Me había lanzado a la calle García Vigil en mitad de la tormenta tras varias horas de espera, un agua de pepino, dos clamatos con vodka y media docena de viajes al aseo para retocarme el carmín. Y debía de estar atravesando Tinoco y Palacios, entre riadas de escarabajos panza arriba, cuando el terremoto del Istmo se apresuraba hacia la ciudad. Así que entré en casa justo cuando la sirena de la calle Crespo comenzaba a lanzar el vibrante sonido metálico que, al decaer para volver al círculo, avisa de la alerta sísmica. Veinte segundos después, el agua de los vasos acumulados sobre el escritorio comenzó a ondear y el jarrón de inmortales se tumbó sobre la cortina. Para entonces la rata había recorrido el cielo raso hasta el orificio del laminado en busca de un mejor escondite y las lagartijas besuconas habían enmudecido. Pude ver por la ventana los tulipanes africanos como gritos descompuestos. «Quítate las sandalias, cariño, y ponte las bambas», dijo Pablo tras el saludo, al tiempo que yo guardaba el pasaporte y la cámara de fotos en la mochila con la serenidad de lo ya desolado. Bien calzados salimos a la azotea para ver qué hacían los vecinos gringos, los jubilados que dan clases de inglés, los que se trajeron su colcha de Obama, los que acuden al menú de comida corrida de enfrente y en cuya cocina uno sólo encontraría cacahuetes fritos con ajos, los que no tratan de entender que el chile chipotle se remoja un rato antes y sabe rico con el guajillo.

La perdición con Santiago llegó por el estómago, con los ojos entornados y los sudores que se desatan en mitad de la cumbia. Los detonantes, un mole verde con espinazo y frijoles blancos y los camarones sobre base de nopal que le precedieron. Porque ese día no estaba el chef en la Hacienda Los Laureles del alto San Felipe donde me hospedara unas semanas, y Santiago, su pinche, se esmeró en la decoración de los platos, en hacer ese primero picantosoy servirme sin permiso vino chileno para sentarse en el postre y fumar conmigo. «Necesito ver la sierra desde otro lado», le había dicho a Pablo mientras cerraba la maleta y arrinconaba en la memoria aquella primera visita a La Central de Abastos.

Acabábamos de instalarnos en una casa no concebida como vivienda, en la parte alta de un antiguo telar reconvertido en finca de apartamentos. Sin aislantes térmicos o acústicos que mitigaran el impacto del granizo sobre las placas, el estruendo hacía pensar que de un momento a otro la cabaña se vendría abajo. Habíamos ido a comprar leña para combatir el frío de la noche y, desde allí, frente a la chimenea de cerámica con rostro felino, emprender nuestro periplo mexicano. Pero ese día apenas recorrimos el pasaje donde los madereros amontonan el serrín que desprenden los tablones de pino en el corte. Y nos dejamos cobrar, como güeros aplicados, el doble del precio por unos troncos de encina todavía verdes. Cargados con los sacos rodeamos aquella gigantesca maraña, esquivando a las familias de la sierra y la Tlacolula que montan sus puestos ambulantes en torno a aquel organismo indomable, cuyo rugir dejamos atrás como quien intuye el abismo.

Un mercado que había rebasado cualquier plan de estructuración. Una bestia laberíntica tan llena de pliegues y texturas como los pedazos del caldo de corazón y menudo que engulliría con Santiago tiempo después. En el hipocentro del caos donde devorarnos el cuello frente a las baldosas de la encimera, salpicadas de crestas de gallina y cabezas de cerdo. O entre los chivos todavía sin despellejar, cuyo aroma se mezclaba con las azucenas de las mujeres, indígenas de melenas azabache que doblaban las esquinas con sus niños caminando tras ellas, mojados y balbuceando las múltiples consonantes del mixe. Ese día podríamos haber desfallecido sobre los tejidos de las artesanas, mascando chapulines bajo las cestas colgantes de carrizo, entre los panes de chocolate de algún aparador o en uno de los espejos que formaban los charcos a esa hora de la tarde. Pero cogimos un camión de regreso, justo enfrente de los taxis colectivos que llevan a Etla y demás pueblos circundantes. Igual que hacíamos al principio como único plan. Tomar el trayecto más largo. Ocultarnos entre las filas de asientos para compartir un tamal de rajas sin mediar palabra. Ver transcurrir la ciudad. Atravesar el trozo de la calle de Independencia que da al zócalo y que en domingo se llena de críos con sus globos alargados, que impulsan hacia las nubes esparcidas. En ese meollo donde los adolescentes se irritan los contornos de la boca en los bancos. Junto a los limpiabotas, los carros de esquite o las triquis vestidas con sus centenarios huipiles, acompañando a sus esposos e hijos crucificados con cuerdas para manifestarse frente al Palacio de Gobierno. Dejábamos a nuestra izquierda la Iglesia de San José y el Jardín de Sócrates donde nunca tomamos nieves. Ni de tuna con leche quemada, ni de zapote negro, ni de pétalo de rosa. Esas las compraba con Pablo para helarnos la boca frente a las colinas liliáceas, elevados sobre Oaxaca. Entre la copa del flamboyán que estallaba en nuestra terraza, observábamos a los colibríes batallar por el néctar. Entonces, él entraba en la casa y yo me arrimaba a la baranda de ladrillo para tratar de redescubrir el sonido de la ciudad tal y como se adormecía y avivaba antes de Santiago. Cuando todavía no me cuestionaba si seis o siete cuadras por encima también a él se le llenaban las uñas de tierra. Si el viento le traía el agudo de los cascabeles o ese indescifrable alarido de los muchachos que acercan los garrafones de aaaguaaaa purificada y cuya vocal, de tan prolongada, suena gangosa. Tal vez saliera corriendo, como yo, para ver si los trombones y trompetas provenían de una banda de gitanos del este y no de cuatro angelitos sobre carrozas custodiadas por familiares. Hasta su callejón no debían de llegar los duelos entre campanarios, ni el celo de la gata en mi tejado suplicando ser relamida cual espinazo, ni las voces de las maestras de la escuela de abajo llamando a otros cuerpos por mi nombre para que regresaran a la fila. Me preguntaba incluso si la desesperación de las cucarachas en casa de Santiago las llevaba también a destrozar los paquetes de legumbres en mitad de la noche o si, como a mí, le observaban apáticas mientras se lavaba los dientes con ese líquido amarronado que vomitaban los grifos.

Llegué a pensar que mis dolores se debían a infecciones urinarias que habían alcanzado mi riñón izquierdo. Que eran culpa de las bacterias que mis obsesivos inquilinos dejaban con sus patas al pasar por el retrete o los muebles de la cocina. En el fondo, no creía que los meseros que me veían cenar una noche con Santiago y otra con Pablo me estuvieran haciendo algún tipo de brujería. Imagino que era su perplejidad lo que les llevaba a ser discretos, a ellos o a alguno de esos vecinos gringos con los que tropezaba inesperadamente en cualquier otro barrio. A ser discretos y a no desenmascararme o sacarme del estado atada a un carro. Aunque lo cierto era que, ciudad mágica o no, llena o no de fantasmas, por las noches cada vez se me subía más el muerto. Con las pupilas dilatadas y el armazón debilitado sobre el colchón, luchaba petrificada y afásica por alcanzar el brazo de Pablo. Porque algo estiraba de mi mano para dirigirla hacia mi tráquea mientras la sábana trepaba hacia la sien. En ese instante sentía una fuerte punzada en el costado izquierdo que me hacía levantar y salir corriendo hacia la azotea. Allí, en la oscuridad y frente a una Oaxaca estática, me tumbaba sobre el cemento, esperando que los ladridos de aquellos perros desvelados me mostraran la salida.

Para acudir al hotel en el que me recluyera tratando de descubrir si añoraba a Pablo, había pasado por La Colonia Reforma, donde estaba el hospital. «Notará un sabor metálico en la boca y un calor intenso por el cuerpo», dijo el radiólogo antes de inyectarme el yodo por vía intravenosa. El ardor que recorrió mi tronco hasta la pelvis desató mis ganas de orinar y ahuyentó la letanía de las mujeres de la segunda planta, todas de cuclillas sobre el reclinatorio y rogándole a la Virgen de Guadalupe quién sabe si los quince mil o veinte mil pesos que no tendrían para dejarse vaciar. Parte del líquido medidor parecía haberse detenido en mis pezones mordidos y ocultos bajo la bata. «Coloque los brazos por encima de su cabeza y sujete el aire cuando escuche el pitido», añadió el radiólogo antes de entrar en la cabina. Sobre el frontal exterior, la figura roja de un rostro con carrillos hinchados se encendió al entrar en el tomógrafo, una cápsula donde aplacar el desasosiego de la tarde anterior. Me fui de allí en un taxi, con los esparadrapos en los antebrazos y los resultados de los ultrasonidos y las ecografías sobre el asiento. Por la ventanilla bajada, sentía el aire y contemplaba los murales de la ciudad, la única guarida por fin reconocible. La palabra Oaxaca sobre alguno de aquellos estampados me llevó a tratar de visualizar, sin éxito, las letras de otras ciudades a 9.763 kilómetros. Continué observando los troncos de los pochotes más espinosos y a las niñas que vendían nanches, hasta llegar a la altura del callejón Boca del Monte donde Santiago aguardaba en su portal. «¿Qué te has hecho? Hoy estás bien bonita», dijo abriendo los ojos y levantando las cejas en el gesto, una vez hubimos atravesado el patio de nísperos y buganvillas.

Recuerdo que solté en la entrada todo cuanto llevaba y me dejé servir mezcal. Primero del vasito y luego de su boca. Dejé incluso que me arrastrara de la mano a la última estancia y me oprimiera la garganta, fuerte con el arco de la mano. Que me agarrara de la cabellera y a bofetada limpia me estampara contra la pared, raspándonos hombros y codos con los trozos carcomidos. Con la barbilla erguida pude ver el halo de luz grisácea colándose por el ventanuco del techo e inundando el dormitorio donde, poco después, empapados sobre la cama deshecha, comenzara a colarse la Guelaguetza. La misma explosión cromática con la que los novios festejaban su enlace en fin de semana hasta el agotamiento. Un centellear de tonalidades se cernía por las cristaleras y, en el estallido, circulabanexcitadas sobre nuestros cuerpos silenciados. Podríamos haber muerto ahí. Sin importar quién nos fuera a echar de menos. Pero en ese momento me acordé de Pablo y de que nos habíamos perdido la celebración de Los Lunes del cerro de la que tanto nos habían hablando a nuestra llegada. Lo imaginé solo y de pie en nuestra terraza, mirando hacia el cielo. Lo imaginé de niño y quise abrazarle. Lo sentí en las tripas y fuera de mí como una sacudida en las vértebras. Me giré a mirar a Santiago, le besé inhalando todo su aliento, me vestí y salí corriendo a la calle.

Por la Panorámica del Fortín bajaba hasta Crespo parte de la multitud, una mezcla de turistas y bailarinas con su trajes regionales y las mejillas incendiadas. Un año más, la fiesta había llegado a su fin y en unas horas todo regresaría a la rutina. Tan solo sentía algún cohete rezagado por encima de mí mientras me apresuraba hacia la cabaña, pintándome los labios, chupando un caramelo, secándome los brillos con la manga de la chaqueta y echándome repelente de mosquitos para distraer el rastro de Santiago. Antes de entrar en la finca, guardé el sobre con las pruebas en el bolso, me hice una cola, respiré hondo y abrí la puerta de caña que daba a la terraza. «¿Has visto qué maravilla de fuegos artificiales, cariño?», dijo Pablo desde el banco, señalando con la mano el horizonte.

Nadia Jordi

 

 

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