Fotografía: Lorena Portero

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El sol de Castilla-La Mancha arde sobre el capó plateado del coche que penetra el páramo como una aguja en el lodo. El horizonte se convierte en ámbar terroso, es una planicie fogosa que se extiende hasta el infinito, una sempiterna cuadrícula que separa cultivos y descampados. A veces un poblacho de tejas marrones y calles sinuosas asoma por entre el secarral y el campanario saluda, como saludaban hace unos años los gigantescos toros de Osborne, verdaderos vigías de esa España de ladrillo y  adoquín, y como siguen y seguirán saludando los castillos ruinosos y los molinos de viento blancos y metálicos, trasuntos futuristas de ese otro mundo que ya no existe más que en los libros carcomidos. El Peñón de los Machos, ese cerro inmenso y largo como un reptil, muta a medida que el coche avanza: primero parece un unicornio dormido, con su cuerno, su lomo y su cola yaciendo hacia el horizonte; después una pirámide demasiado ancha, pedregosa e informe; en el punto más cercano el peñón es una atalaya enderezada por los cíclopes, finalmente, cuando le dejas atrás, ves que el peñón no es tal cosa, sino una meseta ramplona que se extiende y dilata sin emoción alguna. Otra de las mentiras de España. 

La vida avanza como avanza el asfalto, y en eso nos convertimos todos, en una grisura informe y olvidadiza que vive el presente con el ansia del hambriento e ignora todo lo que va dejando atrás, el detritus, las sobras del banquete, las ruinas de un pasado humillante y tramposo que a nadie  interesa.

Cuando nos acercamos al mar, el paisaje luce más verde que en verano. Pero es un verde pálido y apagado, es otra mentira.

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