Hace un par de semanas me llegaron los papeles para hacer la Declaración de la Renta a lo canadiense. Como buena exiliada contribuyente, he estado pagando hasta el último céntimo de impuestos de este país espejismo. Espejismo de igualdad, espejismo de oportunidad, el sueño neocon hecho realidad. Rima.

Después de poner mi declaración en orden a través de una gestoría (por supuesto, las facilidades para hacer estos trámites son nulas, aquí y en cualquier país capitalista que se precie), un conocido canadiense ha tenido la osadía de preguntarme, tras hablar unos minutos sobre el tema, ¡Ah!, ¿Pero vosotros – los inmigrantes- también pagáis impuestos?

He notado la mecha, la dinamita, el fulgor en el estómago de la respuesta inmediata. He notado las palabras agolpándose en la punta de la lengua, quemándome por dentro y por fuera, estrechando mi maltrecho sentido de lo políticamente correcto. Deformándolo y acariciando la venganza.

Intentado no mostrarme brusca he contestado con un Of course! Forzado y maldito. Tan maldito que mi alter ego me ha jugado una mala pasada y un brote de verborrea ha empezado a supurar por mis poros.

Bueno…y ¿Qué te crees? ¿Qué estoy aquí de rositas? Yo no os debo nada, ni vosotros a mí. Yo pago mis impuestos, y aún ni sé por qué lo hago, ya que no obtengo ningún beneficio a cambio. Sí, una seguridad social que no me sirve para nada, limitada y con más condiciones que un contrato pre matrimonial. Pago mis impuestos para que vosotros (malditos), os beneficies el día de mañana de un plan de pensiones al que yo nunca tendré derecho. Pago mis impuestos a un gobierno con unas leyes de inmigración del siglo XIX xenófobas y anticuadas. Pago vuestros impuestos para que cada santo día de mi existencia en este país me digáis con condescendencia: ay, claro…Es que de la manera que está Europa… Aquí al menos puedes trabajar.

Como no he obtenido disculpas por semejante majadería, tampoco he dado tregua a mi opositor, que tras sus gafas de pasta miraba incrédulo el borboteo de rabia sangrante que salía de mis entrañas. Y entonces… el cataclismo… Me ha mencionado el servicio de inmigración canadiense y las nuevas leyes, de las que escribiré en otra ocasión para dar a conocer al mundo como se las gasta este país de osos, ardillas y paisajes inmerecidos.

Mira, – le he dicho con una soberbia que conozco muy bien- Vamos a hacerlo de esta manera: leyes bilaterales. ¿No queréis inmigrantes mexicanos para trabajar en Canadá? Muy bien, prohibida la entrada a todos los canadienses que veranean en Cancún, que no son pocos. Que se cancelen todos los vuelos a Punta Cana, a Playa del Carmen, a Australia, a Puerto Rico, tirados de precio para que vosotros, canadienses, os pongáis morenos a costa de la vitamina D de otros países. Porque bla bla bla bla…

Sin mediar palabras de transición o armisticio, mi oponente me ha comentado que en unas semanas se iba a Portugal de vacaciones, a visitar los cementerios llenos de caídos canadienses de la Segunda Guerra Mundial. Porque… -Y transcribo literalmente- ¿Qué sería de la libertad del Mundo Occidental sin su sacrificio?.

Y en ese punto de la conversación he decidido ceder, sonreír, morderme el labio inferior como hago cada vez que se me atraganta una opinión y dejarle marchar asintiendo con una sonrisa y haciendo ver como que no entendía lo que me decía. Un Oh, yeah! ha sido suficiente ara sentenciar el encuentro. Y es que en este país de las maravillas, cielo multicolor de hipocresías tejidas con petróleo, un Oh, yeah! y una sonrisa a tiempo bastan para dejar en tablas una batalla a muerte. Así son ellos.
Oh, Canada!

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