José Mujica no quiso utilizar la palabra austeridad en la entrevista que le hizo Jordi Évole. «Ustedes la prostituyeron en Europa», soltó el presidente del Uruguay. La «sobriedad» es su escudo para protegerse de los recortes de derechos que sufrimos los ciudadanos europeos. El ahorro del gasto público se ha convertido en el Dios de nuestro continente. Ahorrar para reactivar la economía es desproteger al que menos tiene frente al que le sobran posesiones. Mujica lo sabe y lo combate con tranquilidad, filosofía y convicción. «¡Para qué quiere ser más rico Rockefeller si tiene 98 años y se va a morir!», explicó en el jardín de su sencillo rancho un presidente que rechaza vivir en la mansión presidencial, que no tiene cochazo oficial, que renuncia al 90% de su sueldo. Mujica se tira de las canas sin alterarse cuando ve que una Constitución hecha a medida del poderoso no le permite subir los impuestos a los terratenientes o reformar la educación del Uruguay. Se nos presenta como un político que no saca pecho tras reducir en un 20% la pobreza en su país, considerado el mejor Estado de 2013 por The Economist. «¿Le molesta que vengan a hacerle reportajes porque le ven como un presidente exótico?», le preguntó Évole. «¡Pues cómo serán los otros presidentes!», contestó Mujica.

Mientras Mujica hablaba, claro y tajante, yo no pensaba solamente en las galaxias que separan su discurso de las palabras huecas de nuestros gobernantes. El mensaje de los grandes políticos europeos está prostituido. Al menos, en su mayoría. Pero el mensaje de la prensa, de los medios de comunicación, que nos trasladan lo que dicen los políticos que, en teoría, más mandan, también está pervertido. Los periodistas están en retirada en los medios de comunicación. Cuando se recortan plantillas con despidos masivos –el ERE, nuevas y negras siglas para nuestro diccionario–, los que escribimos, fotografiamos, grabamos o locutamos somos los que más opciones tenemos de irnos a la calle. Sobran informadores y faltan agentes comerciales. Estorban las noticias pese a que son el sentido de los medios de comunicación, su materia prima. Se necesitan ingresos y hay que multiplicar la publicidad que se contrata. El deseo es difícil de procesar: ¿cómo se puede vender más publicidad con el escaparate de noticias cada vez más vacío? Toda una contradicción en los términos.

Mientras tanto, los derechos laborales del periodista se reducen día y tras día. Las redacciones se vuelven inviables. Desaparecen colaboradores y corresponsales. Los suplementos dominicales se cargan reportajes de análisis y entrevistas en profundidad en favor de publicitar una línea de ropa cool: la teletienda se pone el disfraz de información. La palabra Internet es para nosotros lo que mercado al capitalismo: un ser invisible que nos rodea y que marca la pauta. «En Internet es todo gratis, la gente ya no valora la información, no quiere pagar por ella. Hay que recortar. Lo siento mucho…». Estas palabras, claramente prostituidas, salen por boca de los dueños de los medios. Ellos son los que tienen la sartén por el mango: los editores o directores de periódicos, radios o televisiones, aunque suelen ser periodistas, no se oponen o no pueden oponerse porque se pasaron al bando de los magnates o porque se ven superados por la situación.

Los editores son nuestros políticos de cabecera. Su mensaje se volvió hueco, lleno de contrasentidos, de renuncias. Recortes en escuetos salarios. Recortes en derechos adquiridos. Empobrecimiento de las condiciones de trabajo. «¿Y qué pasó con el dinero que se gastó en pavadas?», diría Mujica. Porque en la comunicación, al menos en España, hubo muchos derroches absurdos. Tantos que pocas lecciones pueden darle los periodistas con mando a los políticos que han arruinado el país a base de obras públicas sin sentido.

Y en medio de esta sinrazón aparece alguien como Mujica. Y va a entrevistarle alguien como Évole. Descubrimos que El Follonero se llamaba Jordi cuando Buenafuente le puso un programa a su ácido guionista allá por 2008. Salvados por la campaña iba a ser algo puntual, pero gustó y echó raíces en la parrilla. Sin embargo, era tan solo otro programa de humor en el pequeño canal de los programas de humor (y fútbol): La Sexta. Había ya un trasfondo de periodismo político y social, sí, pero uno se sentaba delante de la pantalla para reírse porque Évole infiltraba a un chico negro en un mitin del PP, o mandaba a una pareja de homosexuales al Valle de los Caídos disfrazados de falangistas, o hacía creer a media España que una mujer había metido un boleto premiado con el Gordo de Navidad en la lavadora. De hacerse pasar por un periodista brasileño para darle la mano a Lula da Silva a entrevistar a Pepe Mujica han pasado unos años en los que Salvados ha ido cambiando de piel sin perder su alma.

Évole, como Mujica, se ha aprovechado de un entorno pequeño y manejable para sobresalir. La Sexta, el canal más chiquitito de los estatales, fue su Uruguay particular. A Évole, como a Mujica, le llueven palos. No gusta su estilo. Le acusan de simplón. Se le buscan defectos escondidos, como el de la soberbia. Algunos también temen que la sencillez del presidente del Uruguay sea tan solo una fachada, pero a él le resbala. Mujica es un filósofo (ojalá todos los políticos lo fuesen) y Évole un periodista que, a riesgo de preguntar dos veces lo mismo, no quiere que nada se dé por sobreentendido (ojalá todos los periodistas lo hicieran). Mujica, que fue guerrillero, preso y torturado, sabe bien lo que quiere a sus 79 años: se puede ser un soñador con los pies en la tierra, esa es la verdadera revolución, no la que mueve «el infantilismo». A su manera, Évole –y el equipo en el que se apoya– también revoluciona el periodismo en España, aunque su programa se emita en prime time y en un canal generalista, con poderosos intereses económicos detrás. Ambos hablan con claridad y, por eso, su conversación en el último Salvados fue una delicia llena de palabras transparentes y nada prostituidas.

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