Usain Bolt

Según Pausanias y Filóstrato de Atenas, en Rodas nació Leónidas, en el año 188 antes de Cristo. Este Leónidas participó en cuatro Juegos Olímpicos consecutivos, entre el 160 y el 152 a. C., y pasó a la posteridad por ganar en cada uno de ellos la corona de laurel de las tres grandes pruebas atléticas: la de la carrera de velocidad en 100 metros, llamada stadion; la de la carrera de velocidad en 200, llamada diaulos, y la de la formidable prueba del hoplitodromos. En su última competición, con la edad de 36 años, Leónidas de Rodas, el más famoso de todos los corredores según el autor de Descripción de Grecia, volvió a vencer por cuarta vez consecutiva en las dos carreras de velocidad y también, en la de resistencia: el hoplitodromos se corría cargado con la armadura de la infantería pesada helénica, la del hoplita, que pesaba alrededor de 25 kilos, contando el yelmo, el escudo y el pectoral.

En Rodas le pusieron una estatua, según cuenta Filóstrato en su Gimnástico, en cuyo pedestal se podía leer que Leónidas “tenía la velocidad de un dios”. La gran isla del Dodecaneso, famosa por su Coloso, se hizo célebre también por ser un emporio de atletas y campeones olímpicos. Más de dos mil años después, otra isla, en las Antillas, al otro lado del mundo, ha hecho fortuna pariendo relámpagos negros. El más famoso de todos ellos es, por supuesto, Usain Bolt. 2.174 años después del nacimiento de Leónidas en Rodas, nació el hijo de unos tenderos de Sherwood Content, un pueblito al norte de Jamaica. 30 años después, Bolt es también venerado como una deidad patria en su isla, como Rodas, una fábrica de atletas capaces de redefinir el concepto de lo humanamente posible.

Usain Bolt mide un metro y noventa y cinco centímetros de altura, y es negro como la noche que se cierne sobre sus rivales desde que en El Nido de Pekín, en 2008, pusiera el mundo a sus pies con una carrera memorable. Fue en la final de los 100 metros lisos, la madre de todas las batallas en el atletismo internacional. Hacía tan sólo un año que Bolt competía en los 100 metros: se apostó con su entrenador a que no sólo podía hacerlo, sino hacerlo bien. Antes de alcanzar los 50 metros, ya había ganado, sacándole varios cuerpos de ventaja a todos los demás. Había comenzado torpe, moroso. Su altura y su trapío, hecho para la media distancia, ralentizan la explosión. Pero cuando el meteoro combustiona, hasta la Historia se aparta. Entró en meta erguido, celebrándolo como si fuera un gol con el Manchester en la final de la Copa de Europa.

Un año después, en el Mundial de Berlín, Bolt escaló su Everest: bajó diez centésimas su mítica marca olímpica de Pekín, poniendo el listón tan alto que ni él mismo ha sido capaz ya de superarlo. 9.58. Antes de la carrera, con tres récords mundiales en el zurrón, declaró que sólo necesitaba dos cosas para volver a batirlos: buen tiempo y estar feliz. Antes de empezar le hablaba a la cámara, sonreía, hacía el arquero, meneaba su cuerpo larguirucho al son de una música caribeña que sólo sonaba en su interior. Sus rivales, circunspectos, tensos, tenían la cara del que está a punto de saltar sobre una playa de Normandía. Reventó el cronómetro exhibiendo de nuevo tal superioridad, que el resto de los velociraptors que lo acompañaban en la pista parecían liliputienses, insignificantes, árboles tronchados tras el paso de un tsunami.

Usain Bolt

Lo de la felicidad es importante. Dice Bolt que toda su ética de trabajo, su forma de vivir y de correr, de entrenar, es una herencia de la tierra, de la Parroquia de Trelawny donde de muchacho “jugaba al críquet,escalaba árboles, se bañaba en el río” y aprendió a trabajar ajeno al delirio cotidiano de las ciudades. Cerca de su madre y de su abuela, las mujeres que lo levantaron cuando con 15 años, en el Mundial Júnior de Kingston del año 2002, desmayó en la víspera de la gran final. Competía contra jóvenes monstruos tres o cuatro años mayores que él, y por un momento se sintió incapaz de vencerles. Claudicó ante el pánico y se echó a llorar. Las mujeres de su vida lo impulsaron hacia adelante. “Es uno de los momentos que me han definido en mi vida”, confiesa. Corrió y ganó, naturalmente. Luego rechazó becas para ir a formarse en los Estados Unidos, apurando la cercanía de su homeland y haciendo más icónica todavía la leyenda que lo envuelve: el mejor atleta de todos los tiempos se entrena en una pista vieja, en un estadio desvencijado, en unas instalaciones obsoletas que, sin embargo, son las suyas y son las de los suyos.

Tiene los récords mundiales de 100 metros lisos y de los 200. En efecto, el récord olímpico también es suyo: el 9.63 de Londres con el que superó el 9.68 de Pekín, su ópera prima. De las diez mejores plusmarcas masculinas de toda la Historia de los 100 metros lisos, seis son suyas: la primera, la segunda, la tercera, la quinta, la octava y la novena. El palmarés de los 200 metros también parece su latifundio privado, puesto que presenta la misma apabullante primacía de Bolt: seis de diez.

Sin embargo, toda esta lluvia de oro y leyenda vino después de la única debacle de su carrera, la de Atenas en 2004. En la Hélade, donde los siglos vieron al único atleta que puede mirarle a la cara, Leónidas, Bolt sucumbió a la presión y las lesiones. Con los isquiotibiales rotos, la promesa jamaicana de los 200 metros lisos no pudo pasar de la primera ronda clasificatoria. No tenía la corazonada, admitió luego, reconociendo que corrió deseando únicamente largarse de Atenas. Parecía otra de esas estrellas fugaces con que se alimentan las narrativas de todos los deportes: otra bala jamaicana cuya pólvora estaba seca antes de tiempo.

Nada más lejos de la realidad. Como Leónidas de Rodas, corre en Río sus cuartos Juegos consecutivos. Pero dice que serán los últimos, que no llegará a Tokio, que quiere vivir y divertirse porque, claro, una vez conquistada por tercera vez la triple corona en Brasil, ¿qué puede desafiar al rayo de Zeus? Los triastes eran los atletas que en la Antigua Grecia ganaban tres medallas en un mismo juego. En la Antigüedad sólo siete lo consiguieron; sólo Leónidas lo consiguió más de una vez. Bolt ya ha sido dos veces triastes, y quiere serlo una vez más. La última, la que agrandará su figura hasta los confines de la memoria y el recuerdo. Dice que una vez le preguntó a Ben Johnson, al jamaicano que corrió por Canadá, por qué se fue cuando estaba en la cumbre. Johnson le confesó que no había nada más que pudiera hacer en el deporte. Bolt admite estar ahora en ese punto. No quiere que la decrepitud física mancille su legado. La paradoja que resulta de todo esto es que, para que el héroe se plantease continuar hasta Japón, alguien tendría que vencerlo en Brasil.

Ha tenido rivales. Coyunturales, enanos del atletismo, reos del dopaje, esforzados velocípedos que corren con las venas del cuello a punto de reventar; llevados sus cuerpos al punto de torsión por mor del gigante. Pero sus únicos adversarios son los iconos. Ali, a quien él quiere emular en el atletismo, o Jesse Owens. Quizá el gran corredor americano sea el único que pueda compartir con Bolt el altar mitológico del atletismo universal: del 3 al 9 de agosto de 1936, Owens ganó cuatro oros en los Juegos Olímpicos de Berlín, aquellos organizados en la capital del Reich por la Alemania nazi para exaltar la superioridad de la raza aria. Un negro de Alabama se llevó en la cara de Hitler todo el oro y el laurel; un negro al que tenían que escoltar cuando salía de la villa olímpica, acosado por las jovencitas alemanas, y que sostuvo hasta el final de su vida que Hitler le dedicó una foto.

Bolt no imagina de qué modo puede encontrar motivación para seguir trabajando tras lograr la triple corona en Río de Janeiro. Sueña con jugar en el Manchester United, pero a uno le cuesta imaginar que el dios de ébano al que ya no le pone llenar estadios olímpicos ni concitar sobre sí la mirada de cientos de millones de espectadores, pueda encontrar estimulante perseguir corriendo por la banda a un extremo del Stoke City.

Fotografía Nick Webb en Flickr

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