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En las tragedias griegas, los héroes alcanzan el cénit y luego caen, como Prometeo; o como en el mito, Ícaro, tras haber volado muy alto. Demasiado para la vanidad de los dioses. La ofensa a la divinidad se castiga con la muerte, el destierro o la tortura. Pero, ¿qué pasa con el que compite contra sí mismo? ¿Con quienes se han erguido ellos mismos, en dioses? Michael Phelps ha llegado tan alto que de su torre de marfil sólo puede despeñarse él mismo, tan cerca del sol ha volado. El reflejo que le devuelve el espejo cuando se mira es su único enemigo, el adversario más potente. Dejó la natación hace cuatro años, pero ha vuelto. Tan sólo una última batalla.

En el año 2012, en Londres, dijo que se iba. Se fue, en efecto. 18 medallas de oro le colgaban del cuello; 22 en total, a lo largo de cuatro Juegos Olímpicos. Ha decidido volver en Río de Janeiro, donde ya estuvo enseñando a nadar a los hijos de las favelas. Dice que si de algo se ve en el futuro, puede que sea así, enseñando. Tiene 31 años y hace dos que no compite. Nadie ha ganado más que él, y como si lo conquistado le hubiera parecido excesivo incluso a él, se abandonó con 27 años a merced de un dulce sopor olímpico, a un nonchalancismo divino.

Jordan se pasó al béisbol cuando ganó el tercer anillo. Rossi quiso ser el mejor también en la Fórmula 1. Alejandro Magno llegó a la India y luego, la nada. La muerte es para los héroes un horizonte sin desafíos, sin ningún obstáculo que vencer, sin ninguna posibilidad de volver a pasmar al mundo. Phelps se dio a la bebida hasta que un state trooper de Maryland le dijo sopla aquí, diosecillo: casi revienta el biberón, y una noche el gran campeón se vio a sí mismo durmiendo en una comisaría. Fue en 2014. El héroe había sucumbido al aburrimiento.

Comer, nadar y dormir. Doce mil calorías diarias consumía su cuerpo portentoso, animado por un carácter jovial y despreocupado, nada que ver con esa obsesión marcial tan propia de los atletas soviéticos, tan de los chinos ahora. Phelps parecía reírse del esfuerzo y de la disciplina desde su trono altísimo, el trono de su talento incomparable. Era un rey divirtiéndose con los enanos que le rodeaban en las piscinas, alcanzando siempre el plus ultra, nunca la última frontera, el último récord, la última medalla, era la última del todo. A Phelps sólo le hacía falta sumergirse para cazar, quitándole el tridente a Poseidón, oros y plusmarcas, destrozando mitos y leyendas con brazadas sobrehumanas y un aleteo de tiburón.

Michael Phelps

Michael Phelps es un blanquito de Baltimore, la ciudad que se ha hecho famosa en el mundo por sus negros, los de The Wire: Stringer Bell, Omar Little, Bubbles, Marlo Stanfield, Avon Barksdale. Phelps es un blanquito de metro noventa y tres, y es el hombre que más medallas ha ganado en la Historia de los Juegos Olímpicos modernos. El que más oros tiene, el que más ha ganado y más veces seguidas lo ha hecho. Cuesta imaginar qué versos le dedicaría Píndaro si el poeta de Tebas viviera ahora, si lo viera nadar. No quedaría un sólo olivo en pie en toda Grecia de tantas ramas que tendría el blanquito de Baltimore sobre su cabeza.

Llega a Río con 31 años y siendo padre. Dice que no tenía objetivo alguno cuando llegó a Londres en 2012. Que estaba desmotivado, apático, que le daba igual entrenar o no. Que pasaba porque, después de Pekín, ya no tenía retos. La proeza era ganarse a sí mismo, interpretar el papel de su misma Némesis por mor de una fastidiosa circunstancia: no había nadie en el mundo que pudiera hacerlo, nadie que se parase frente a él y le dijera “te voy a ganar”. Dice que hoy se siente en paz consigo mismo, sobre todo por haber construido, por fin, una amistad con el padre ausente. Achaca mucho del spleen que embotó su vida entre Pekín y Londres a la frustración perenne de imaginar cómo hubiera sido de diferente su vida si en lugar de haber sido criado por una madre soltera, su padre también hubiera estado presente. Ya no se lo pregunta, le dice a los periodistas.

Bailó durante un tiempo esa danza existencialista de El Extranjero de Camus. Sin acicates, adicto al póker y a la botella, hurtó sin embargo el trágico destino de Meursault gracias al agua, su elemento primordial. Su reino, donde no existen ni la indiferencia ni el hastío, donde Phelps es inmune a la abulia y a la melancolía. Competirá en la mitad de pruebas que en todos sus anteriores Juegos Olímpicos; le duele más el cuerpo cada vez que sale de una piscina, le cuesta el doble recuperarse de los esfuerzos, y ya no es el número uno. Pero cuando en Río sus rivales cierren los ojos y se lancen al agua, verán la sombra de un escualo y sabrán que el sheriff está en la ciudad. Quiero cuatro oros, dice. Como pasa con todos los gigantes, su poder es una mezcla de lo que realmente puede hacer y de lo que sus adversarios creen que es capaz de hacer.

Fotografía: Bryan Allison y Sam Hurd en Flickr

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