Relato de las 482 millas, a pedales, por tierra, entre dos mares.

Una casa de cartón para poderte amar,
y rápido quito el cielo de nubes negras.
Yo sueño con tu calor –no quiero despertar–,
tus dunas y unas cortinas, dentro la cueva.
La cueva bien me sabe…
soñando con tu cueva. 

La luz se adentra en la oscuridad de la caverna y despierto, renovado y sereno. El llanto de la montaña me ha regalado más de un litro de agua. Bendigo a las alturas. La espiritualidad se puede experimentar con mayor intensidad en según qué puntos del planeta. Esto, como el amor, quien lo probó, lo sabe. Amanezco purificado y los versos de Chinchetas en el aire, resuenan en mis cavidades, quizá, como mecanismo regulador para terrenalizarme.

La mirada de aquel niño que recordaba este lugar con nitidez –y que afloraba anoche–, vuelve con la claridad, y como suele ocurrir, la magnitudes en la memoria de nuestra infancia no se corresponden con la realidad. Desciendo vertiginosamente después de un frugal desayuno: raciones de fruta infantil. Deliciosas. Como un gran hito jacobeo, San Juan de la Peña, queda atrás, impasible. Como otro destino que se convierte en punto de partida. Desde el mismo rincón en que aquel ermitaño, primer morador, se retiró a una vida contemplativa.

Cómo se disfruta el terreno favorable, en descenso sostenido, para empezar el día, mientras el cuerpo recupera las sensaciones encima de la bici. El dolor es soportable. Si bien es cierto que gran parte de esta primera hora, permanezco de pie, sobre los pedales. Casi treinta kilómetros en una hora hasta Puente la Reina (de Jaca).

Tras un bocadillo, un vino y un café bien cargado, paso por unos surtidores e inyecto aire en las herraduras para que conserven su turgencia. Adquiero un mapa de Vasconia, hacia donde me encamino. Parto rumbo al sur por que así me lo aconsejan los tipos, muy solícitos, de la gasolinera. Me sugieren llegar a Bailo y allí, girar a poniente hasta quedar sin fuerzas más allá de los confines de Navarra. La lluvia hace acto de presencia y las nubes parecen llevar la misma dirección occidental en la que galopa mi querida Stendhal. El cielo regala un txirimiri norteño y la carretera de las Cinco Villas me ha sido entregada para disfrute en solitario. Apenas una docena de coches en treinta millas. Es un paisaje cubierto de nubes tristes, que se arrastran a ras del bosque, e impregnan de melancolía a quienes recorren estas arboledas, como es ahora mi caso.

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Al pasar por Bagüés el calabobos se intensifica y paro a tomar algo. Al preguntarle a un hombre por un bar, me invita a una cerveza en la puerta de su casa. Hace traer al “más ciclista” del pueblo para que me guíe debidamente. Y, qué cosas tiene la vida, me ayuda a resolver, por casualidad, aquel misterio de cuando pasé por Linyola. A quién conozco de este pueblo, pensaba hace tres noches. Comentándole mi andadura catalana, menciono Linyola y el hombre apostilla: «Home, el poble d’en Bojan«. Suelto una exclamación. Hace unos años, preparando un guión, me inspiré para el aspecto del prota en un joven llamado Bojan Krkic. Futbolista. Me figuro que después de pasar tantas horas con él en mi mente, llegué a tener la sensación de “conocerlo”.

El Ciclista que traen es uno de esos pedaleantes dignos de admirar. Discreto, cincuenta y pocos, timidísimo. Me relata con humildad algunas de sus gestas. Completar una veintena de QH’s y todos los puertos –de Primera y Especial–, de Tour, Giro y Vuelta. Casi nada. La calma de este hombre tranquilo, y menudo, se trunca cuando aparece el paso del Stelvio en su memoria y le brillan los ojos con especial intensidad. En un coche suena, muy oportuna, Stairway to heaven. A la despedida, el Ciclista me regala una cámara de repuesto. Y me dice, con voz queda: “Siempre que sigas pedaleando tendrá sentido”.

Una lluvia más copiosa me alcanza conforme se ralentiza mi ritmo en el puerto por el que salgo de Los Pintanos, este valle donde el tiempo transcurre pausado. Una vez en lo alto me abrigo para lanzarme a toda velocidad, alejándome del agua celestial. Ya merendaré en Sos del Rey Católico, me digo, cuando reparo en que no he rellenado depósitos. La carretera será buena, no me desgastaré. En efecto, llego sobre las cuatro de la tarde a la villa de Sos, y me detengo en el Parador. La subida hasta aquí me ha supuesto llegar en reserva. Un cartel señala que la cafetería está en lo alto de un torreón. Sujeto a Stendhal en un poste, y me adentro en la recepción, aterido y anhelando un café. Al otro lado del mostrador, un joven de tez blanquecina y aspecto de seminarista, me observa con semblante hosco. Le sostengo la mirada y me acerco.

–Buenas tardes, disculpe, sería tan amable de indicarme cómo acceder a la cafetería.

–Ahí tiene las escaleras.

–¿Perdón? –Hago un gesto y señalo a Stendhal– ¿Con ella a cuestas?

Lo miro con desdén, no pronuncia ni palabra esta vez, y añado con toda la ironía que puedo: “Muchas gracias, ha sido de gran ayuda. Buenas tardes”.

Calidad, amabilidad, leyenda. Eso rezan las placas a la puerta de cada Parador. Este mequetrefe ha faltado a las tres premisas y me ha tratado así, sólo juzgando mi aspecto de peregrino sobre ruedas. Incluso habíame planteado una noche de hotelazo que bien pudiera haber sido esta. Gastarte en una pernocta lo mismo con lo que subsistes siete días. Els diners i els collons per a les ocasions. Pero no será esta vez. Un bonito e-mail acaba de llegar a la bandeja de entrada del director de este Parador, con dicha anécdota.

En lo alto de Sos, bajo una gran arcada, en un ángulo de la plaza consistorial, disfruto de varios cafés y unas tostadas desbordantes de energía en forma de mermelada. Sonrío mientras la glucosa revitaliza mi cuerpo y el cielo cae sobre nuestra cabezas. Un precioso diluvio, contemplado a cubierto, respirando la brisa de lluvia que entra vaporizada hasta el rincón en que descanso, y así espero a que pase la tormenta.

Cuando me adentro en la frontera del Reyno de Navarra observo cómo el sol se filtra por rendijas entre las nubes. Recuerdo su cuerpo, tendido en la tarde, a través de mi persiana americana. En cuántas veladas habré recurrido a Soda Stereo, para envolver con sonido los prolegómenos. Tómate tiempo en desmenuzarme… La voz de Cerati se apodera de mis circunvoluciones hasta que llego al canal de las Bárdenas, por cuya orilla pedaleo hasta Édoras, perdón, hasta Cáseda. Cruzo la estepa truncada por montes compactos y abruptos, en perfecta simetría con Rohan… y con la Patagonia.

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En la plaza fortificada de Cáseda, dentro del ‘Imperio’, con dos cafés con leche, devoro media docena de las mejores mantecadas de la península. Su potencial calórico me recarga como una seta a Mario Bros. Las gemelas, que tan maravillosamente atienden y alimentan a su parroquia, me indican cómo salir hacia Estella por otra de esas bucólicas carreteras sin tráfico. Desde Gallipienzo hasta San Martín de Unx. El kilómetro 500 aparece como un holograma que surge del manillar. Lo que resta hasta Tafalla es una hora de disfrute en descenso mientras el ocaso avanza. Al llegar a la plaza en la que Atxen capitanea el túbal –gozada gastronómica, que hoy no probaré–, me detengo y doy aviso a una colega tafallesa de que me hallo en su pueblo.

Una hora más tarde estamos brindando, envueltos por la madera antigua que reviste el salón de mi amiga, junto a su chico y su nena. Me acogen en una casa rehabilitada con muy buen gusto. Murmuro al cielo una oración agradecida, por haber llegado a salvo, mientras saboreo el impacto de cada gota en tan agradable ducha. Las viandas me saben a gloria. Chistorra, cogollos, queso del Roncal. Comparto una fuente de spaghettis con la niña y, después de que su papá la acueste, comienza la tertulia, al fresco, en la terraza.

Abrigados, platicamos hasta tarde, desde la autodeterminación de los pueblos a la grandeza de los pintxos. Ellos ponen el vino, y yo, las especias. Con vehemencia, me dicen que disfrute de aventuras –como la que aquí estoy narrando– hasta que me convierta en progenitor. Después, insisten, ya no será lo mismo. Sólo se me ocurre responderles:

–La crianza debe ser toda una aventura, ¿no?

Cuando el sopor nos embarga. GabonBona nit. Y me retiro a los aposentos para invitados. Resulta gratificante experimentar la hospitalidad de las amistades, en este plan, sin previo acuerdo. Ahora estoy aquí, tan a gusto, o podría estar en medio de la campiña en caso de no haber coincidido con ellos. Mi intención era llegar a Lizarra y, a la postre, no ha sido así. Qué necesaria fluidez en las variaciones de cada viaje. Este es mi último pensamiento mientras floto sobre 4m2 de sábanas limpias.

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