mal que ya llega el verano y a bailar.

Foto de Carlos Viñas

 

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