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La otra tarde, cogí un boli; el sol parpadeaba a través de las ventanas de mi casa en Madrid. Sobre un folio en blanco, decidí colocar una palabra detrás de otra hasta que apareciera, así, un león en la cocina. Era un león grande, con el vello rubio y liso, de afilados dientes y gesto sosegado. El ruido de su lenta respiración me inquietaba, así que decidí insonorizar la cocina. Sí, la cocina sería insonorizada. Y dejé la puerta cerrada, por si acaso.

Sonó el timbre, alguien llamaba. Una chica, supuse en aquella prosa, o puede que lo esperara. No me equivocaba, y la hice pasar y sentarse en el sofá, a mi lado. La televisión estaba encendida y de pronto era de noche. Un programa cualquiera nos hacía compañía. Pude ponerme nervioso, pero decidí que no, palabra por palabra, pese a su belleza. Pues bien, podía elegir. Y desabroché un botón de su blusa, solo uno, de momento.

Entonces ella, quiso dirigirse a la cocina. Había de beber un vaso de agua a esas horas, me dijo, o dijo en el papel, para dormir en paz. ¿Y el león?, pensé. Seguiría en la cocina. Y mientras ella andaba por el pasillo, a paso lento por supuesto, entre los cuadros de barcas a orillas del mar de Palafrugell, añadí unas líneas más que hicieran que el león saltara por la ventana, y así llegara a la calle. Por la ventana de la cocina que ahora podía imaginar y, oh, casualidad, que antes había dejado, con tinta, abierta.

Y el bello animal se perdió en la selva, sin hacer daño a nadie, porque así lo quise; y yo dormí abrazado a la chica, en la habitación de una casa a orillas del mar, allí en Palafrugell.

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