La vida no vale nada. Lo saben las víctimas, lo saben sus verdugos. Una vez más, comprobamos en París con doloroso terror, que la vida es una débil llama que se puede consumir bruscamente con un soplo. En Francia, el atentado al diario satírico Charlie Hebdo ha oscurecido la luz de 17 velas apagadas por el violento paso de un huracán relinchando sinsentido. Inmediatamente, quise ponerme a escribir para ordenar mis ideas y encontrar una explicación plausible, pero comprendí que la mejor reflexión se obtiene al dejar escampar la ira. Opinar en caliente te puede retratar en una escena que uno a veces no desea. Por otra parte, la resolución de los problemas más complejos nunca viene de la mano de las propuestas más sencillas ni espontáneas, porque al final resultan ser casi todas oportunistas, como muchas que estamos viendo desde el minuto uno de esta barbarie.

Poniendo esta lejanía en mis letras, me permití descubrir más detalles sobre lo acontecido, sus personajes y su triste desenlace. Así, días después, supe que los terroristas islamistas que entraron a golpe de kalashnikov en la redacción del Charlie Hebdo eran ciudadanos franceses. Nietos de inmigrantes argelinos, pero más franceses que el expresidente de la República, Nicolas Sarkozy, por poner un ejemplo libre de sospechas. Cito a Sarkozy por su extenuante crítica con la inmigración –o racaille (escoria), como le gustaba nombrar–, siempre prometía mano dura. Es curioso como Sarko, hijo de un húngaro que probó suerte con éxito en Francia, sea el maestro del algodón nacionalista francés. Vaya hipocresía más palmaria.

Y es que, en temas de hipocresías, es en este tipo de sucesos impactantes, en donde se dejan ver sin disimulo miserias muy peculiares. Que toda la sociedad se solidarice con un periódico satírico –que no todos leían– abatido a tiros por hacer uso de su libertad de expresión me parece muy loable, pero que cierto tipo de gente o ciertos medios de comunicación –como La Razón en España– se cuelguen la chapita de “je suis Charlie Hebdo” para venirnos a decir entrelíneas que la inmigración es el problema, me parece de un cinismo oportunista y deleznable. Especialmente, cuando meses atrás exigían su cierre por blasfemar contra el catolicismo. Este tipo de actitudes prueban que el yihadismo le hace la cama a la extrema derecha en Europa. Por eso, no es de extrañar que la agresión hacia Charlie Hebdo perpetrado por una minoría radical, esté siendo lanzada como un boomerang de odio contra la comunidad musulmana (4 millones en Francia, unos 13 millones en la UE). Musulmanes corrientes que en su mayoría no entienden de kalashnikovs ni de vírgenes desnudas acostadas a las puertas del paraíso de los mártires porque se dedican a trabajar y a llevar a sus hijos al colegio.

Es en este punto cuándo nuestros prejuicios nos platean la eterna pregunta, siguiendo el símil del huevo y la gallina: qué fue antes, ¿la inmigración o el racismo? El dolor y el miedo siempre nublan la razón y la mesura. Categorizar a los inmigrantes en buenos y malos según su procedencia, raza o cultura, es caer en la tentación de crear dos lindes entre ‘ellos’ y ‘nosotros’. Se empieza criminalizando a un colectivo y se acaba en la Europa de 1933. ¿Es que no tuvimos suficiente? Por encima de todo, cuidemos que las palabras inmigración, integración, y problema acaben como sinónimas de un mismo hecho. Exijámosles, por supuesto, cumplir nuestras normas de convivencia y el estado de Derecho, pero que no se nos olvide que todos somos inmigrantes en potencia, extranjeros al otro lado de nuestra frontera. Hoy tenemos un tío viviendo en Chile, una hija trabajando en EEUU, o te ves haciendo las maletas rumbo a Qatar. Todos buscando un futuro mejor, porque nadie emigra por placer.

Por eso, exigir exclusivamente a los musulmanes, como algunos piden, que se retraten y salgan pidiendo perdón por este atentado, como si todos compartieran responsabilidad, sería asumir que la integración ha sido un experimento fallido. Y esto es una enorme falacia. Lo es porque de otra manera no se entendería que dos de los héroes de los atentados son musulmanes y de origen magrebí. Uno de ellos, Lassana Bathily, de origen maliense, musulmán, fue el empleado del supermercado judío asaltado por los criminales quien ayudó a los rehenes del súper a escapar del matadero poniendo en peligro su vida. El otro, Ahmed Merabet, francés de origen tunecino y musulmán, fue el policía abatido cuando montaba guardia delante del diario que había ofendido al Profeta del Islam, es decir, su misma religión. ¿Son ellos una excepción de integración? Bathily se salvó, pero Merabet pagó con su vida defender los principios eternos de democracia, libertad y tolerancia en los que descansa nuestra vida Occidental. Al morir cosido a balas delante del Charlie Hebdo, Merabet hizo suyo el espíritu de Voltaire para hacer valer la defensa del derecho y libertad de expresión hasta sus últimas consecuencias. Es decir, Merabet protegió con su vida los pilares donde se asienta nuestra democracia.

La inminente consecuencia de este atentado es la puesta en riesgo del modelo de convivencia que planteó Voltaire basada en la tolerancia. Esto es grave y muy preocupante. Los más apocalípticos aseguran que la predicción del “choque de civilizaciones” del politólogo estadounidense Samuel Huntington en 1993 es hoy una realidad. Huntington amplió las teorías de conflictos entre civilizaciones de Toynbee para afirmar que las guerras del futuro superarán conceptos tradicionales como territorialidad, fronteras, estados, recursos o ideologías para acabar siendo una lucha por la imposición de la cultura-religión de un pueblo sobre otro/s. Pero Huntington obvió en su discurso el profundo carácter politizador de las religiones que es lo que verdaderamente las convierte en auténticos resortes de control y manipulación para sus creyentes por parte de una autoridad confesional. A lo largo de la Historia, unas jerarquías religiosas u otras han hecho rehenes a la Humanidad en infinitas maneras, pero siempre con un objetivo político concreto. Así, los Reyes Católicos apelaron al catolicismo para unificar su reinado, la Francia de Luis XIV aplastó a los hugonotes para frenar el reformismo religioso, y Enrique VIII creó el anglicanismo a su gusto para escapar de la autoridad papal. La religión entonces siempre ha sido un arma de destrucción masiva de conciencias que pocas veces falla. ¿Cómo puede errar algo que no exige demostración sino fe? Y contra esta aniquilación del conocimiento, la razón choca contra un muro inquebrantable porque está levantado por un pensamiento que no necesita convencer, sino simplemente imponer la voluntad de Alá, Dios, o Yahveh, eso sí, previamente interpretada. Llegado a este punto, la religión deja de ser un bálsamo espiritual para convertirse en pura política. Hoy el Islam más radical encuentra su reflejo en el catolicismo de las cruzadas y la Inquisición católica, que en el caso español no se abolió hasta 1834. Distintas formas, distintas épocas, pero ambas con la misma necesidad cruenta de imponer un proyecto político opresivo y excluyente, tergiversando la palabra divina.

No. No estamos ante un problema de integración porque el atentado no es consecuencia de la inmigración. No lo fue del 11S, ni del 11M, ni de los que desgraciadamente vendrán. Estamos ante una nueva noción de guerra invisible que viene a amenazar nuestra sociedad libre e igualitaria. Una oscura pesadilla que viene a recordarnos que el miedo es el mayor patrimonio etéreo de aquellos que tienen mucho que perder. Y nosotros lo tenemos todo. En medio de un mar de tinieblas, en medio de centenares de países de nuestro planeta donde sus ciudadanos son tratados como siervos sin derechos, Occidente es un faro que alumbra libertades, posibilidades, y esperanza para ser lo que cada uno quiera ser y hacer. El único límite son los derechos de los demás. Cierto, nuestro sistema es imperfecto, económicamente egoísta y de un etnocentrismo atroz que a lo largo de los tiempos ha causado numerosos crímenes de lesa humanidad, pero aun con nuestros pecados, Occidente ofrece una isla de libertad, igualdad y justicia sin parangón. Sólo en Occidente podría existir una revista como Charlie Hebdo.

Esto es lo que está en juego, nuestra autonomía de pensar, opinar, hacer y deshacer, como ciudadanos libres, porque los terroristas saben que la libertad es una fortaleza del espíritu que ningún misil puede derribar, pero también saben que no es inmune al miedo. Y si el terror nos gana la batalla, no solo se habrán apagado 17 llamas en París, sino que el faro de Occidente dejará de alumbrar el sendero de millones de personas que desean construir su proyecto de vida en libertad.

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