Pelo blanco, voz pausada y de bajo volumen. Atrapado en la embajada ecuatoriana de Londres, pasa días y noches, sin perspectiva de cambio, Julian Paul Assange. No son muchos más los datos personales conocidos por el gran público acerca de este polémico periodista, fundador de WikiLeaks y acogido político de Ecuador, país que aceptó su petición de asilo político alegando la vulneración de sus derechos humanos, por entender que su vida corre peligro ante una hipotética extradición a los Estados Unidos.

El propio Assange rehuye ofrecer datos de su vida privada. Información tan básica como su fecha de nacimiento nos ha llegado por aportaciones de terceros. No deja de ser representativo, lo anterior, de una actitud combativa, recelosa y muy alarmada ante las intrusiones del sistema en la intimidad de las personas. Una actitud, por otro lado, crecientemente compartida.

Anteriormente conocida como Bradley Manning, no ha corrido mejor suerte, más bien lo contrario, la informante Chelsea Manning, quien fue condenada en 2013 por la mayor filtración de documentos de la historia y que actualmente se enfrenta a una pena de 35 años de cárcel.

Para algunos considerado una héroe, Manning trajo a la luz –de la mano de WikiLeaks– documentos clasificados de la guerra de Iraq. Entre ellos, material gráfico donde el ciudadano común puede ver y oir la guerra en primera persona, además de formarse un juicio sobre determinadas prácticas militares estándar cuyos efectos colaterales jamás lograría de otro modo imaginar.

De complexión delgada, con gafas y un aspecto de universitario recientemente incorporado en la vida laboral, Edward Snowden se encuentra en algún lugar de Rusia, sufriendo las consecuencias del exilio forzado. Nunca hubiéramos conocido con tal certeza y espeluznante detalle las actividades de la NSA (Agencia Nacional de Seguridad Americana) y, en particular, el alcance y los actores del programa de vigilancia electrónica Prism.

Sin entrar a valorar el contenido jurídico o político de sus actos, es bueno plantearse qué lugar pertoca a los personajes mencionados arriba en nuestra sociedad contemporánea. Repetidas hasta la saciedad, frases como «no hay que hacer juicios paralelos o hay que dejar que la justicia actúe» se han convertido en exhortaciones políticamente correctas, útiles para apaciguar cualquier debate moral profundo que, en el mejor de los casos, es solo pasajero. Fueron muchas las voces que, desde las instituciones, se alzaron en su día contra Snowden, Manning y Assange. Fundamentalmente, se reaccionó con vigor e incluso indignación ante la atrocidad de sus respectivos chivatazos. «El Estado no puede permitir que la información sensible circule y, además, la seguridad no siempre es compatible con la intimidad…» Por supuesto.

Sin embargo, ¿es legítimo que nuestro derecho a la información se haya visto mermado de tal manera que tan sólo un informante pueda darnos detalles sobre los quehaceres de los cuerpos e instituciones subvencionados por todos nosotros?

¿Quién decide dónde termina nuestra privacidad y dónde empieza el derecho de nuestros gobiernos a usar información sensible de nuestras vidas?

¿Somos conscientes del poder que hemos delegado en algunas compañías que han pasado progresivamente a integrarse en el paisaje de nuestro día a día?

Ciertamente, en los últimos años, el uso de la tecnología por parte de instituciones y empresas se ha sofisticado enormemente, dando lugar a muchos interrogantes, algunos de ellos tal vez ni siquiera conceptualizados. Cuestiones aparcadas, cuya puesta en escena en la esfera pública puede tener un precio muy caro, como atestigua la vida de los hombres anteriormente mencionados.

El pasado miércoles 15 de abril, la prensa española se hacía eco de una noticia proveniente de Bruselas. Google podría hacer frente a una multa de más de 6.000 millones de dolares. Una cantidad nada menospreciable, aunque “sólo” suponga el 10% de su facturación anual. ¿Su posible delito? Abuso de posición dominante. En otras palabras, impedir el funcionamiento correcto del mercado, perjudicar la libre competencia y, en última instancia, a los consumidores.

La ocultación de información y la falta de celeridad para abordar cuestiones sobre nuestra privacidad o nuestro derecho a la información contrasta, en casos como este, con la contundencia que se aplica a las malas praxis económicas en nuestro sistema. Parece como si las acciones para preservar y garantizar los derechos de los ciudadanos y fortalecer nuestras democracias siempre se pudieran posponer, mientras que al que juegue con el Estado o con el libre mercado, buena una le espera…

La misma perplejidad que nos aborda cuando vemos multas millonarias que no despeinan a grandes multinacionales es la que sentimos cuando nos enteramos de cómo nos espían.

De vez en cuando y, por fortuna, alguien se atreve a destapar las entrañas del sistema, aunque sea a costa de su propia vida. De pronto y, como por sorpresa, nos abren los ojos a lo oculto y lo ocultado, para dejarnos con la boca abierta, aunque sea momentáneamente.

Por más que reparen la dignidad de los consumidores, se me ocurren pocas sanciones capaces de igualar el valor moral y político de tal gesto.

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