Relato de las millas, a pedales, por tierra, entre dos mares.

A la hora del lobo, como suele decirse al norte de Pirineos, cuando poco antes del amanecer se agudiza la oscuridad, la lluvia me despierta inmisericorde. Apenas diez minutos y ya estoy en orden de marcha pero cuando tomo a Stendhal de las riendas, descubro con fastidio que la rueda trasera está pinchada, de nuevo. Durante una hora cumplida camino bajo una lluvia persistente, llevando del bocado a mi montura. Alcanzo los soportales del centro de Balaguer después de haber reparado la herradura en un taller de carruajes y carromatos. Una ínfima porción de alambre en forma de anzuelo residía en la pezuña de mi querida compañera, la fiable y hermosa yegua que me lleva a cuestas en cada odisea. Nacida en la fragua de Giant, el herrero. Debe su nombre a la obra Rojo y negro de aquel francés que se quedó extasiado en la Santa Croce.

Tras un par de cafés y varios croissants, intercambio dos miradas significativas con la camarera a modo de despedida, de esas que auguran un “hasta la próxima”, si la vida quisiera cruzarnos de nuevo. Asciendo la pared que lleva a lo alto de Balaguer. A mitad cuesta me aplaude un anciano: “Munta, valent, munta”. Bajo dos piñones y me levanto como el Chava en aquel Angliru épico, y le respondo: “Bon dia, senyor”. Cuando suaviza el durísimo repecho, respiro complacido, desde arriba se observa Aragón en la lejanía. En paralelo a la Serra Llarga, transcurro hasta mediodía. Me da la sensación de que es un gran estegosaurio enterrado, del que sólo sobresalen los bordes de sus placas vertebrales. Tierras de frontera, mezcla de acentos y costumbres. Al recorrer estos territorios se descubre que, en definitiva, lo que más unifica a las gentes es el clima. La cultura, los usos y costumbres son inherentes al rango de viento, sol o lluvia de cada región. Y el clima no entiende de fronteras sobre el papel.

A las personas que voy conociendo y que me resultan dignas de mención en esta historia, les transmito que estoy escribiendo un cuaderno de viaje, y que si aparecen no será con su nombre real. Pero, en un bar de carretera de Algerri, me invade la ternura cuando conozco a Pauet, y acabo prometiéndole que a él sí le mencionaré. Imagínense a uno de los compañeros de McMurphy en el Nido del Cuco, con voz aguardentosa y un rostro asemejable al de un tratante de camellos. Camisa de franela, pantalones de explorador, calzado con una pantufla y una sandalia abierta. En otro cuerpo, parecería la indumentaria de un moderno en Malasaña.

El meu nom és Pau, pero tots me coneixen com Pauet. Bueno, al deneí fica Pablo”. Nacido en 1965 y con aspecto de estar a punto de jubilarse. Mirada ratonil detrás de unas gafitas caídas bajo una hirsuta mata despeinada. Conforme avanza su discurso, observo que no desvaría, que hay una ligazón en el fluir de su conciencia. Encarna a la perfección ese rol de “tonto del pueblo”, aunque estoy convencido de que en el fondo es un Yo, Claudio, que finge su imbecilidad, y en ella vive acomodado, en su pequeño rincón del mundo. Este hombre sólo necesita que alguien le escuche con sincera atención. Tres cocacolas después y con una sencillez en sus alocuciones que desarmaría a cualquier hipster impostado, Pauet me da un abrazo tras contarme que nunca ha visto el mar.

elías

Cruzo la frontera con Aragón y me dirijo hacia Osca City, en dirección noroeste. Se aprecian los cambios en la orografía y en el ambiente. En tan sólo dos días, de la brisa marina al viento seco. Del amanecer empapado al sol de justicia que me abraza camino de Monzón. Tal vez no haya en el planeta muchas extensiones en las que, con tan sólo medio millón de kilómetros cuadrados, se pueda apreciar la enorme diversidad de paisajes que recubren las tierras ibéricas. De este modo me asaltan ráfagas de viajes de la infancia. Las islas Cíes. Una poza gélida en Ansó. Merendar a los pies del Picu Urriellu. El nacimiento del Iregua. La ruta del Cares. Una masía en el Maestrazgo. Lugares a los que no he vuelto. Ahora, en esta modalidad, pedaleando sobre Stendhal, con equipaje minimalista, me sorprendo al visualizar un trailer de mi propia historia en contacto con la naturaleza. Seísmo mental de bosques y montes, viajando como los personajes de Verne y Salgari, a la búsqueda de sí mismos. Bien, huyendo hacia adelante, bien, persiguiendo un afán recóndito.

A lo largo y ancho de este país, repleto de hijosdeputa y de gente estupenda, me sigo maravillando ante la generosa humanidad para con los viajeros, justo al contrario que con los turistas. Dándole vueltas a esta idea, me detengo, resoplando y sonriente ante la paleta vegetal de tonos verdes y rosáceos que reviste el museo del vino de Barbastro. En un ángulo ajardinado tiendo al sol las ropas de mi equipaje cargadas de humedad. Si hay un olor que detesto por sobre todos los demás es el de humedad reconcentrada. Me tumbo en ese césped y me observo como uno de esos spots de impresoras en los que se producen estallidos arcoíris. El colorido de mis prendas sobre ramas y setos, onda expansiva cromática. Pido un par de cafés para evitar que me larguen de allí, y aprovecho la pulcritud de los baños, y el pestillo, para darme una ducha sui generis y refrescar mi espíritu. Gasto medio rollo de papel en volver a secar y dejarlo todo impoluto. Cuando salgo, me doy de bruces con una cita de Ortega, serigrafiada en plata: “Los hombres no viven juntos porque sí, sino para acometer juntos grandes empresas”. Aún así. Me fascina viajar solo.

Entre el monasterio de Pueyo y Huesca, voy flotando a pedaladas, y me zambullo durante tres horas en la puesta de sol hacia la que me lleva el Camino. Arde el asfalto y Eolo me azota con sus rachas de costado. Me convierto en un ciclista vociferante que lanza al viento una Confesión, tras La chispa adecuada, para terminar Enganchado a ti. Algunas millas más tarde, Bunbury deja paso a Javier Ibarra en el manantial poético de Aragón, entonces el ciclista se torna un rapper que cabalga cabeceando:

Sueños de amor malheridos duelen durante años. Baños de alcohol en vano. Ciegos. Al sol, cercanos. Juegos, matan humanos. Tú y yo jugamos tanto, que la tinta pa’ escribir fue mi llanto, antología de males que espanto. Y renazco cada día, le pongo melodía a mi dolor…

Con la esclusa abierta me expando:

Bocanada en forma de paloma, por la ventana de mi cuerpo asoma una cabeza de humo blanco, denso aroma; perfuma mi hogar y hace dialogar a los cuerpos que se hacían de rogar.

Para concluir con…

Por eso hoy no le temo al fuego pero sí a las cenizas.

La sierra de Guara me flanquea por la derecha. Al apoyarme en el banco de un parque infantil, en Angüés, mis posaderas aúllan por vez primera, –estoy a punto de superar los 250 km en dos jornadas–, algo inédito para mis isquion. Meriendo mientras se apaga la luz de la tarde, y vuelvo a encender el modo Cancellara hasta la ciudad de Huesca. Entro hasta la barriada en la que se levanta el albergue oscense, sigo las vieiras y pedaleo envuelto por ritmos de Camarón, y al llegar encuentro instalados a tres peregrinos catalanes. Un par de colegas que han terminado un grado que les resulta, a todas luces, absurdo, y caminan en pos de su propia senda. Locuaces y lúcidos. Un profesor de primaria, Robin Williams redivivo, que en su apacible redondez se veranea cada año entre mil y dos mil kilómetros pedaleando por los Caminos de Santiago. Un soltero tímido que se bebe una de vino y nos invita a otra, y luego se ventila dos tercios de una de pacharán que se saca de la manga, antes de retirarse a componer una sinfonía de ronquidos.

Comparto vino y sonrisas con los chavales. Confiesan sentirse emocionados con la perspectiva de lo que pueda contarles sobre cómo vivaquear por Hispania, puesto que había sido uno de sus temas de conversación del día. Departimos un buen rato, me imagino en ellos cuando tenía su edad y permanezco unos minutos en solitario silencio mientras recuerdo a peregrinos que me contaron sus andanzas, y cómo contribuyeron con sus aportaciones a que fuera forjando nuevos viajes. Murmuro al cielo una oración agradecida por haber llegado a salvo. Al tiempo que se expande el silencio por la barriada lo hace el cansancio por mi cuerpo. En un rincón del albergue, había que ducharse, extiendo mi habitación para esta noche.

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