No hace mucho me di cuenta de que después de casi treinta años apenas puedo recordar el rostro de mi tía Inés.

Existen muy pocas fotos en las que ella aparezca, y casi nunca se le distinguen las facciones con claridad. A veces parece una niña extraviada y asustada, y en otras es como una anciana agotada de vivir y que ya no recuerda lo que es el miedo.

Mi tía Inés tenía mucho sentido de la cortesía y no solía rechazar las invitaciones a las bodas, a pesar de que las detestaba. Pero siempre usaba enormes sombreros que proyectaban una densa sombra sobre su cara. Y preciosas gafas de sol de un tamaño colosal. En las imágenes suele taparse la boca con la mano, o agachar la cabeza. Se intuye, eso sí,  una belleza reposada, de estilo clásico, y una mirada distante y muy condescendiente con los aberrantes ritos tribales de nuestra familia. Mi madre suele decir que en las fotos recuerda a uno de esos espectros desdibujados que aparecen en las fotos antiguas, detrás de los personajes reales.

Yo recuerdo su presencia de forma muy intensa. La temperatura de su piel, anormalmente cálida, y sus manos de ángel renacentista tocándome con una delicadeza excesiva, trémula. Y su olor a esencias naturales y exóticas. Y su voz, como un susurro. Solía usar túnicas de lino, y casi siempre iba descalza cuando estaba en casa. Sus pies, por cierto, sí están muy presentes en mi memoria. Podría dibujarlos sin problemas, aunque nunca lograría trasladar su delicada y potente belleza, parecida a la de un fibroso perro de caza de huesos muy livianos.

La recuerdo siempre en la penumbra, porque mi tía detestaba la luz artificial. En su casa casi siempre nos alumbrábamos con candelabros atestados de velas. Las cenas eran como fotogramas de la película Barry Lyndon. Kubrick le compró a la NASA unas lentes ultrasensibles de la marca Zeiss, concebidas para fotografiar estrellas muy lejanas, y rodó las escenas de interiores con la luz natural de las velas.

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Fotograma de la película Barry Lyndon. Con una lente de una cámara normal, a la luz de las velas se vería todo oscuro.

Qué grande era ese hombre. Por cierto, no hace mucho me enteré de que es muy posible que las estrellas que veis ya no existan. Su luz llega desde tan lejos que tarda muchos años en recorrer la distancia hasta nosotros, por lo que tal vez se extinguieron tiempo atrás y aún no lo sabemos. Es como el recuerdo de la gente que hemos amado de verdad y que ya no existe, aunque sigue viva en lo que dejaron en nuestros corazones.

Tengo que pediros que me perdonéis por estar un poco sentimental, estos días.

Mi tía Inés no tuvo hijos, y podría decirse que me adoptó un poco. Conmigo era muy generosa, como los son los padres. Sé que solía impacientarse con mis limitaciones. Yo no era nada del otro mundo, material corriente. A menudo me daba cuenta de que la decepcionaba. Es curioso que la recuerde casi siempre alejándose de mí, sin prisas, fundiéndose en la penumbra sin hacer ruido. Pero también los padres se decepcionan de sus hijos, de la misma forma que los hijos acaban decepcionados de sus padres. Es ley de vida, no hay que dramatizar.

Cuando se sentía defraudada lo disimulaba perfectamente, pero se iba a sus habitaciones y ponía discos antiguos con grabaciones de los cánticos de los pigmeos Aka. Son como de otro mundo. Ella escuchaba acercando la cabeza al gramófono que tenía en una habitación, como si el antiguo aparato le susurrara secretos más allá de la música. El gramófono lo conservaba en estado impecable. Tenía una colección impresionante de antiguos discos de pizarra.

Yo fui muy feliz con ella. Me enseñaba tantas cosas que me daba vértigo. Aunque lo más importante que me enseñó fue a lidiar con el miedo. En el fondo es lo único que hay que aprender. Todo lo demás viene detrás de eso, por pura lógica. Ponerle un lazo en el cuello a nuestros miedos más profundos y tirar de ellos de la misma forma que si fueran bueyes tozudos hasta llevarlos a una zona bien iluminada, para que podamos ver sus dimensiones reales. La mayoría son gatos disfrazados de tigres, aprovechando que sólo vemos su sombra. Como en La Caverna. La de Platón.

A mi tía le enviaban cigarrillos ingleses, y a veces los untaba con un aceite de color morado que guardaba en un botellín, usando un pincel muy pequeño con mango de plata. De vez en cuando me dejaba fumar con ella. Era como viajar fuera de tu propia vida. Me enseñó muchas cosas acerca de las drogas psicotrópicas, de lo sagradas que son para algunas culturas y de cómo algunas personas las usan para llegar al fondo de sí mismos. Los que no están preparados, sin embargo, las usan para huir de lo que son, o de lo que han hecho con su vida.

Mis primeros meses en casa de mi tía Inés fueron como un sueño. Vivíamos bajo la protección de Londa, que era su mayordomo, su secretario, su guardaespaldas y su ángel protector. Era nativo de una isla muy pequeña, cerca de Nueva Zelanda. Tenía marcas ceremoniales en la frente y una cicatriz horrenda en la cara. Una lanza le había atravesado los mofletes, de izquierda a derecha, y le había hecho papilla la mayoría de los dientes. Londa y yo nos llevábamos muy bien. Tenía los dientes de oro y le gustaba enseñarlos.

Al final pasó lo que tenía que pasar. Al fin y al cabo somos, esencialmente, química. Y más a la edad que tenía yo por aquel entonces. Una bomba hormonal.

Poco antes de las Navidades conocí a una chica húngara, en una especie de reunión de poetas en casa de uno de mis mejores amigos. Solíamos hacer eso, reunirnos en casa de alguien y recitar poemas o leer fragmentos de novelas y comentarlos, o ver alguna película antigua y debatirla. La chica se llamaba Lara, como la de Doctor Zhivago. Tenía ojos de animal indómito, y un diente de oro. Y un cuerpo perfecto, de depredador nato. Había tanta fuerza en ella que daba miedo. Era como toparse con un leopardo en un pasillo enmoquetado. Sus padres eran empresarios circenses, o algo parecido.

La noche en que la conocí bebimos muchísimo. Y después de que mi amigo declamara unos poemas muy malos, Lara sacó una flauta travesera de un estuche, se arremangó la falda y empezó a tocarla con los labios vaginales. Había algo sublime en la naturalidad con la que lo hizo. Yo me puse a llorar de lo bonita que era la escena. Interpretó el tema de La Misión, el que toca Jeremy Irons con el oboe.

Fue la primera vez que me enamoré de verdad, con el corazón. La semana que viene os contaré la historia.

Hoy no os pongo receta, pero os contaré un truco que acabo de aprender; si un día os pasáis con la sal mientras hacéis un guiso, probad a añadir un chorro de gaseosa. Dejáis reposar un rato, removéis un poco y ya veréis que la sal se ha neutralizado.

Pizars841

 

 

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