En el puente del 1 de mayo tuve la gran suerte de viajar a Granada, el último Reino de Taifas en ser reconquistado por los Reyes Católicos un 2 de enero de 1492. Debo reconocer, con toda la vergüenza del mundo, que cerca de cumplir los 26 años aún no había visitado la ciudad. Lo cierto es que, hasta hace bien poco, las comunicaciones entre mi Zaragoza natal y la capital del reino nazarí eran más bien deficientes y bajarse en coche (la opción más rápida) ya te exige más de siete horas. Igualmente, no tengo excusa, puesto que todo buen hijo de vecino de esta nación que llamamos España debería ir al menos una vez en la vida a la histórica ciudad de Granada, a los pies de los majestuosos Sistemas Béticos.

No lo digo por decir. Es en sí un ejercicio de autoconocimiento, de tolerancia y respeto. Si uno se da cuenta de ello, claro. Porque cuando uno deambula por el centro histórico de Granada tiene que abrir los ojos y, aislándose del bullicio cotidiano, imaginar cómo era la ciudad hace cientos de años.  A orillas del río Darro, parcialmente soterrado en zona urbana antes de desembocar en el Genil, podemos divisar a nuestra derecha la colina de la Sabika, donde se emplaza la Alhambra (Fortaleza Roja traducido al Castellano) y a nuestra izquierda el barrio del Albaicín, sin duda el distrito musulmán mejor conservado de España.

Callejeando entre casas blancas, simétricas, que desean expulsar constantemente el sol que castiga con dureza los veranos andaluces, puede palparse esa magia de aquellos lugares que han jugado un rol relevante en la Historia. Esas calles serpenteantes, adoquinadas, salpicadas por recovecos en los que esconderse, en los que tramar una emboscada para sorprender al adversario, en los que resistir un asedio durante meses o años, hasta que las fuerzas flaqueen, los víveres escaseen y no quede otra que arrojar la toalla y levantar la bandera blanca.

El barrio del Albaicín fue sin duda el centro neurálgico de la ciudad durante los siglos en los que la ciudad fue un reino independiente, desde la caída del Califato de Córdoba hasta su reconquista final. Cuatro siglos en los que la ciudad fue liderada por cuatro dinastías diferentes: los zirís, los almorávides y almohades y por último los nazaríes. Todos contribuyeron a la riqueza y el desarrollo de la urbe, pero en especial los nazaríes, quienes dejaron su sello con la construcción de los llamados Palacios Nazaríes, la guinda del pastel del complejo de la Alhambra y los Jardines del Generalife.

Cuando esta antigua fortaleza, reconvertida después en centro residencial de los numerosos emires que gobernaron la ciudad durante ese período de máximo esplendor, estuvo a punto de ser nombrada como una de las Siete Maravillas del Mundo Moderno no es por casualidad. Lo mismo que no es no es casualidad que- según cuentan los escritos- Boabdil, El Chico, tras ser expulsado por los Reyes Católicos de la ciudad, se volviera hacia la Alhambra y se echase a llorar lamentando haber salido del paraíso y con su madre reprochándole: “llora como una mujer aquello que no supiste defender como hombre”. La verdad es que no me extraña lo más mínimo. El Patio de los Leones bien merece una batalla. Y dos. Y las que hagan falta por mantenerlo a salvo, por salvaguardar esas obras de arte musulmán que atestiguaron el paso centenario de los creyentes en Allah por Al-Ándalus.

Porque el patrimonio de España es ése. Pero ojo, sólo a la hora de recibir turistas, sólo a la hora de extender la mano tras haber servido la correspondiente tapa y cerveza correspondiente. Porque a la hora de tender vínculos culturales o económicos nos cuesta bastante más. Quizás por el miedo a lo diferente, sin entender que tenemos mucho más en común con un tunecino que con un alemán. Pero a Merkel sí hay que hacerle caso, que si no repunta la prima de riesgo (siempre con referencia al bono alemán) y tendremos que pagar el doble por financiarnos.

Baño, chaleco, dado, guitarra, rambla, tabique, zanahoria y multitud de palabras que comienzan con el prefijo al- son solo algunos ejemplos de la cantidad de expresiones españolas que provienen del árabe, posiblemente la segunda lengua con más influencia en el castellano actual, tras el latín.  Sin olvidar los progresos que significaron para la nación española las mejoras científicas, agrícolas y comerciales que aportaron los musulmanes al conjunto del posterior estado unificado español.

Por el contrario, no sólo tendemos a dar la espalda a esta cultura sino que además solemos (consciente o inconscientemente) minusvalorarla. Cuando a los españoles se nos ve como una nación abierta, acogedora, hospitalaria, deberíamos echar todos la vista atrás y preguntarnos de dónde viene ese carácter. Sin restar importancia a factores climáticos, es indudable que, en una posición geoestratégica tan apreciada como la española, la mezcolanza de culturas, pueblos y lenguas ha sido una constante en nuestra larga historia, salpicada por cartaginenses, griegos, fenicios, romanos y musulmanes. Los visigodos apenas se asomaron y tuvieron que marcharse, arrasando con todo lo que encontraron por el camino, por cierto.

Dentro de esta torre histórica de Babel que es España, el Islam ha jugado un papel fundamental. Nuestra reacción no podría ser más ejemplar. En lugar de acercar posturas, doblamos la altura de la valla de Melilla. En lugar de acercarnos más hacia la lengua y cultura árabe, explicamos la Alhambra y sus rótulos de información turística en alemán, no vaya a ser que si tendemos lazos culturales y lingüísticos con el Magreb vuelvan a invadirnos, empezando por Perejil.

Cuando hablo con gente que ha recorrido mucho más mundo que yo les pregunto en qué país se han sentido más cómodos, mejor acogidos. No importa del país que vengan, que todos coinciden en resaltar lo mismo: donde impera el Corán la gente te abre sus puertas de par en par, sin preguntarte ni pedirte nada a cambio.

Al escribir en el procesador de textos en español islamofobia, el corrector me lo subraya dándome a entender que el concepto no está aceptado. Sin embargo, si lo traducimos al francés (islamophobie), el corrector no se inmuta. En el momento que una lengua ha admitido como propia un vocablo que rechaza, teme, tiene fobia a una religión como el Islam, es que las cosas se han hecho muy mal durante muchos años. Podríamos entrar en los factores por los que en Francia se ha llegado a esa situación de rechazo y odio hacia los inmigrantes musulmanes, pero nos daría para otro artículo entero.

Prefiero volver a Granada, disfrutar de una puesta de sol desde el mirador de San Nicolás y dar las gracias a aquellos antepasados que, a diferencia de otros compatriotas, respetaron el patrimonio de la ciudad,   sin importar cuan diferente fuera la cultura y lengua que tuviesen o la religión que profesaran. Alaykum salam.

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