Carl Sagan (1934-1996) fue galardonado en 1978 con el premio Pulitzer por su libro de divulgación científica Los dragones del Edén. Una obra brillante, magnífica, en la que analiza la evolución del ser humano combinando puntos de vista tan diversos como la antropología, la biología o la neurociencia. Sagan era un narrador inteligente y sensible que además estaba dotado con un poético y delicado sentido del humor. A los más veteranos les sonará su libro Cosmos y, también, la imprescindible serie televisiva del mismo título que se emitió en España a principios de los años 80 y de cuyo guión fue coautor.

En Los dragones del Edén, Sagan desarrolla una admirable escala temporal que nos permite hacernos una idea de la incidencia objetiva que hemos tenido los seres humanos en la historia del planeta Tierra. El autor equipara el tiempo que ha transcurrido desde el origen del universo hasta la actualidad con un año solar. Es decir, que si el Big Bang se hubiera producido un 1 de enero a las 00.00 horas, toda la historia de la humanidad, proporcionalmente, habría transcurrido durante los últimos veinte segundos del año.

La Vía Láctea se formó el 1 de mayo, el sistema solar el 9 de septiembre y la tierra el 14 del mismo mes. La vida apareció el 2 de octubre, el 1 de noviembre se desarrolló el sexo y el 21 de diciembre los animales empezaron a colonizar la tierra (las plantas lo habían hecho mucho antes). Los dinosaurios reinaron con insolencia durante 160 millones de años, del 24 al 28 de diciembre. El 29 aparecieron los primates, y el 31, el día de Nochevieja, a las 10.30 de la noche, hizo acto de presencia el ser humano. Y cuando faltan diez segundos para fin de año termina la prehistoria y comienzan las primeras dinastías egipcias y sumerias. Los alfabetos, la rueda y la metalurgia. Jesús de Nazareth nació mientras sonaba la octava campanada y Colón llegó a América con la décima.

Y entre todo esto, se me ocurre que lo más inquietante es la posibilidad de que los dioses aún no se hayan fijado en nosotros. Resulta tentador imaginarlos como los hombres-montaña concebidos por Ende. Prodigiosos entes de piedra que invierten siglos en dar un paso y que los seres tan efímeros como nosotros, por lo tanto, consideramos inertes. La vida se originó en el mar, un mar que no tenía mucho que ver con el actual. Era, más bien, un titánico y tormentoso caldo de cultivo en el que una serie de moléculas aprendieron a asociarse, primero, y después a clonar las sociedades que constituían, para perpetuarse. Es difícil entender cómo y por qué pudo ocurrir algo tan extraño y prodigioso.

Más tarde, estas sociedades aprendieron a intercambiar ideas. Lo que nosotros llamamos sexo. El intercambio de genes. Algunas salieron bien y se perpetuaron, aunque la mayoría de ellas fracasaron y se sumieron en un olvido tan sombrío como la atmósfera terrestre de aquella época. Finalmente, las células aprendieron a asociarse en colonias para formar los diferentes órganos que poseemos los seres pluricelulares. Grupos específicos de obreros muy especializados trabajando por el bien común en un área muy específica, y confiando en que los demás harán lo mismo.

Algunos de aquellos seres primigenios acabaron por salir del mar y colonizar la tierra. El mar, probablemente, se había convertido en un hábitat superpoblado y demasiado competitivo. Los cinco huesos cartilaginosos que usaban para extender sus aletas se convirtieron en dedos. Millones de años después, por cierto, algunos mamíferos hicieron el viaje de vuelta y sus extremidades se convirtieron de nuevo en aletas. Algunos, como los pertenecientes a la familia de las focas, siguen vinculados a la tierra, pero otros, como los cetáceos, se internaron de nuevo y de forma definitiva en el silencio y la quietud que sus ancestros habían abandonado.

Durante la era de los dinosaurios, los mamíferos permanecieron en un cauteloso y sensato segundo plano, pero heredaron el mundo de forma brusca y sorprendente tras la fulminante desaparición de los primeros.

En la parte central del continente africano surgieron nuestros ancestros. Seres delicados, de huesos y músculos largos, que pasaban toda su existencia en las copas de los árboles. El clima era ideal y la comida abundante, y apenas tenían depredadores. Los bosques subtropicales se extendían sin interrupción en áreas que abarcaban millones de kilómetros cuadrados. Eran individuos sosegados que vivían en apacibles colonias formadas por clanes familiares. Su pulgar, que podían oponer al resto de los dedos, les servía para agarrarse a las ramas. Vivían ajenos a todo aquello que sucedía al nivel del suelo, como los dioses olímpicos, y su única preocupación era no caer del árbol mientras dormían. De aquella época, probablemente, hemos heredado las pesadillas en las que nos precipitamos al vacío.

Todo cambió a causa de un suceso fortuito y fatal. Una serie de violentos cataclismos que desplazaron las capas tectónicas de aquella zona y provocaron la aparición de nuevas cordilleras montañosas. El curso de las corrientes atmosféricas se alteró y provocó una terrible sequía, y la jungla subtropical empezó a convertirse en una sabana muy parecida a las que existen hoy en día en el África central. Los bosques que no desaparecieron se vieron drásticamente reducidos en extensión, y nuestros ancestros, perplejos, asistieron al final de sus días plácidos. Resulta tentador apiadarse de aquellos seres desconcertados, náufragos de una era de dicha. Nuestros antepasados, en definitiva, tuvieron que descender de su Olimpo. Cuando terminaban con la comida que podían encontrar en uno de aquellos islotes de árboles debían bajar al suelo para desplazarse hasta otro. Y ése fue el origen de todo. Un origen, por cierto, que tiene inquietantes paralelismos con el relato bíblico de la expulsión de Adán y Eva del Paraíso.

Y cruzando aquellas planicies conocieron el miedo, un miedo constante y sostenido que ya no nos ha abandonado nunca. Sus depredadores eran más rápidos y fuertes, y estaban equipados con colmillos y garras. Y eran agresivos, cazadores natos. Comparativamente, los homínidos eran lentos y frágiles, y tenían una capacidad pulmonar muy limitada, por lo que no podían correr demasiado. Debía ser una experiencia terrorífica olfatear a un depredador mientras surcaban uno de aquellos mares de maleza y saber que el depredador también podía olfatearlos a ellos. Eran principiantes, cándidos recién llegados a un infierno que siempre les había resultado ajeno.

La inminencia de la súbita aparición de un felino de grandes proporciones, probablemente hambriento, debía ser una fuente de estrés difícil de tolerar. De esa época, tal vez, hemos heredado la tendencia a sobresaltarnos con los ruidos y las apariciones bruscas. Que alguien se nos acerque por la espalda y grite “buh”, por ejemplo. También los guionistas de cine son conscientes de ese temor arraigado en alguna parte muy profunda de nuestro cerebro y suelen sobresaltarnos en sus películas. Por no hablar de nuestro miedo a la oscuridad. Por la noche, si no lograban encontrar árboles para pernoctar, era todo mucho más peligroso.

Podríamos afirmar, en definitiva, que nadie hubiera apostado gran cosa por el futuro de aquella especie.

Sin embargo, aquellos individuos descubrieron que el pulgar, diseñado en realidad para agarrarse a las ramas, les permitía coger objetos e incluso arrojarlos con una precisión inconcebible para sus depredadores. Lanzar piedras o palos afilados y elaborar estrategias para hacerlo en equipo fue uno de los factores que cambiaron mucho las cosas. No es extraño que la mayoría de deportes de equipo que más nos apasionan estén relacionados con la habilidad en actividades similares. Nos convertimos en una presa cada vez más complicada de cazar y, después, en depredadores temibles. Y por aquel entonces llegaron las primeras guerras. En un tan mundo difícil y hostil, la supervivencia pasaba por hacerse con buenos territorios de caza o con cuevas adecuadas, y a menudo había que conquistarlas. Debieron ser confrontaciones muy crueles en las que no se luchaba por ideales, sino por la subsistencia, para evitar la aniquilación. Todos nosotros descendemos de clanes que ganaron sus guerras y perpetuaron su genoma. Después aprendimos a transmitir información verbal. Con onomatopeyas, primero, y después con palabras y frases cada vez más elaboradas. La faringe, ese órgano diseñado para no ahogarnos mientras tragamos, nos otorgó la formidable ventaja del lenguaje. Los mayores podían transmitir su experiencia a los jóvenes, que ya no tenían que empezar de cero y aprenderlo todo por experiencia propia.

Me gusta imaginar una escena en la que los miembros de un clan, sentados en círculo junto a una hoguera, cuentan historias de cacerías o de batallas libradas mucho tiempo atrás. Tácticas y estrategias. Y los más jóvenes captan la moraleja de aquellos relatos. Tal vez la literatura influyó en la supervivencia y por eso nos apasiona tanto. Tal vez los clanes mejor dotados para transmitir información de calidad a sus descendientes tuvieron ventaja respecto al resto. El cambio de dieta (presas, carroña), rica ahora en proteínas, influyó en el desarrollo del cerebro. Y también la posibilidad de usar las manos para construir objetos, que constituyó el origen de la tecnología. La relación entre los kilos de piedra trabajada hallada en las excavaciones de las cuevas de homínidos y la longitud lineal de la superficie afilada se dobla cada pocos miles de años.

Pero seguía siendo una vida terrible. Los individuos eran ancianos a los cuarenta años. A partir de esa edad se supone que ya hemos tenido descendencia y la hemos criado. Estamos diseñados para durar unos treinta años manteniendo una forma óptima. Después de ese tiempo ya no tenemos garantía del fabricante y empieza el declive. Por lo que se refiere a perpetuar la especie ya no somos importantes y la naturaleza se desentiende de nosotros. Como curiosidad; la aparición de las muelas del juicio es un vestigio de une época en la que a los quince años muchos individuos habían perdido ya la mayoría de sus piezas dentales. Y su vida, además de breve, era muy peligrosa. La mayor parte de su tiempo de vigilia debía ser invertido en cazar o recolectar alimentos, enfrentándose a la competencia de otros animales.

Después llegaron la agricultura y la ganadería, y los asentamientos fijos, y todo fue muy rápido a partir de ese momento. Con las ciudades y las civilizaciones aparecieron, por fin, la propiedad privada y las clases sociales. Tendemos a adoptar estructuras jerárquicas, es lo natural en la mayoría de los seres vivos que viven en manadas o grupos. También es lo lógico, pues es mucho más fácil para cazar o guerrear. Es la organización más simple y efectiva, y la que tendemos a adoptar por una cuestión puramente genética. Durante milenios, las civilizaciones se rigieron de la misma forma absolutista en que los machos dominantes habían capitaneado los antiguos clanes. Pero ahora, algunos individuos acumulaban más riquezas y poder que la mayoría. Ya no era necesario ser el más fuerte, el más valiente o el más hábil cazando para convertirte en el tipo que dictaba las normas. Solo necesitabas ser el más acaudalado. O su descendiente, porque las propiedades son bienes que se pueden transmitir a tus descendientes, a diferencia de la valía.

Hubo civilizaciones que experimentaron con otras fórmulas, pero por lo general no prosperaron y fueron desplazadas por competidores más agresivos, aunque algunas nos dejaron luminosos y delicados legados que han surcado la historia como antorchas y han inspirado a los grandes hombres de la posteridad. Y a finales de la Edad Media sucedió algo muy interesante en Europa. En aquella época, el uno por ciento de la población había puesto a Dios de su parte y ostentaba un dominio inapelable sobre el resto de individuos, sometidos a servidumbre y vasallaje. Y a diferencia de los viejos tiempos, no podían cambiar su condición desafiando al líder del clan. De hecho, ya no pertenecían a ningún clan. Era lo que denominamos el sistema feudal.

Sin embargo, a mediados del siglo XIV se produjo el primer brote de peste negra. Una enfermedad propagada por las pulgas de las ratas asiáticas que llegaron en los barcos mercantes que hacían la ruta del Este. Casi la mitad de la población europea falleció en pocos decenios. La mano de obra pasó de ser abundante y barata a convertirse en un bien escas, y los siervos empezaron a poner condiciones más favorables a sus intereses. El sistema feudal se desmoronó, literalmente. Apareció la burguesía, y las cosas cambiaron bastante. Después llegaron el Renacimiento y el Humanismo. La ciencia y el conocimiento desplazaron a Dios, al menos unos centímetros. Y durante los dos últimos segundos del año cósmico concebido por Sagan, las cosas se han complicado mucho. Las luchas sociales han sido una constante, a todos nos resulta familiar. Una minoría ha seguido ostentando el poder, pero lo ha hecho a un precio más alto. A veces, incluso, han sido vencidos por los oprimidos. La Revolución Soviética, sin embargo, demostró que el genoma suele tender a imponerse y el paraíso del proletariado acabó por adoptar la misma estructura piramidal que había desplazado. Orwell, desolado, escribió su maravillosa y terrible Rebelión en la granja.

El ser humano es lo que es. Nuestro cerebro es como una ciudad. A medida que evoluciona, crece alrededor de un casco antiguo que no se puede erradicar. Seguimos compartiendo las capas profundas del cerebro con los animales que denominamos inferiores. Somos antropoides diseñados para vivir en un grupo reducido de individuos, sujetos al liderazgo de un líder. Un líder que los es porque es más fuerte que nosotros.Sin embargo, estamos tocados por la luz. Nuestra razón nos permite cuestionar las imposiciones del legado genético, y nuestro corazón, si le escuchamos, nos exige hacerlo. Todos seguimos formando parte del mismo clan. Todos somos parientes lejanos. Y todo aquello que obstaculice el progreso y el bienestar de la mayoría es monstruoso e indigno.

La II República española, el tema que nos ocupa en este monográfico con el que Negra Tinta empieza su andadura, nació en un contexto hostil, en un momento en el que los gobiernos y los que ostentaban el poder temían más al comunismo que al fascismo. Fue una luz efímera y bellísima que alumbró la historia de la humanidad durante 0,04 segundos, según la escala de Carl Sagan.

Fotografía: Lorena P. Durany

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