Mi padre era un gigante.

Bajo su sombra desaparecían el miedo y la angustia, y todo era seguridad. Cada día, mi padre se marchaba antes de que saliera el sol y el mundo giraba en torno a su vuelta, cuando las farolas esparcían su luz amarilla por las calles. Por la noche, mientras cenábamos, nos contaba cómo había sido la jornada. Mi padre no era como sus paisanos, que trabajaban como meras bestias de carga y como tales los veían los hombres de aquella ciudad fría. Mi padre era un obrero especializado. Cuando lo decía yo notaba que se le salía el orgullo por cada palabra aunque procurase ocultarlo utilizando un tono humilde, y ese intento de humildad hacía nacer mi propia vanidad por tener un padre fuera de lo común. Él no tenía las manos cuarteadas por el frío, el agua, y la tierra. Las manos de mi padre venían siempre sucias de tinta, cortadas por el papel. “Vengo herido de la batalla de las letras”, me decía, y nos contaba cómo se había portado la Minerva ese día. Yo tardé un tiempo en comprender que la Minerva era una máquina. Mi padre decía “la Minerva” y la imprenta se convertía en una yegua o una amazona. Los días malos, cuando la máquina se atascaba y estropeaba los pliegos, se me aparecía como una fiera guerrera que hería a mi padre en un cuerpo a cuerpo despiadado para caer finalmente vencida a sus pies. Los demás días la Minerva se me presentaba como una indómita montura hábilmente dominada por las manos firmes de mi padre.

 

     Yo escuchaba embobado los relatos de mi padre y me comía la sopa sin darme cuenta, metiéndome una cucharada en la boca cada vez que mi madre me acariciaba la nuca, olvidando el asco que me daba aquel caldo entre cuyos ojos nadaban fideos gordos y blandos como gusanos.

 

     A veces el cartero venía a casa, por la mañana muy temprano, y traía alguna carta “de casa”. Mi madre no las abría, las dejaba sobre el aparador con mucho cuidado, como si temiera que se fuera a romper el contenido y al abrirla nos encontráramos las palabras rotas y nos quedáramos incomunicados, sin saber de aquella familia fantasmal y lejana que sólo contaba penas.

 

     Los días que había carta no había relatos; cenábamos deprisa y mi padre la leía después en voz alta y clara, despacio, marcando mucho las pausas y entonando como un actor de teatro. A mí no me gustaban las cartas porque sin los relatos de mi padre sentía el cuerpo suave de los gusanos resbalar por mi garganta y su regusto se mezclaba después con el sabor de las lágrimas que mi madre se tragaba mientras se acariciaba la barriga inmensa en la que decían que vivía aquel niño que iba a ser mi hermano. Entonces mi padre le besaba los ojos y mi madre sonreía como si él le hubiera sorbido la tristeza.

 

     Una mañana mi madre hizo un desayuno especial, como de Navidad, y lo comimos todos juntos aunque no era domingo. Mi padre me explicó que se celebraba el “Día de la Patria” y que nosotros también íbamos a celebrar la nuestra. Yo no sabía lo que era “la Patria” pero me gustó la fiesta en aquel bar en el que había tortilla y paella, y donde todos hablaban como nosotros y soltaban risotadas muy fuertes y cantaban. Me gustó hasta que llegó el hombre del acordeón y comenzó a tocar una canción que mi madre tarareaba cuando cosía. El hombre tocó el acordeón y en vez de bailar todos se callaron y se pusieron serios y tristes como si hubieran recibido carta “de casa”. Y mi padre dejó salir todas las lágrimas que le había besado a mi madre, y luego salieron las suyas, y yo maldije a “la Patria”, que viajaba en sobres sobados y amarillentos buscándote para morderte el alma; odié a aquella “Patria” de la que nadie me sabía explicar lo que era pero que era capaz de hacer llorar y temblar a un gigante. Y juré que nunca tendría una.

© Carmen Jimeno

 

Nota: Este relato fue ganador del II Certamen de narrativa Breve convocado por el Grupo Literario Arrendajos.

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