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Cuando uno asiste a los títulos de crédito del último capítulo de The Wire sufre un marasmo semejante a cuando pasa la última página de Conversación en La Catedral, la novela de Mario Vargas Llosa. Auscultamos la habitación, la sentimos vacía, sorda. Los cuadros, la mesa, el sillón. Algo nos repele. Abrimos la ventana, pasa el aire. La palabra es, quizás, desazón. Hambre sin objeto. Estamos vivos, estamos bien, pero el mundo propio ha dejado durante unos minutos de devolvernos nuestra imagen. Normalmente, hay un tejemaneje interno de nuestra conciencia del que no nos percatamos, una búsqueda de confirmación propia: nuestro olor en el cojín, las muescas de los muebles, la grasa de los dedos en la ventana, la sombra. Cientos de comprobaciones automáticas que nos dicen que seguimos siendo nosotros. Pero al finalizar alguna de estas dos obras, aparece una sensación que es la misma que deben sufrir los expatriados forzosos. De pronto, no pertenecemos a lo que vemos. Durante varios minutos, durante una hora o una tarde, sólo nos merece la pena seguir sufriendo dentro de Baltimore o Lima.

Esta reacción visceral es el éxito de un artificio. A Vargas Llosa y a David Simon les une la avaricia narrativa. La arquitectura narrativa de ambas obras resulta implacable. Cuando salimos del aturrullamiento que supone aceptar que vivimos en Alicante o Albacete y que tenemos el apellido que tenemos, echamos la vista atrás y contemplamos la obra como un cuadro perfecto del que, sin embargo, cuesta aislar los elementos. Si acercáramos la mano al lienzo nos daríamos cuenta de que no tiene superficie, sino que se desarrolla en profundidad. La imagen que queda, la que vemos desde lejos, es sólo una reconstrucción mental de lo que, en realidad, son miles de hilos que se hunden en el cuadro y se multiplican. Podemos escoger uno de ellos, como quien escoge un recuerdo, y seguirlo y avanzar y tomar bifurcaciones y no sorprendernos jamás de lo que encontremos porque lo conocemos todo como si fuera nuestra propia vida. Conversación en La Catedral y The Wire comparten el objetivo final: crearlo todo.

A su tercera novela el nobel peruano dedicó mayores fiebres que las que ya dedicaba a sus trabajos anteriores. Tenía claro que quería crear una novela total. Al definir este tipo de narración, Vargas Llosa decía: “Novela de caballerías, fantástica, histórica, militar, social, erótica, psicológica: todas esas cosas a la vez y ninguna de ellas exclusivamente, ni más ni menos que la realidad. Múltiple, admite diferentes y antagónicas lecturas y su naturaleza varía según el punto de vista que se elija para ordenar su caos”. El relato debe abarcar desde la escala microscópica de las pequeñas inquietudes del ser más desposeído de la sociedad hasta los delirios de los poderosos, pasando por oficios de toda índole y estructuras del poder.

La descripción se aplica perfectamente a The Wire: los críticos han insistido hasta la saciedad en que jamás debe catalogarse como una serie policiaca, sino como una serie total. Ambas obras prefirieron el relato coral como forma de expresión. No son obras iguales, pero sí equivalentes. Por un lado, la dictadura de Odría en Perú (1948-1956). Por otro, la ciudad de Baltimore, tan cerca de la capital del país de los sueños y tan carcomida por la dejación y el salvajismo de un sistema que necesita generar grandes cantidades de residuos sociales para sostenerse, o sea, para sostener a unos pocos. Las dos describen una sociedad podrida por la corrupción, la mediocridad, la hipocresía, el lucro, la injusticia, la frustración y el alcohol que trata de lavarla. Ninguna de las dos cae en sensiblerías al retratar a las clases bajas ni prescinden del matiz al describir a los guardianes o ejecutores del poder.

En Conversación en La Catedral, Santiago Zavala, Zavalita, es hijo de familia acomodada limeña que ha decidido exiliarse de su clase social y acaba convertido en periodista de medio pelo. Una pregunta inicial guía la narración: “¿En qué momento se había jodido el Perú?”. Zavalita se encuentra con el mestizo Ambrosio, el exchófer de su padre que ahora se dedica a matar perros contagiados de rabia. Se acomodan en el bar La Catedral a tomar unas cervezas y arranca una conversación de cuatro horas que recorre las vidas de múltiples personajes: un ministro sanguinario, burgueses, delincuentes, periodistas, sirvientas, matones, prostitutas, comunistas… la carne del país. Jorge Zavaleta Balarezo la describió como “una compleja historia sobre el cáncer moral que atraviesa su patria durante la bárbara dictadura de un general corrupto y desalmado y de sus secuaces”.

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Vargas Llosa tiene el cuidado de no mencionar directamente al general Odría. El objetivo no es condenar a un hombre, sino radiografiar el modo de funcionar de los hombres, el modo de estructurarse, cuando existe en la cumbre un poder arbitrario. Odría es un ente fantasmal como lo es también el capitalismo salvaje maquillado de democracia en The Wire. La función del novelista y del guionista no es condenar, sino mostrar.

La protagonista de The Wire es Baltimore, la cara oscura del relato estadounidense, una ciudad con más de 300 asesinatos al año. La primera temporada se ocupa del funcionamiento de las bandas callejeras de narcotraficantes, pero en la segunda cambia de tercio, y en la tercera y en la cuarta. Cinco temporadas, cinco mundos imbricados: narcotráfico callejero, estibadores del puerto que permiten el suministro de drogas, política, sistema educativo y periodismo. Todo podrido, todo jodido como el Perú de Odría. Los personajes van y vienen. La tensión del relato de cada temporada es tal que la desaparición de McNulty durante el segundo bloque (podríamos llamarlo protagonista simbólico de una serie en que no hay protagonistas) no afecta al interés del espectador.

Las técnicas para contarlo todo sí difieren entre ambas creaciones, aunque no tanto como cabría esperar de dos lenguajes tan diferentes. El armazón estructural que levantó el autor de La ciudad y los perros puede compararse con el de pocas novelas. De hecho, en este caso, referirse al libro como ‘obra’ tiene un sentido doble: como obra literaria e intangible y como obra arquitectónica, enorme, inamovible. El escritor utiliza la técnica de las cajas chinas que heredó de Faulkner: “[En la caja china] el intermediario, el testigo, es el personaje esencial: él establece la ambigüedad y la complejidad de lo narrado, él multiplica los puntos de vista, él matiza, profundiza y eleva a una dimensión subjetiva los actos que refiere una ficción”. Conversación en La Catedral tiene más de 700 páginas, pero si la narración fuera lineal, ocuparía el doble o el triple. Vargas Llosa recurre a procedimientos cinematográficos: flashback, flashforward, solapamientos de historias. En una misma página se solapan sin previo aviso diálogos que sucedieron en planos temporales alejadísimos, con años de distancia y en los que ni siquiera participan los mismos personajes. En la obsesión por imitar la realidad, se dispersan las conciencias, se distorsionan los recuerdos, se atropellan las historias.

A pesar de que el lenguaje audiovisual se presta mejor a los saltos en el tiempo, en The Wire la ambición de reflejar la realidad se traduce en una mayor linealidad del relato. Todo está grabado con una aparente falta de pretensiones, con la menor intervención de la dirección, que en ningún momento enseña el pie con juegos de cámara invasivos ni planos subjetivos. El alambre o el subtítulo español “bajo escucha” confiesan ya el planteamiento narrativo de la serie: el asistir a la historia como se asiste a la realidad, sin explicaciones benevolentes incrustadas de tapadillo en el guion. En los primeros capítulos de cada temporada circulan nombres, departamentos, apodos, casos que no comprendes. Ellos vives y tú observas desde fuera y espías con un vaso pegado en la pared, intuyendo que hay algo importante al otro lado y que merece la pena aguzar el oído.

Es fácil pensar que The Wire o Conversación en La Catedral ofrecen perspectivas pesimistas, pero no es así. Sobre todo en el ámbito cinematográfico nos han acostumbrado a la simplificación. Los finales de las historias nos llegan almibarados, centrando el foco en el lado positivo de la conclusión. Por el lado contrario, las películas que acaban mal resultan igualmente piadosas, pero a la inversa. Entendemos el término de un relato como cierre, como bajada de persianas, y eso, por la vía de la felicidad o de la angustia nos deja saciados, satisfechos. En cambio, estas dos obras maestras no priorizan ninguna emoción en su conclusión, nos regalan, como lo han hecho durante toda la extensión de la historia sin decaer un segundo, matices, material vital inasible. Belleza.

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