Hay pocas películas sobre escritores reales. Una de ellas es The end of the Tour. Trata sobre David Foster Wallace. Si buscáis su nombre en Google Imágenes daréis con un tipo vestido con pañuelo en la cabeza y unas gafitas de tradición lennoniana. Puede que encontréis además alguna foto con su amigo/enemigo Jonathan Franzen, autor de Libertad y de la colección de ensayos Más afuera, donde retrata la fragilidad de su amigo y relata la historia de su fructífera rivalidad. Con toda probabilidad encontraréis también citas suyas famosas, de esas que la gente comparte en Facebook. Más allá de eso… ¿Quién es David Foster Wallace? Él es el autor de La broma infinita, un novelón de mil y pico páginas, además de otros muchas compilaciones de relatos, ensayos y artículos, entre los que destaca  Algo supuestamente divertido que no volveré a hacer, un libro divertidísimo, lucidísimo y singularísimo. En su forma de vida anacoreta y fóbica existen por otra parte reminiscencias de J.D. Salinger, que pasó los últimos 43 años de su vida encerrado en su casa, y también de Thomas Pynchon, conocido por su aversión a lasentrevistas, a las apariciones públicas, o a las fotos (sólo se dispone de dos fotos, ambas de alrededor de 50 años de antigüedad; busca su nombre en Google Imágenes). La fascinación que existía por su persona es comparable a la de un rock star. Fue un escritor al que ya en vida envolvió un aura de genialidad (que críticos y lectores fervorosos se encargan todavía de renovar periódicamente)  y al que se terminó al elevar a la categoría de mito después de que se ahorcara en el patio de su casa el 12 de septiembre de 2008.

Desde entonces y para saciar el hambre de sus fans se han venido publicando libros en torno a su figura, como la biografía Todas las historias de amor son historias de fantasmas, o el libro Conversaciones con David Foster Wallace en el que dice de sí mismo  «yo era blanco, de clase media-alta, obscenamente culto, había tenido mucho más éxito profesional del que legítimamente podía haber esperado y de alguna manera iba a la deriva».

The end of the tour está basado precisamente en uno de esos libros, Although of course you end up becoming yourself, de David Lipsky, un escritor y periodista que en 1996 y durante cinco días vivió, acompañó y entrevistó a David Foster Wallace cuando éste acababa de publica La broma infinita y su leyenda comenzaba a forjarse. Aquel reportaje, que entonces fue publicado en la revista Rolling Stone, adoptaría la forma de libro en 2010, dos años después del suicidio del escritor. La cinta recrea precisamente este encuentro. »Cuando pienso en este viaje me veo con David en su coche, él quiere algo mejor de lo que tiene, yo quiero exactamente lo que él ya tiene», dice Jesse Eisenberg (La red social) que interpreta a David Lipsky. A David Foster Wallace lo encarna JasonSegel, conocido por su papel como Marshall en Cómo conocí  a vuestra madre.

La película ha sido criticada por la viuda, familiares y amigos de Foster Wallace. Sin embargo, y a pesar de lo indecoroso que resulta hacer caja con los difuntos, especialmente cuando su muerte está teñida de tragedia, para sus lectores se trata de un suculento regalo con el que acercarse desde una perspectiva distinta a la persona detrás de la obra. Es verdad que la película destila un aroma dulce y en ocasiones empalagoso, como esa voz en off de Jesse Eissenberg soltando frases premeditadamente hinchadas y efectistas: »David creía que los libros existen para que no te sientas solo. Vivir aquellos días con él me recordó lo que es la vida y esa conversación ha sido la mejor de mi vida». Pero, en suma, la obra transmite sinceridad. Vemos su confusión, su soledad, su vacío. Tenemos en todo momento la sensación de estar viendo al verdadero Foster Wallace.

Y bien, ¿quién era él?, ¿cómo era David Foster Wallace? Foster Wallace era un tipo triste y conmovedor. Torpe y genial. Frágil y mastodóntico. Divertido a ratos. Tímido y nervioso la mayoría del tiempo. Y desquiciado. Su tragedia es la de alguien que caminara de por vida sobre una alambre y debiera emplear toda su energía en no caerse. Alguien cuya cordura y salud mental estuviera en todo momento a punto de resquebrajarse. Una persona esencialmente buena, pero para quien el mundo es un lugar  doloroso en el que encontrarse. Alguien para quien su cabeza es un laberinto, alguien que se cuestiona a sí mismo hasta la extenuación, alguien que desconfía, pero más que de los demás, de sí mismo. Alguien que cuestiona la legitimidad de sus sentimientos y motivaciones. Alguien tan absorbido por sí mismo que se le hace difícil estar rodeado por otras personas. Alguien que se considera peligroso para los demás, que se aísla por temor a herir a las personas de su alrededor, que dice: «sólo sé que no es fácil estar conmigo».

¿Qué le pasaba a Foster Wallace?  Se sabe de él que era una persona depresiva, que durante años estuvo en tratamiento con Fenelzina, un antidepresivo que ya no se comercializa en España y que en, entre sus peculiaridades, impide comer alimentos ricos en aminas, como bebidas alcohólicas, además de quesos, embutidos, aguacate, cafe, platanos, entre otros. En los meses previos a su suicidio además recibió Terapia Electro-Convulsiva (o electrochoque), tratamiento al que envuelve una espesa leyenda negra (muchos dirían inmerecida) y que sin embargo sigue practicándose en los más importantes hospitales de España y del mundo. Se saben de él muchas cosas.

Pero, ¿por qué estaba triste Foster Wallace? ¿Qué era eso que le dolía tanto? Era cabeza lo que le hacía daño. Tenía el cerebro herido. Le sangraba la mente. Era, en palabras suyas, alguien «un tanto neurótico e hiperconsciente», esto es, demasiado consciente  de sí mismo. Le importaba demasiado ser bueno. Le importaba demasiado ser puro. Le importaba demasiado ser humilde. Y en especial, le importaba demasiado ser auténtico. De ahí su preocupación omnipresente por la imagen que transmitía a sus lectores, a sus seres queridos, a todo el mundo. Y al mismo tiempo sentía un miedo paralizante a que le juzgaran mal. De forma que continuamente se cuestionaba, alimentando una y otra vez la insatisfacción que sentía consigo mismo. ¿Estaré haciendo las cosas de forma correcta? Lo muestra la película: quiere echar un polvo, pero no por ser famoso. Quiere que la gente lea sus libros, pero no porque la hagan una entrevista en la revista  Rolling Stone. Quiere ser admirado, pero que le sigan considerando alguien normal.  »Aún atravieso un bucle en el que me doy cuenta de todas las maneras posibles de que soy egocéntrico y trepa e inauténtico con respecto a los criterios y valores que trascienden mis propios e insignificantes intereses, y me siento como si yo no fuera uno de los buenos», dice en una entrevista.

Todos (o casi todos) somos neuróticos. Todos los que hemos nacido en el siglo XXI, en el primer mundo, nos parecemos en cierta a medida a él. Todos somos un poco Foster Wallace.  Nos damos demasiada importancia.  Somos demasiado conscientes de nosotros mismos y de nuestra individualidad. Desde pequeños nos han adoctrinado en la idea de que cada uno de nosotros somos distintos a los demás. Personas únicas, singulares e irrepetibles. Individuos que nos pasamos la vida buscando nuestro verdadero yo, tratando de ser fieles a nosotros mismos, mirando dentro de nosotros en ejercicios de introspección autísticos. Animándonos a ser auténticos. Y dado que animar a alguien a hacer algo es una forma sutil de obligarlo, reside en nosotros por un lado una apremiante necesidad de «autorealizarnos», y también un miedo aterrador a ser unos farsantes, a ser ridículos, a ser insignificantes, a ser objeto de burla. De ahí que, la motivación profunda a nuestras conductas no sea otra que ser reconocido. Ahora bien, resulta agotador y desquiciante ser todo el rato alguien interesante, ocurrente, genuino, atractivo, singular como el que más. Lo más irónico de todo esto es que, tratando todos de ser únicos, especiales y auténticos, nos volvemos iguales. O en palabras de Foster Wallace: «todo el mundo es idéntico en su secreta y callada creencia de que en el fondo es distinto a todos los demás».

Y esto, además de ser paradójico y enfermizo, es una mentira. Sería todo más sencillo si asumiéramos que no somos tan distintos,  que en realidad todos nos parecemos bastante. Nos iría mejor si supiéramos que no somos tan importantes como creemos. Que no somos imprescindibles. Y que sí, muy a menudo somos mediocres, aburridos, estúpidos, ridículos, cobardes y culpables.  Somos todos actores poco memorables, diría Nacho Vegas. Nadie es demasiado impresionante, y no pasa nada. Está bien. Todos los días deberíamos recordarnos esto, porque es liberador.

Por eso me gusta y emociona la última escena de The end of the tour. Es una escena sencilla. La cámara nos muestra una sala atestada de gente donde todos bailan. Entonces lo vemos a él, a contraluz, su figura grande y oscura destaca ante la luz blanca y cegadora que entra por las ventas. David Foster Wallace también baila, y lo hace de una forma desaforada, torpe, descoordinada, y sin embargo la imagen resulta conmovedora, porque intuimos que en ese momento no tiene miedo a ser ridículo, a no ser tomado en serio, a no ser auténtico; en ese momento es una persona feliz.

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